Premio
Nacional de Literatura 2006.
José
Miguel Varas, Un Narrador Nato
Por
Ignacio Valente
Artes y Letras de El Mercurio,
Domingo 27 de Agosto de 2006
Con justicia
ha recaído sobre José Miguel Varas el Premio Nacional de
Literatura, por este singular talento suyo del decir directo, lacónico,
sin afeites, certero, ahorrativo, simple: toda una cualidad del lenguaje narrativo,
que lo acerca a la "prosa desescrita" de Cortázar al idioma castigado
de González Vera, sólo que éste último busca más
bien la expresión de lo mínimo esencial, y el argentino persigue
sobretodo la fluidez y la espontaneidad, mientras que Varas privilegia ese don
no común
que es... "decir algo": el ir al grano, la perfección de la sencillez,
el hacer fácil lo difícil, que es sin duda lo más difícil
en literatura.
Alguna vez apliqué a su escritura el célebre
verso de la Epístola moral a Fabio: "Un estilo común
y moderado / que no le note nadie que le vea". Parece sencillo, y en realidad
lo es, siempre que entendamos la sencillez —la vieja simplícitas—
como una de las virtudes mayores de la vida y de las letras. Varas escribe como
si todo fuera llegar y contar —así de simple—, saber y contar, ¡saber
contar! De allí su parentesco con esos cuentistas natos que son Maupassant
o Chéjov, Singer o Naipaul; de allí su pertenencia a una familia
chilena de narradores hoy casi olvidados de puro directos y sencillos, como Carlos
León, Olegario Lazo, Ernesto Montenegro... En otras palabras, Varas lleva
medio siglo fuera de toda corriente de moda, como tocado por la gracia de lo casi
intemporal.
Extensa obra
Su
pluma es sumamente versátil: se ha paseado por los diversos géneros
que se escriben en prosa, tanto periodísticos como narrativos, sin solución
de continuidad. La crónica, a veces casi indiscernible del relato, está
presente y subyace en todos sus libros. Las pantuflas de Stalin (1990)
representa bien ese tipo de crónica liviana, sutil, que por lo fantasiosa
tiende al cuento, pero que se mantiene fiel a la anécdota dada. Quizá
el punto más elevado de este subgénero sea Nerudario (1999),
abordaje entre periodístico e histórico de la vida de Neruda, no
a la manera biográfica y documental del excelente libro de Hernán
Loyola, sino de ese modo más imaginativo y libre —y no carente de humor—
con que desarrolla la petite histoire del poeta; así, sobre todo, en crónicas
como "El elefante blanco", "Neruda en el exilio" y "Posdata".
La
sujeción a una historia "real" y a su correspondiente documentación
se prolonga en esos extraños y extensos libros que son —después
del inicial Chacón (1967)— La novela de Galvarino y Elena
(1995) y Los sueños del pintor (2005). La primera recoge "tal
cual" la vida y testimonio de una pareja de modestos militantes comunistas
del siglo XX; la segunda se atiene a la excéntrica vida, obra y sueños
del pintor Julio Escámez. Confieso que, reconociendo su alto interés
humano, siento aquí a Varas un tanto cautivo del dato documental, que resulta
a la vez inspiración y traba para su libertad creadora: la hibridación
no está del todo resuelta, como lo está, por ejemplo, en obras análogas
de García Márquez y, sobre todo, de Truman Capote.
Huerqueo
cosmopolita
En cambio, ficción narrativa a secas es su memorable
novela El correo de Bagdad (1994). En la mejor tradición del tópico
"chilenos en el extranjero", y tan chilenísima como cosmopolita,
esta obra se presenta como un legajo de cartas, fechadas entre 1966 y 1962 en
Checoslovaquia, y que un periodista encuentra por azar y lee en el Santiago de
1973. Se recurre, pues, a una doble convención narrativa: la del relato
epistolar —a dos voces— y la del texto "encontrado" por el narrador.
El protagonista es un pintor mapuche, el Huerqueo, que busca su identidad artística
en el Medio Oriente, y cuya conciencia está sujeta a toda clase de conflictos,
porque su sangre, su nacionalidad, su arte y sus ideas políticas tiran
cada una por su lado. Hay tragedia en esta especie de diario de vida del Huerqueo,
pero también hay un humor criollo de muy buena ley, que desdramatiza la
tensión y divierte no poco al lector.
Pero, a la postre, lo mejor
de Varas, su cumbre literaria, lo más perdurable de su obra, está
en sus cuentos, que van desde la extensión mínima a la nouvelle.
Al menos seis libros de estos relatos, escritos a lo largo de medio siglo, se
contienen en su monumental Cuentos completos (2001): obra desigual, como
era previsible, pero que incluye aciertos tan altos —de antología— como
"El ojo de la papa", "Exclusivo", "La dama del balcón",
"Un señor oficial", "El poeta", "Con el pie izquierdo"
o "Audición Bellavista", por citar sólo unos pocos.
Por
estos cuentos desfila una larga serie de vidas mínimas, una cuasi picaresca
de los barrios, las oficinas, las escuelas, los bajos fondos, los medios de comunicación,
la pseudointelectualidad, el comercio, las minas: toda una tipología nacional.
Hay miseria, hay grandeza, hay comicidad en estos pequeños seres humanísimos,
que Varas moviliza entre la tragedia y el humor. Al cabo, una intensa ternura
por la condición humana los redime: lo más triste sonríe
entre líneas con la velada humanidad del autor. Porque así, entre
líneas, sentimos su mirada amable y comprensiva, capaz de hacer brotar
comicidad hasta de lo que parece más sórdido. Después de
todo, el suave pero intenso humor sin ironía —o al menos sin sarcasmo—
es una creación de alta calidad, un bien escaso en literatura.
El
sabor de vida que poseen personajes y sucesos, la fuerte impresión de realidad
que produce, su feliz amenidad, y todo ello en el estilo sencillo e invisible
de esta prosa, elevan a Varas muy alto en el horizonte de nuestra narrativa actual.