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LA ENFERMEDAD CRONICA DE LOS POETAS
Por Jonnathan Opazo Hernandez
Texto leído en el lanzamiento de la revista Medio Rural, en el marco del 3er Congreso de Pueblos Abandonados.
Talca, septiembre de 2019.
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Primero quiero disculparme por este breve y poco sistemático atentado a vuestra paciencia. Ya que estamos en una feria del libro, les sugiero caminar a través de la carpa y detenerse sí y solo sí hay alguna idea, alguna hilacha de pensamiento, que crean que merezca la pena ser escuchada. Caminen, como caminados fueron estos pensamientos antes de la patudez de transformarse en un texto impreso.
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A veces me pongo a pensar en cómo me sentiría, en mi calidad de escribidor de versos, si un día un chileno residente en el extranjero asegurara, sin remilgos y con una mueca de desprecio, que el mejor poeta de su generación es un cronista. ¿Y a este quién le echó ficha?, pensaría. Como buen ciudadano de este tiempo neurótico, iría a Facebook o Tuíter y escribiría: ¿Quién cresta le echó ficha a fulano de tal?
Bolaño, que hablaba siempre con el puñal aliñado en la mano, dijo alguna vez: Lemebel es el mejor poeta de mi generación. Zurita dijo que Bolaño, como Cortázar, estaba muy lejos de ser un buen poeta. Bolaño y Lemebel están muertos. Zurita está vivo y de vez en cuando es noticia, entre otras cosas, por agarrarse a chuchadas en Facebook.
Tarea para la casa: armar un libro con los mejores y más infames pleitos de La Poesía Chilena que de vez en cuando se toman las redes sociales.
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Históricamente, los poetas chilenos han tenido una inclinación hacia la crónica. La crónica –esto lo dice Lemebel, el mejor poeta de la generación de Roberto Bolaño Avalos— se caracteriza por su hibridez. La crónica, pienso, es una especie de imbunche. Algo de esto viene de nuestro Cristo de la Crónica: Joaquín Edwards Bello. La crónica, apuesto, es un collage irresponsable donde se mezcla la autobiografía, la pedantería –que a los poetas les sobra—, el apunte de lectura, la anécdota jocosa, el desplante lírico, la metáfora rebuscada, el name-dropping, la melancolía zalamera, la observación aguda, la necesidad de mostrarse más inteligente que el periodista promedio, la propensión a la opinología.
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Una apuesta: ante la precariedad que caracteriza a la poesía –¿quién chucha vive de esto?, me pregunto y me respondo en secreto, haciéndome cariño, consolándome con respuesta inmisericordes—, la crónica aparece como una especie de llamado de atención: “los poetas también somos gente seria”, “los poetas también podemos escribir prosa”, “¡los poetas tenemos cosas que decir, ¡y vaya cosas!”. Puede que alguien, con la malicia típica que caracteriza a los enanos que habitamos este país-acantilado, diga alguna vez: como poeta es un excelente cronista. O viceversa: como cronista es un excelente cometedor de versos.
Ante la precariedad, yendo a lo concreto, la escritura en prensa aparece como un subterfugio para pagar cuentas, drogas, cerveza, ropa o libros. Aparece, también, como un modo de ajustar cuentas o sugerir entradas a la poesía misma: sirva a guisa de ejemplo las crónicas de Carrasco sobre poetas norteamericanos como Denise Levertov o Charles Olson, presentes en “A mano alzada”, editado por Cuarto Propio hace algunos años.
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¿Por qué esta enfermedad crónica? Pienso, cómo no, en Carlos Pezoa Veliz, poeta, cronista y, además, enfermo crónico. ¿Han leído las prosas de Pezoa Véliz? ¿Han leído “El candor de los chilenos”? ¿Han leído “El niño diablo”? ¿Han leído, les pregunto en serio y con énfasis, sus agudísimas y lúcidas observaciones sobre la sociedad de su tiempo?
A veces pienso –y que me perdone Pezoa Véliz que ahora flota en el éter— que sus crónicas envejecieron mejor que su poesía. Y maldigo al tiempo que hace envejecer las cosas. Pero los invito a leerlas: lo van a gozar. “Y se divertirán”, como rezaba el eslogan de un programa antiguo.
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Los poetas chilenos, entonces, han tendido con un entusiasmo que no entiendo el todo, a la escritura de crónicas. Han escrito más cosas, por supuesto: algunos se pasaron a la novela, a los cuentos, algunos han incursionado en el cine, otros como guionistas de televisión. Más de alguno incursionó, dios me guarde, en la música. Perdón, José Tomás. Es broma. Tu banda era buena. De verdad.
¿Pero por qué la crónica?
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Fueron cronistas también Daniel de la Vega, Teófilo Cid, Jorge Teillier. De Mahfud Massís, que como Walter Benjamin incursionó en la crónica radial, se dijo que sus crónicas eran radicalmente distintas a su poesía: afables, sin la sobrecarga de bilis negra que caracterizaba a los versos del yerno de Pablo de Rokha. Leamos, sin ir más lejos, esto que escribe sobre el desgraciado arte de colocar nombres a un vástago y cagarle la vida: “El padre, que se siente dueño de la criatura, propone algunos nombres ridículos que son rechazados por abrumadora mayoría. Al fin, con titubeante narcicismo, trata de imponer el suyo propio. Esta última proposición desata homéricas carcajadas. –¿Por qué no llamarlo Abednego? –asoma temeroso el futuro padrino. Es un bello nombre. Un perezoso mental insinúa el santo del día. Pero el santo del día se llama Hortalizo… La criatura no consigue fijar en su retina la imagen de sus verdugos…”
Y esta enfermedad sigue creciendo: ahí están las crónicas de Juan Carreño, las crónicas de Germán Carrasco, las crónicas de Leonardo Sanhueza. Las crónicas de Roberto Merino. Las crónicas de Alejandro Zambra y las de Roberto Bolaño, que no son tan interesantes como sus novelas o sus cuentos. Las crónicas de Felipe Cussen, publicadas en PDF y con un nombre honesto: OPINOLOGÍA. Y pasándome un par de kilómetros hacia el este, las crónicas de Fabián Casas: todo lo que se pudre forma un Fabián Casas. No, es broma. Me gustan mucho las crónicas de Fabián Casas.
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También están las crónicas de Gaete –Cristóbal Gaete que estás en el Puerto, Santificado sea tu nombre—que no es poeta, pero podríamos leer su “Motel Ciudad Negra” como un gran poema en prosa. Mejórate, Cristóbal.
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¿Quiénes son los responsables de que esta enfermedad siga creciendo? No lo tengo claro. Pero ya que estamos en esta, diría que las personas que me acompañan en esta mesa son, en parte, responsables de crear un ecosistema adecuado para la invocación de esta bacteria que se apodera de los poetas y los pone a escribir crónicas que a ratos parecen ensayos, reseñas laterales, voladeros de luces, esperpentos del demonio, ajustes de cuentas, pésimos recuentos de lecturas, intentos nefastos de armar un canon, defensa de sus amigos cancelados, historial de sus arriesgados viajes hacia la montaña, obituarios tristes. Crónicas, en fin, como imbunches que yo, y capaz que ustedes también, leo con el placer de quien se toma un vaso de cerveza y dice: no, uno no más y me voy para la casa.
Y de pronto está borracho hablando estupideces o especulando rizomáticamente en torno a estas cosas. Como yo, en estos momentos.
Gracias.