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Carlos Fuentes y la crítica de las fronteras

Por Julio Ortega(1)
Publicado en Anales de Literatura Hispanoamericana N°46. 2017



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Resumen.
La exploración de las fronteras es en la obra de Carlos Fuentes una representación (una cicatriz, dijo él) de la historia política y social que separa a México y Estados Unidos, pero es también una metáfora de los espacios modernos que se reorganizan en su ficción como un mapa alterno que disputa el orden político y cuestiona el desorden social.

Palabras clave: frontera; espacios; geotextualidad; fundaciones nacionales; Carlos Fuentes.

[en]Carlos Fuentes and the Critique of Boundaries

Abstract.
The exploration of boundaries is in the work of Carlos Fuentes a representation (a scar, according to the author) of the political and social history that separates Mexico from the United States, but it is also a metaphor for the modern spaces that are reorganized in his fiction as an alternative map that challenges the political order and questions the social disorder.

Keywords: boundary; spaces; geotextuality; national foundations; Carlos Fuentes.

 

Escribir sobre Carlos Fuentes es el ensayo de un evento. Primero, porque uno prolonga la relectura y, a menudo, entiende que su papel está previsto por la novela, que sigue escribiéndose al retomarla. Y segundo, porque uno cree descubrir las formaciones y resonancias de estas novelas, que se superponen, haciendo de la lectura una arqueología no del archivo de donde vienen sino del territorio de incertidumbre que propician, donde un paisaje nuevo se constituye. El lector comprueba umbrales que se desdoblan, límites que se rehacen, espacios que se abren a nuevos lugares. Yo vengo escribiendo un libro sobre Fuentes desde hace ya demasiados años. Me había propuesto escribir un capítulo sobre cada libro, pero como Fuentes publicaba un libro por año, temí que nunca iba a acabar. Le dije: “No acabaré este libro si sigues publicando novelas”; y respondió él: “Haré lo posible para que no lo termines.” Fue un escritor que prolongó nuestro lugar en el presente.

Compartiré con ustedes algunas observaciones sobre la relación de la obra de Fuentes con la noción, la práctica, y la tesis de la frontera. La noción de frontera es constitutiva del pensamiento sobre América Latina, de su historia cultural y de la configuración política de su identidad. Pero en la obra de Fuentes es, además, una conceptualización del territorio latinoamericano en proceso de diseñarse entre el Estado y la sociedad civil. En verdad, Fuentes ensayó la poética de la novela como un texto que no acaba nunca y que se rehace, incompletable y proteico. Uno de sus grandes dilemas fue encontrar una formulación que cristalizara lo mucho que quería decir, lo cual dramatiza de urgencia a su escritura. Su idea de la historia cultural, y del lugar de la novela como el relato de esa historia, es paralela a la relación que hay entre la formación nacional y la formación narrativa, ambas indeterminadas. Se podría postular una correspondencia procesal entre su noción del relato como inacabado, por un lado, y su noción de la historia cultural de América Latina como un proceso abierto de versiones de la violencia del intercambio, por otro lado. Desde luego, se trata del laboratorio de una metáfora política, de una y otra imagen de la polis; y bien visto, el pensamiento sobre Fuentes es un estado de esa hipótesis.

Sabemos que las fronteras son mapas de la redistribución colonial de los bienes y de los recursos, pero también de las interpretaciones, y del control de la geografía como geotextualidad. El control del discurso ha sido un modo de legitimar y naturalizar muchas fronteras impuestas por los modelos de producción. Mi hipótesis es que la obra de Carlos Fuentes es un taller de producción trans-fronteriza. Su obra debate el lugar del arte entre la historia y la política; postula un espacio moderno de resoluciones, donde la lectura ensaya alternativas. Argumentaré que su trabajo redefine una y otra vez el mapa cultural mexicano y latinoamericano en una contextualidad internacional. Es un trabajo por incluir espacios y distinguir una sintaxis latinoamericana en nuevas articulaciones culturales y políticas como diferencia, conciencia crítica y futuro abierto o por abrirse. La obra de Fuentes convierte este debate en narración. Espero demostrar que en esta obra cristaliza el relato de lo migratorio como configurativo de la experiencia latinoamericana y, también, como la misma materia biográfica de nuestro tiempo; esto es, de nuestro lugar en el lenguaje.

