La vuelta por américa en una sola palabra
(Humedales de Javier Norambuena)
Por Guadalupe Santa Cruz
De inmediato Humedales da lugar: se alza un paisaje en los ojos, abiertos o cerrados, ocurre un paisaje. Una estancia, tal vez, o el cuadro de una estancia, un momento habitado –“tiembla el tiempo en el lugar”–, una visión irrepetible que la escritura ocupa y recorre, no se sabe si calzando el ritmo que secreta, líquida, la imagen, o si es la palabra que produce este viaje alucinado y levanta un lugar. Es una pieza y la intemperie, “ciudadela de una pieza”, es hotel y no es hotel, sino bolso, maleta, un “cielo de grúas”, pero grúas que “abren el camino al hotel”, un cuadrado que es hotel américa, cuatro paredes, “cuatro puntas con la sábana”. Hotel y continente, el fragor del continente en una pieza que rebalsa, un adentro y afuera simultáneo: heterotopía realizada, sensitiva, en la coincidencia de distintos planos aparentemente dispares, inconexos, opuestos. Estancia heterotópica, entonces, tal vez extática, pero cuya magnífica y paralela posibilidad e imposibilidad, cuyo inexacto e inaprensible fulgor se ubica en el viaje que está llevando a cabo y que es la vuelta por américa en una sola palabra.
En esta palabra: américa, nombre convertido en palabra, o reapropiado en tanto tal, o palabra antes del nombre, en su latencia múltiple, hotel antes que nada, hospedaje, pero hospedaje singular y acotado, lugar de paso, hito de una travesía que lo convierte en eso mismo, mero hito, en este lugar limitado, o en el cerco de este lugar, aparece América, una hipótesis poética. “Todo nombre será lejos”. Si Patricio Marchant reconoce en el nombre la deuda de un préstamo, “el otro su nombre, que me presta, para que yo sea y él sea, contrato. Contrato por el cual, por ejemplo, mi ternura se apoya, se limita, a un nombre; –limitándose, esa ternura, así como nombre, no me ahoga, desolación. Desahogado en un nombre (...)”, Humedales contraviene este contrato y desplaza el “desahogo”, la libertad, en el diferimiento –no la negación– del nombre, en el merodeo por sus lindes: “la cornisa dice el nombre por la orilla”. En pronunciarlo en minúscula y clavarlo en un sitio donde otros nombres son posibles: “hotel américa es tu pieza, hay un tiempo en cada nombre que transita en el espacio, es sueño indeterminado, el nombre del hotel, de la pieza, un lápiz rojo arranca vistas de los libros y las páginas hotel y tu boca américa y es el tránsito indeterminado, los finales son labios adormecidos, es tu pieza.”
Manteniendo a distancia el nombre, permaneciendo en la palabra, con su antes y después, sobra espacio, hay espacio de sobra, hay. “Hay los trenes, hay el humo, hay un ángel, hay un circo, “hay un día hotel américa”: verbo local, verbo continental: hay, no hay. Que se declina suave y dramáticamente, a diario –las listas escritas con tiza en pizarras de almacenes y emporios, en menús de poca monta (hay, pero no queda; de que hay, hay; pero no hay), en la lengua callejera–, y a lo largo de la historia, cambiando el predicado pero sin nunca abandonar el verbo elemental, haber.
Es la movilidad, desde, hacia y en un hotel américa que hace comparecer esta profusión de lugar (¿es profuso un lugar o se trata nuevamente de un lugar extático?), es un autobús, el “tránsito del bus”, “autobus que se dispara”, que lleva a este espacio material y transportado, “autobús ¨(que) se dispara en fuga, es lo prófugo”, prolongado luego en un caballo –“la habitación tiene caballo”, “el caballo alucinado da cuerda”–, un vehículo que transporta pero a la vez cruza la escena, hace parte del mismo cuadro, no sigue una secuencia temporal, puesto que todo sucede no al mismo tiempo sino en un mismo tiempo.
