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La parábola del sembrador (2019), de Octavia E. Butler (1947-2006)
Traducción de Virginia Gutiérrez / Ediciones Overol 368 páginas

Por Jonnathan Opazo Hernandez



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En el prólogo de Visiones peligrosas, la antología de ciencia ficción hecha por Harlan Ellison en los sesenta, Isaac Asimov escribe lo siguiente: «Hace treinta años, cuando empecé a escribir ciencia ficción (yo era muy joven por aquel entonces), la colonización de la Luna era estrictamente un tema para las revistas pulp con llamativas portadas. Era literatura no-me-digas-que-me-crea-todas-esas-tonterías. Sobre todo ¡era literatura escapista! (…) Pero hoy uno puede colonizar la Luna dentro de las serias páginas grises del New York Times; y no como un argumento de ciencia ficción, en absoluto, sino como un sobrio análisis de una situación completamente real».

Algo similar ocurre con la lectura de Parábola del sembrador. Para los que nos enfrentamos al texto en el transcurso del 2020, el futuro distópico que Butler imaginó a principios de los 90 es escabrosamente parecido al futuro real proyectado de aquí al 2050: migraciones a causa del cambio climático, agudización de fenómenos como el derretimiento de los polos y un aumento progresivo de la temperatura durante los veranos, crisis sociales todavía más profundas que las que nos ha tocado presenciar y un perfeccionamiento de las tecnologías de vigilancia a la altura de las peores pesadillas de Foucault.

La novela está narrada a partir de la voz de Lauren Oya Olamina, una especie de Simone Weil afrofuturista que anota en sus diarios el paso de los días del año 2024 en un pequeño caserío del sur de California. Hija adoptiva de un pastor bautista y una madre latina, Lauren narra en primera persona sus inquietudes religiosas, el shock del futuro y los gajes de la hiperempatía, un trastorno cognitivo que la hace padecer en carne propia los dolores y placeres ajenos.

A medio paso entre la novela de aventuras y un bildungsroman scifi, Parábola del sembrador funciona como una prognosis terrible de un futuro perfectamente posible. En la comunidad donde Lauren vive, los adultos están encargados de mantener la vigilancia del pequeño espacio que los acoge. Más allá de las fonolas y latas de zinc que los resguardan, vagabundos y okupas se sacan los ojos en los gajes de la sobrevivencia. A esa masacre se suma una droga que transforma a sus consumidores en pirómanos compulsivos que encuentran en la contemplación de un incendio la pornografía perfecta. Además, el agua escasea y grandes extensiones de tierra han perdido por completo su fertilidad.

Butler se adelanta por más de una década a The road de Cormac McCarthy, novela con la que podríamos establecer varios paralelos. Sin embargo, donde McCarthy elabora un relato pesimista del porvenir, Butler ve una posibilidad de pensar ese futuro para transformarlo, agregándole cierto espesor sociológico. Lauren sabe que tiene que sobrevivir de alguna forma y pone todas sus fichas en función de ese futuro posible: lee libros de botánica y construcción de cabañas, además de revisitar los evangelios en clave futurológica. A pesar de que las posibilidades de morir descuartizada en medio de una casa en ruinas son altas, baraja las posibilidades que tiene de hacer algo en medio de esa catástrofe.

Junto con la historia, asistimos al despertar religioso de la protagonista. Mientras el mundo se viene abajo, Laureen piensa que, si Dios existe, tiene que adaptarse a este panorama que siembra la tierra de nómades como el antiguo pueblo de Israel. El capitalismo parece repartir castigos mucho más crueles y efectivos que el Yahvé del Antiguo Testamento. En esa tierra de nadie, Laureen ensaya una salida: partir un evangelio de cero. O algo así. Se llama Semilla Terrestre: Los libros de los vivos. A la manera de breves poemas, Laureen escribe:

1

Todo lo que tocas
lo Cambias

Todo lo que Cambias
Te Cambia

La única verdad duradera
Es el Cambio

Dios
Es Cambio"

Cuando su pequeño caserío colapsa por el ataque de unos intrusos que saquean las casas y asesinan a sus vecinos, arrojada a la carretera, Laureen sabe que la única forma de sobrevivir es empezar de nuevo. Formar una comunidad basada en la agricultura y vivir con lo mínimo. Hacer de tripas, corazón y algo más. A medida que ella y su comunidad de eremitas camina en busca de un lugar seguro, Laureen comienza a convencerlos de que adscriban a su religión sui generis. A pesar de que sus pares la miran como una completa chiflada, suerte de Greta Thunberg mezclada con Alice Coltrane, le creen y la siguen.

A pesar de que la novela formalmente es absolutamente convencional en sus procedimientos, vale la pena leerla en el marco de las ficciones que se arriesgan a pensar las imágenes por-venir. Butler se sirve del género y dibuja los mapas deformados de un modo de organizar la sociedad que tiende constantemente a la autodestrucción o la sobrevivencia de la economía a partir de la ecuación del trabajo asalariado o, como en la novela, a un revivival ciborg de la esclavitud.

Una última cosa: el trabajo de Virginia Gutiérrez con el trasvasije de la historia al castellano chileno es interesante, puesto que de otro modo tendríamos una versión llena de mogollones, hostias y crismas rotas. A pesar de que a ratos los giros lingüísticos vernáculos parecen absolutamente fuera de lugar («Tienen mal olor y si son bastante antiguos, hay gusanos. ¿Pero qué tanta huevada?», dice Laureen en la traducción de Overol. Este reseñista se sintió algo descolocado al momento de leer esa línea y decidió que valía la pena consignarlo en este texto, aunque nadie lo lea), es un riesgo necesario para una época que, para bien de los hablantes, ha conciliado sus neurosis con el hecho de que la lengua sea una cuestión viva y mutante.



 

 

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La parábola del sembrador (2019), de Octavia E. Butler (1947-2006)
Traducción de Virginia Gutiérrez / Ediciones Overol 368 páginas
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