La frontera, en español, es concebida como un límite cerrado. En cambio, en inglés tiene dos connotaciones: es límite, pero también es nuevo espacio que se abre. Esta condición liminal de frontera es fundamental en la obra de Fuentes porque siendo espacios que se cierran, son también espacios que se abren, “puertas al campo” como decía Octavio Paz. Varias veces ha redefinido Fuentes la frontera y su metáfora más conocida y válida, a saber la frontera como “cicatriz”, refiriéndose a la frontera entre México y Estados Unidos, rehecha una y otra vez como un país aparte, transicional y poroso, desierto y tumba, sin centro referencial y sin código civil. Pero al leerla y resituarla, Fuentes suscita una producción de espacios transfronterizos, que traman el lugar de lo mixto; esto es, la noción de la mezcla como la diferencia americana de lo moderno. Lo moderno para Fuentes, y para la literatura latinoamericana desde Darío, Vallejo y Borges, es aquello que no es homogéneo y abre por dentro otro espacio en la lectura. Esa fuerza de reinscripción tiene la ambición procesal de rearticular elementos y sistemas informativos, núcleos problemáticos, de una manera que se distingue por la creación de espacios “heterotópicos”, o sea espacios disimiles dentro de un lugar en tensión. Lo cual distingue a una lectura de la formación americana cuya praxis presupone el barroco español. José Lezama Lima dijo que la literatura latinoamericana nace ya madura, con el lenguaje del barroco. O sea, no tiene origen, ocurre ya mayor de edad. Este espacio de la mezcla es proyectivo porque es un espacio procesal, en construcción y no normativo. Es un espacio abierto y fluido donde los conjuntos informativos que son autorizados y, a veces, autoritarios en la cultura europea se convierten en horizontales y heterogéneos. Ésta es la práctica del barroco americano: la parodia, la glosa y la reescritura tienen que ver con la producción de lo diferente desencadenado por la mezcla. Por lo mismo, no se trata de la autoridad de la genealogía sino del proceso abierto al futuro como horizonte de respiración.

Este proceso produce una pulsión transgresiva: la representación prolija y literal de lo real como “lo mismo” es contradicha por la representación de lo real como construcción. En ese proceso, la construcción no puede ser homogénea, es decir, la ilustración de una certeza determinada; sino, más bien, la interacción de distintos conjuntos informativos. En este sentido, la frontera como sintaxis y como metáfora cristaliza la marcha de la fuerza de lo migratorio. Ello también propone que se trata de abrir espacios más allá o afuera de la noción de la historia como “madre de la verdad”. La noción historiográfica clásica predica que el modelo de verdad se debe a la experiencia histórica y que sin su lección careceríamos de conciencia diferencial. Pero la idea de que la historia es, más bien, un relato o una narración, que no es solamente ratio sino también oratio, es una idea contemporánea. Supone que toda lectura de una producción histórica es una interpretación y, por tanto, la voluntad de intervenir en la configuración del espacio colectivo. No hay historia inocente en América Latina, un “nuevo mundo” gestado por la interpretación.

En todo caso, el tema de la historia y de la historia cultural vistas desde el modelo de la mezcla, nos hacen concluir que de lo que se trata es de un relato fluido. La historia es una narración cuyo sujeto es un mito latinoamericano que, a falta de otro nombre, seguimos llamando “identidad”. Pero más que de la identidad personal, que es un producto psicológico o familiar, se trata de la identidad cultural, de la diferencia que construye a una comunidad en su saga narrativa. Esta interpretación creativa de la historia postula el sujeto transicional, definido por su intervención en la historicidad. En esto, nos sirve extraordinariamente la relación entre identidad, por un lado, y narración, por otro, que propuso Paul Ricœur: la identidad no es sólo identificable en su relato sino en su mise en abyme, que sería la indeterminación de la identidad, y en su mise en intrigue, que sería la secuencialidad de su narración. Por lo tanto, se podría observar la identidad en el modelo narrativo de las funciones temporales, como explica Ricœur: la prefiguración supone el pasado, el orden de la acción donde la textualidad de la identidad se define en su debate; la configuración, que es del orden narrativo de lo actual, postula que en la ocurrencia coinciden el relato con el yo; y la refiguración, que revela el orden de la vida en el futuro, donde el yo se hace o rehace en la diferencia como la hipótesis permanente de una construcción. La literatura latinoamericana demuestra que el yo debe escribirse como y/o, lo cual quiere decir que es un yo ilativo y desiderativo, y que la identidad está en este juego narrativo de construir el yo entre la ilación (y), por un lado, y la oposición (o), por el otro. La identidad, así, no requiere de sustancia, se debe a la comunidad siempre nombrable.

