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La viga maestra o el archipiélago de la poesía chilena
«La viga maestra. Conversaciones con poetas chilenos 1973-1989», de José Tomás Labarthe y Cristián Rau.
UDP, 2019

Por Jonnathan Opazo Hernández
Publicado en Culto de La Tercera. 7 de Enero de 2020



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En la nota que inaugura el texto, los autores nos advierten que el libro que tenemos en nuestras manos es la primera parte de una trilogía “que rastrea el arco de la literatura chilena desde el año 1973 al 2013”. El corte no es accidental y en plena crisis política se vuelve doblemente relevante: como dos detectives buscando las pistas de un crimen imposible, Labarthe y Rau elaboran un diagrama de las escrituras del Chile neoliberal.

En el caso de La viga maestra, el territorio delimitado es el de la poesía chilena escrita entre 1973 y 1989. Territorio difícil, atravesado por la experiencia de la dictadura militar y todo lo que eso implicó: exilio, clandestinidad, convivencia con el horror y el fracaso del proyecto colectivo de la Unidad Popular.

Por otro lado, mutación radical de un país pequeño y provinciano (“a los chilenos no les gustaba que hubiera una adolescente que escribiera una poesía radical, nunca vista en español, una poesía abiertamente erótica y de rebelión”, dice Cecilia Vicuña), surgimiento de movimientos como el CADA y sus intervenciones en el espacio público, o la presencia gravitante de escrituras como la de Enrique Lihn o Juan Luis Martínez. Entre otros muchos factores que escapan las intenciones de esta reseña, por cierto.

El abanico de obras es amplio y permite ver la convivencia de distintos proyectos estéticos que operan como pequeñas islas de un enorme archipiélago. En ese archipiélago, qué duda cabe, hay pequeñas islitas con casas de madera y otras blindadas con pretensiones de transformarse en un transatlántico. Pasa, por ejemplo, con Zurita y su interés en las Grandes Obras que asemeja la descripción de una selva: “Las obras potentes tragan a obras menos potentes, las incorporan, las succionan como los hoyos negros. Obras como la parte buena de Neruda, hasta Canto general, o como el Parra más potente succionan miles de otras cosas que se parecen, que están orbitando”.

A esa lectura, que parece funcionar como una especie de taxonomía de ganadores y perdedores, podríamos contraponer la de Maquieira cuando dice que “el poeta nunca debe dar nada por sentado. No debe buscar permanecer, perdurar. Hay que pensar la poesía como una travesía. Estar más en el espíritu de Marco Polo, de Hernando de Magallanes. Y quizá lo que tú tienes para dar no es más que una travesía entre Algarrobo y el Quisco. Y eso puede ser una belleza”.

Lejos de esos templos y zonas sagradas, las voces de Thomas Harris (el Malcolm Lowry de Chiguayante), Carmen Berenguer, Mauricio Redolés, Elvira Hernández y José Ángel Cuevas dan cuenta de una escritura situada que flirtea con el oficio del cronista, radiografiando el ánimo de las ciudades chilenas en dictadura: “Nosotros nos reuníamos en la SECH”, dice Carmen Berenguer, “ahí estaba Sánchez Latorre que nos acogió y ahí comenzaron a organizarse las marchas del año 83. Ese año hay una ascensión de la lucha. Nosotros éramos conscientes que éramos luchadores. Nuestra lucha, como escritores, era por la libertad de expresión”.

Ese vínculo entre poesía y política, con mayor o menos presencia en los 14 autores, es quizá uno de los grandes temas que atraviesa el conjunto de entrevistas. La necesidad de camuflarse, sorteando de ese modo el ojo inquisitivo del gobierno militar, explica obras clave de la época como La bandera de Chile de Elvira Hernández o Aguas servidas de Carlos Cociña: “En el caso de Aguas servidas yo no podía nombrar sino que soslayar a partir de la construcción de un espacio en que el horror emergiera. Yo lo escribí tratando de contar qué pasaba en el caso de la muerte por tortura. Y para eso lo que hice fue ver qué pasaba para que la muerte ocurriera. Entonces lo escribí con el libro de anatomía de mi hermano que estudiaba medicina para que ver qué pasaba cuando se quebraban los huesos”.

Pero otra parte, mucho más cerca de la propia trayectoria vital de los autores, está la militancia política en el Chile de Pinochet. “Cuando milité el año 76 el Partido Comunista estaba completamente infiltrado. El año 78 cuando capté que eso era un sacrificio en vano me largué, tuve ese privilegio de no ser carne de cañón”, dice Bruno Vidal, probablemente el más grotescamente cómico de los entrevistados. “En época de Dictadura no podíamos conversar porque era sospechoso. Si yo iba a la casa del lado podía estar conspirando. Si yo caminaba y me encontraba con alguien en la esquina podía estar haciendo un contacto político”, cuenta Elvira Hernández.

Esa experiencia militante y sus circuitos clandestinos definen también el modo en que estas obras existieron y se movieron en el momento en que fueron publicadas.

Las conversaciones dan espacio también para desmontar mitos o delatar ciertos vicios propios de los grupillos y grupetes de la época. Como esto que cuenta Cecilia Vicuña sobre Enrique Lihn: “Si el machismo ahora es potente, no se imaginan cómo era en los sesenta. Yo fui alumna de Enrique Lihn dos veces. La segunda vez fue en Nueva York, él llegó a dictar un taller de poesía entre el 80 y el 83, más o menos. […] Cuando llegó el turno de que Cecilia leyera sus poemas en el taller, Enrique se molestó espantosamente. Y dijo: “pero tú escribes como un hombre”. ¿Por qué? Porque yo hablaba de las tetas”.

Algo similar ocurre con la figura del cura Valente, el crítico oficial de la Dictadura y barómetro muchas veces estrecho para reconocer obras que posteriormente se volverían claves. Cuenta Soledad Fariña: “A lo más el cura Valente designaba o echaba para abajo, él era el único crítico literario. Proclamó a Zurita y tiró para abajo a Juan Luis [Martínez]. Ahí eligió. Pero Valente anduvo arrepintiéndose. Después habló cosas mejores. En ese momento él decía que en esa obra no estaba el ser humano y en cambo en la de Zurita sí” (sic).

El modo en que las obras circulan no está exento de una serie de relaciones de poder, posicionamientos, relaciones públicas o sesgos de época que empiezan a caer con el tiempo y la suspicacia de los lectores futuros. Esas costuras aparecen en las conversaciones y permiten descentrar los intentos de visibilizar ciertas obras en desmedro de otras. Thomas Harris, por ejemplo, habla de la poca visibilidad de que tuvo, en su momento, la obra de autoras como Verónica Zondek y Elvira Hernández o autores provincianos como Clemente Riedemann y Egor Mardones.

Ese es, también, el trabajo detectivesco de los entrevistadores: unir cabos sueltos, triangular opiniones, contrapreguntar. Hay un hilo que atraviesa todas las entrevistas que le da cierta narrativa, transformando el libro en algo más que un mero recopilatorio de conversaciones. Esto lo transforma, pienso, en documento útil para los arqueólogos de ese archipiélago extraño y múltiple que es la poesía chilena.



 

 

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