Pero ¿qué es humedales? ¿Acaso una palabra que se torna aquí nombre? Humedad de las humedades, el humedal lo es en zona árida, no agua que corre ni agua estancada, brota –para felicidad del yermo– y forma mancha verde donde confluyen animales y pájaros del desierto. Paraje nortino alucinado por sí mismo, zona de alturas, retirada. Sí, para hacerse de esta vista, “ojos yuxtapuestos”. Tal vez esta humedad sin fuente precisa, que mana sin movimiento ni ruido, que da cita a la sed y al aleteo, sea lo que liga plásticamente las visiones, los cuadros que suceden y se suceden en “cuadrado hotel américa”: “una sábana que abraza un trozo de taxi”, una mancha de la sábana o la “ventana taquicardia”. Tal vez los humedales convertidos en nombre, en nombre propio de esta escritura, pueden alojar la escritura. Es en ellos, en nombre de ellos, que tiene lugar el reenvío de las “cartas puestas a la orilla de la boca” hacia unas “líneas en la orilla de la boca”, la “mano automática” en “mano alucinada que escribe líneas”. Porque es la escritura que brota –“lengua en líquido”– y agita el cuaderno donde letra, cuerpo y lugar –“la sábana pegada a las vocales”– son confundidos. Es la escritura que se lanza en líneas, “grúas en antena” y antenas que “se prenden”, y son estas líneas, “líneas de siluetas” también, que gozan la “morfología de la luz invertebrada del vientre” porque su cuaderno hace, de ahora en más, de armazón, de columna vertebrada.
Prolongando el ademán de “Útil de cuerpo”, Javier Norambuena amalgama un cuerpo hecho de escritura, desdoblado en su visión –“una habla, otra mira”–, pero, esta vez, no a pedazos ni frente a figuras literarias míticas –edipo, yocasta, en minúsculas–, sino en la noche como “país de la carne” y en los mitos florecidos de “la noche (que) se escribe dentro mío”. El cuerpo es, ya, lugar (de las paredes “una habla, otra mira”). Y de la noche, el agua. Humedal: “la lengua se diluye entre su leche”.
Si en “Útil de cuerpo” la mano, para escribir, debe sortear figuras portentosas en su camino, portentosas porque primarias, aquí la infancia –tema que le es caro a Javier Norambuena–, la “infancia a pedazos” habita ya en varias piezas, o, al menos, en más de una: “la habitación tiene caballo, cabeza en otra parte (...) la infancia se hospeda como caballo armando una dureza (...) el caballo repite su cabeza”. “Humedales” revisita esta infancia posada ahora sobre otras fundaciones, que pueden erguirse y caer, trastocarse, mutar. El duelo por una puerta que estuvo abierta en la noche se resume en la reaparición de “una pared con puerta iluminada”. Los muebles (literalmente: muebles) y elementos arquitectónicos son movidos por una fuerza ajena –“los sillones del suelo se alzan”–, a ratos amenazan –“se ventila la ventana en su rectángulo” “el rectángulo aparece con alerta”–, pero la intimidación geométrica es desviada hacia otro mueble, “un cajón lleno de papeles aparece en la mesa”. No sólo esta infancia ha sido –¿ya?– naufragio, tanatorio, rondas y jugarreta; se halla, ya, puesta en la palabra sin origen: “las vocales han bordado cada boca sin familia”.
Escribe Eugénie Lemoine-Luccioni: “El libro sierra el Árbol de la generación (...) El libro mata tanto al padre como al hijo y hace de la madre su lecho (...) Cuando al final, ya no es ni hijo ni padre, ni hombre, ni mujer, puede decirse que el autor entero ha advenido dentro de su libro”. “Humedales” escribe la visión, ya no sólo heterotópica, sino pictórica, cubista, tridimensional, que pinta un cuerpo desprendido, con “ese pincel” visto “entre tu casa y la bandera”.
Al modo de Beckett, el amasijo del cuerpo con un lugar ha abierto una visión tan extática como tangible, pero la noche, aquí, esta noche que “se disloca (...) en su materia” habita la palabra américa, la viaja en una extensión que no es aquella de la naturaleza soñada, aquel “vasto territorio salvaje” que indica Ángel Rama para los conquistadores ante este continente. Se trata de una anchura que abarca desbordándose a sí misma en el cuerpo y en el lugar: “procesión que va por fuera de las calles”. Es una extensión que habita la pieza de hotel américa, aquella “estación del habla”, una extensión que lanzan las líneas de las letras, hacia las líneas de las cornisas, de las antenas y las grúas, del vuelo y revoloteo de los pájaros, hacia la horizontalidad del nombre: “humedales”. Es esa vastedad, la de un tiempo extenso, en que cabe la infancia y el tanatorio, ese tiempo de más, que se lee como hay tiempo, hay lugar en este verbo americano.