Esta narrativa transfronteriza subraya, por tanto, que la literatura es un instrumento de rearticulaciones. La novela es un operativo de rupturas del discurso normativo y la forma de exploración que abre espacios en el horizonte donde se rehace la historia desde su promesa de futuro, liberado por la lectura. Por eso, Fuentes concibe la novela latinoamericana como la anticipación de una libertad entrevista. Hay un exceso de libertad en la obra de Fuentes como posibilidad, como alternativa, y como aventura en busca de una sintaxis rearticulatoria. Creo que esta es una de las grandes obsesiones de Fuentes: la idea de la voluntad en la tradición clásica del libre albedrío, que tiene su origen en la Ética de Aristóteles, frente a la idea de la fortuna o del destino como fatalidad. La configuración del yo a partir de sus opciones y acciones crearía la conciencia del auto-reconocimiento, y por lo tanto, la posibilidad de reconocer en el proyecto de la auto-realización la libertad del bien. Por lo tanto, la identidad es la conciencia de esta posibilidad. Lo cual remite a la obsesión de Fuentes con Dostoyevski y la parábola del Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov. Cristo reaparece en Toledo y el Inquisidor condena su promesa de libertad y felicidad porque la gente no quiere ser libre, prefiere estar sojuzgada a sus tareas. Cristo va a hacerlos desdichados otra vez.

En este exceso de voluntad y de libertad se forma la identidad como conciencia posible. Es por eso que Fuentes llega a la conclusión –aunque no la haya elaborado, pero está latente y es deducible de su trabajo– que en la tradición política latinoamericana la identidad estuvo otorgada por el Estado, por el partido político, por la familia, por la raza, por las ideologías, por la división permanente de las clases sociales; en buena cuenta, por el poder de la palabra y su autoridad. Modernamente, la identidad latinoamericana está, más bien, dada por la cultura y, sobre todo, por el relato que articula la literatura. En tanto construcción de un relato, la literatura latinoamericana moderna, aunque quizás desde el barroco como dice Lezama Lima, es la metáfora de nuestro auto-reconocimiento. La literatura, extraordinariamente, nos hará libres.

Por eso, la literatura recomienza como piedra en el páramo patriarcal y también como bloque del hielo fundador de este proceso narrativo que promete la conciencia diferencial en la sintaxis de la ficción. Porque los relatos tienen la capacidad de rearticular nuevos recomienzos de la ficción, lo que hace que volvamos a revisar las postulaciones del sujeto, porque si el sujeto de la identidad es el lector como proyecto moderno que encarna la voluntad de cambio y la capacidad de procesar mezclas y sumar nuevos espacios y horizontes, nos toca la tarea de volver a diseñar el re-comienzo y preguntarnos cómo es la genealogía de este archivo de la producción del Sujeto latinoamericano. Podemos, en consecuencia, rehacer este proceso empezando con José Martí, que postuló que el sujeto republicano, esto es, el agente de la República, de lo moderno prometido, es el hombre del campo. Para Martí, el hombre del campo está en un estado de naturaleza no contaminada por los males de la civilización y la ciudad. Por tanto, el agente del cambio moderno es el hombre del campo, puesto al día por la revolución emancipadora. Es irónico que Martí pensara eso a pesar de sus trece años en Nueva York, donde bajaba de su piso para pasear por el Parque Central, porque le gustaba escuchar el canto de los pájaros. Pero cuando veía a toda esa gente que caminaba con una gran determinación las Avenidas rumbo a sus trabajos, sentía vergüenza, y volvía a su cuarto a escribir. Sus fuentes eran españolas más que norteamericanas: la idea de Nuestra América es un manifiesto temprano de refundación: América hispánica, desde sus orígenes, es ya otra.

