Hace muchos años, conversando una tarde con mapuches de la reducción Roble Huacho, cerca de Temuco, me di cuenta que todos o casi todos los presentes tenían parientes, incluso familiares cercanos, en Argentina, y que para ellos la frontera resultaba menos que simbólica, impalpable, como que la atravesaban en uno y otro sentido cada vez que era necesario, sin preocuparse mucho de papeles. Todos se declaraban chilenos pero de su manera de hablar se desprendía la visión de un territorio continuo a través de los dos países, sin más separación que la geográfica, y de un sentido esencial de pertenencia a la nación mapuche, por cierto más antigua que estas repúblicas.
En su Historia del pueblo mapuche, José Bengoa registra esta realidad y revela aspectos desconocidos de ella. Por ejemplo:
“Las pampas atraían y fascinaban a las agrupaciones del lado chileno: era el lugar de fácil enriquecimiento, de grandes proezas militares donde los hombres se cubrían de honores y glorias. Se podría sostener que durante el siglo XVIII y XIX, el viaje a la pampa se transformó en una especie de ritual de iniciación de los jóvenes guerreros; una estadía lejos de la familia, que formaba, daba experiencia, endurecía en las guerras y malocas y permitía regresar transformado en un hombre adulto”. Bengoa adelanta la hipótesis de que en Curamalal se realizaban ritos de iniciación guerrera. Al respecto cita un relato registrado por Rodolfo Lenz en 1896: “Cerca de Curamalal en la Argentina hay, según dicen los indios, una cueva que está bajo la protección de seres sobrenaturales; parece que allá se puede alcanzar el don de ser invulnerable”.
Bengoa hace notar la necesidad de investigar y profundizar en la evidente coordinación militar que se produjo entre los ejércitos chileno y argentino, a partir de 1879 u 80. La guerra de exterminio contra los mapuches de las pampas coincide casi exactamente con la “Pacificación” de la Araucanía. ¿Algo así como la “Operación Cóndor”?
Leyendo al autor chileno y al cronista argentino Estanislao Zeballos (autor, entre otras obras, de “Viaje al país de los araucanos” y “Callvucurá –Painé– Relmu”) sobresale la figura de Calfucura (Calfucurá en el lado argentino), cuyo nombre, con diferentes grafías, significa en mapudungun, Piedra Azul.
Venía de la Araucanía, unos dicen que del Llaima, otros que de Collico. Aplastó sin contemplaciones a los caciques boroganos (de Boroa), que habían llegado a un entendimiento con el gobierno de Buenos Aires y dominaban una parte de la pampa. Al prestigio militar que le dieron ésta y otras acciones audaces, malones a pueblos argentinos, enfrentamientos victoriosos con tropas del ejército, se sumó su habilidad diplomática. Pronto surgió entre los mapuches de ambos lados de la Cordillera la leyenda de que tenía poderes mágicos.
Calfucura era como un dios;
cuando hacía Nguillatún
todos tenían que darle lo que él pedía.
En los malones
–cuando se veía urgido–
él pedía una lluvia o un viento
que levantaba las piedras
y los huinca tenían que volverse.
A lo mejor tenía un Pichi-Pillán.
Era una piedra en forma de persona,
ese es el que le daba la fuerza
para ir a la guerra.
(Relato de José Carril Pircunche, de Cajón, cerca de Temuco. Obra citada, pág. 107).
Durante más de 40 años, Calfucura y sus descendientes (la dinastía de los Piedra) impusieron su dominio sobre vastos territorios de las pampas argentinas. Este hombre parecía actuar conforme a un plan político visionario, al servicio de su pueblo, aunque ningún documento lo indica. Más bien se deduce de la secuencia de sus acciones: creó una Confederación Indígena unificando por la persuasión o la fuerza las voluntades de decenas de caciques y multitud de tribus dispersas y estableció una capital y un gobierno en Salinas Grandes, lugar de gran valor económico y estratégico, porque significaba el control de la extracción y el comercio de la sal, elemento vital para el procesamiento de cueros y carne. Creó su propio sello, que usaba en su correspondencia y documentos oficiales y fue, de hecho, el fundador de un Estado mapuche en el interior del Estado argentino, que duró casi medio siglo. A través de maniobras diplomáticas astutas, combinadas con acciones militares de gran audacia y eficiencia, en las que derrotó varias veces a las unidades del ejército, supo sacar ventajas, apoyando a veces a unos, a veces a otros, de las luchas intestinas entre la capital y las provincias, entre federales y unitarios y entre diversas facciones políticas y militares, que caracterizaron la historia del país vecino durante gran parte del siglo XIX.
Para la consolidación de su poder, fue decisivo el pacto de paz que firmó en los años 40, con el gobierno de Buenos Aires, encabezado por el caudillo Juan Manuel de Rosas. Este se comprometió a entregarle anualmenrte una “ración”, consistente en 1.500 yeguas, 500 vacas, bebidas, ropas, yerba, azúcar y tabaco.
El gran proyecto de Calfucura fue finalmente derrotado. Pero su nombre aun es recordado por los mapuche de las dos bandas:
Esto costó muchas peleas,
se terminaron muchos hermanos,
de mi familia también murieron
pero no sé cuántos serían.
Calfucura llevó a mis bisabuelos a la Argentina.
Allá iban a pelear,
así de a poquito los huincas los fueron arrinconando.
...
Se peleó muy duro por la tierra;
antes éramos todos emparentados
de este lado y del otro de la cordillera.
(Del relato de José Carril Pircunche, op. cit., pág. 108)
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Noticia de Calfucura
Por José Miguel Varas
Publicado en revista Rocinante. N°29, marzo de 2001