Domingo Faustino Sarmiento pensó todo lo contrario: el agente de la sintaxis latinoamericana moderna sería el hombre de la ciudad. El campo, más bien, es el lugar de la barbarie porque ahí está la clientela de los dictadores. Para siempre Sarmiento nos complicó la vida con esta división de lo moderno y lo tradicional, el campo y la ciudad, que hasta ahora sigue determinando la agenda de investigación de las instituciones de ciencias sociales. El pensamiento de Sarmiento, además, tiene otra deriva: es antimartiano; obviamente, podría haber suscrito la máxima de Max Jacob, quien dijo que el campo es ahí donde los pollos corren crudos. A Sarmiento no le gustaba el campo pero mucho menos le gustaba España. Prefirió, con mucho, a los Estados Unidos. Cuando hizo el gran viaje por el Mississippi en un barco a vapor, formuló la pregunta que se hacían todos los agentes culturales nuestros del XIX: ¿Por qué Estados Unidos ha progresado y nosotros no? Sarmiento concluye que la dinámica norteamericana se debe a la migración, por lo cual facilita, cuando es presidente, el ingreso de masas migratorias; Martí, en cambio, desconfiaba de la migración: en Nueva York, decía, la migración se ha hecho con “levadura de tigres”, que es una imagen muy martiana. Sarmiento concluyó, además, que EE. UU. se debe al desarrollo del ferrocarril que, en efecto, facilitó la marcha hacia el Oeste, la guerra de exterminio indígena, la fiebre del oro...Pero en Argentina fueron propiedad inglesa. El otro factor fue la educación: Sarmiento construyó numerosas escuelas, algunas de las cuales nunca se abrieron. En sus memorias, Sarmiento se preguntó, como casi todos los líderes latinoamericanos, por qué había fracasado. Como la mayoría de estos líderes, le echó la culpa a la raza: es una raza mezclada que no está lista para lo moderno. Esa sanción declara la poca fe en lo moderno, y el peso positivista de las falsas ciencias.

En cambio, Andrés Bello, desde la Biblioteca de Londres, desconfiaba de los hombres a caballo. Bolívar le ofreció varias veces un trabajo dentro de la revolución, pero Bello no aceptó. A él seguramente le hubiera gustado la emancipación brasileña, donde los que hicieron la negociación de la independencia eran abogados, seguramente vestidos de oscuro. Por eso, cuando Chile le ofreció un trabajo para construir el país, aceptó inmediatamente. Es interesante que Bello haya sido visto como un hombre conservador, cuando bien podría ser visto como el más revolucionario de todos. La postulación de Bello es que el sujeto moderno latinoamericano saldrá de las instituciones, esto es, de la reorganización de un Estado intermediario y gestor de la racionalidad civil. El sujeto institucional cree en las leyes, en la educación, en las reglas; o sea, en el Código Civil. Después de todo, Rousseau propuso el suyo para controlar los desastres de la guerra. Por lo demás, Bello se mostró preocupado, en la introducción a su Gramática, por la posibilidad de que las repúblicas emancipadas fueran a subdividir el español, como ocurrió con el latín, que dio lugar a las varias lenguas romances. Bello estaba a favor de mantener la unidad de la lengua como un instrumento cultural común. No creo que postulara la mera autoridad del español colonial, sino su moderna puesta al día en las sumas de un futuro común. Creyó en una relación con España robustecida por las repúblicas. Compartía la fe fundacional en la filología dentro de la formación de los Estados nacionales. Comprendió, con alarma, que los franceses contaban con La Chanson de Roland, en torno a la cual crearon una sintaxis nacional; los italianos tenían a Petrarca y Dante, con lo cual poseían una identidad robusta; los ingleses, a Shakespeare, John Donne, la Biblia de St. James, esas lecciones de elocuencia heroica; hasta los alemanes podían aducir la saga de los Nibelungos...En cambio, España era el único país europeo que no tenía un texto fundador. Y se dedicó a editar El Cid, que era considerado un texto bárbaro, un texto primitivo. Bello descubrió que tenía una métrica y una rima que eran producto no de una pureza formal, sino de una mezcla refinada de varias fórmulas del Romance. Reconstruyó, por primera vez, una edición del Cid, que en su momento se constituyó como el texto fundador de la cultura española. Claro que el Cid no tuvo espacio para desarrollar una vida republicana, pero esa es otra pesadilla.

En este contexto de las fundaciones nacionales es que irrumpe la obra de Rubén Darío, como la primera gran realización internacional del relato latinoamericano de una cultura que viene de lejos pero se debe al porvenir. El internacionalismo de Darío es seguramente el modelo tácito de la “nueva novela latinoamericana.” Darío había resistido los reclamos de una novela hispanoamericana advirtiendo la escasez de las mismas y, con lucidez, advirtiendo que no habría novela latinoamericana mientras no existiera América Latina. Esto es, una Latinoamérica liberada de los modelos nacionales y capaz de su propia libertad. Seguramente fue inevitable que Fuentes y su generación imaginaran que la novela y la literatura son el nuevo discurso emancipatorio latinoamericano. Hijos de los discursos que construyeron las representaciones y operativos fundacionales, los jóvenes escritores no tuvieron que empezar de nuevo: la lengua literaria había ya establecido su madurez plena, gracias a los trabajos de Reyes, Asturias, Carpentier, Borges, Lezama Lima, Paz, otra de las constelaciones mediadoras que la historia cultural forjó para que el presente se ampliara entre las promesas de futuro.

Pero en las primeras décadas del siglo XX se forja otro relato, más bien de signo contra-fundacional, que refuta las prioridades de lo moderno y sus sujetos modélicos, y avanza la noción de que al margen del Estado y de la sociedad escindida por lo moderno, está la representación de lo regional. Estas regiones ocupan espacios indeterminados (como en los cuentos de Alejandro Rossi y su “fabula de las regiones”); lugares heteróclitos, hechos por un mapa de la geografía como historia oral, narrada y cantada por una comunidad, que la resume a su medida (como ocurre en la epopeya de la región macondina que levanta Gabriel García Márquez). Sujetos desplazados, héroes de trágica exuberancia, oralidades arcaicas y espacios incautados, lenguas originarias y mitos que procesan la violencia para controlarla, recorren la narrativa de José María Arguedas, cuya vida y muerte configuran la conciencia herida de esta suma de raíces y trama de voces. La región, en Arguedas, no es una forma del pasado sino otro ensayo de habitar el porvenir. Pero, ¿cómo hacer que la región y su relato heterogéneo, hijo de la mezcla y la diferencia, sea no una autarquía y mucho menos un anacronismo sino otra visión de la comunidad humanizada? Esa es la pregunta que nos dejó Arguedas, y que nos viene ya del Inca Garcilaso de la Vega, de Juan Rulfo y Miguel Ángel Asturias, de Alejo Carpentier y José Lezama Lima, entre tantos otros, y que seguramente configura el carácter moderno (heterogéneo) de una saga de denuncias (su derecho a las sumas) y su política anticolonial (ese ser del estar aquí). En la obra de Fuentes hay varias regiones (empezando por México desmembrado) pero hay una que explora sin tregua: las fronteras, las políticas y las divisorias, las históricas y las ideológicas. Liberar ese espacio raigal a través de su ingreso al lenguaje del relato fue su fecundo proyecto.

Todos los gestores de la novela latinoamericana de los años 1960-70 descubren, en esta crítica de las fronteras, que todavía hay otras fronteras constituidas, las del auge de las disciplinas sociales y la definición de su campo de objetos como otra lectura de estos países. Cada país parece privilegiar una disciplina dominante que descifre su identidad narrativa. Supongo que esto es producto del desarrollo disciplinario en la década del 60 en América Latina, cuando hay un predominio de clase media universitaria y todos adquirimos un modo disciplinario, metódico y acotado, de leer la realidad; no necesariamente en el sentido de Foucault, sino en un sentido instrumental. En el Perú, por ejemplo, nosotros creíamos que el verdadero conocimiento del país lo proveía la antropología. En el colegio todos queríamos ser antropólogos, seguramente porque hay dos Perú: el indígena y el español, el profundo o andino y el superficial o limeño. Aunque las migraciones borraron esas diferencias, el acceso al Perú genuino, el de Los ríos profundos de José María Arguedas, sólo era posible desde la etnología. En México, la disciplina dominante fue la arqueología. Muy temprano, la obra de Fuentes demuestra que un ciudadano mexicano puede convertirse en un ídolo azteca al abrir la puerta de su casa. Es un sujeto zozobrante, esto es, un lector incierto del subsuelo de la historia. La historia misma es una arqueología de lecturas, y un restablecimiento de la identidad como el relato de sus rostros sucesivos. En Chile, en cambio, la disciplina autorizada es el discurso jurídico, seguramente merced a Andrés Bello, y a pesar de la larga noche militar. Y en Argentina, la disciplina nacional parece ser el psicoanálisis, que constituye el relato de la convivencia con el Otro. En Colombia, reveladoramente, es la historia. A Ricardo Palma un historiador colombiano le reprochó jugar con la historia, la que no se reescribe, sino que hay que recuperar tal como fue; la historia, claro, es la regional.

Hay una disputa, reelaboración y permanente reescritura del canon en Carlos Fuentes. Empieza con su obsesión de hacer listas de la actualidad, porque el relato de lo nuevo pasa por sus distintas rearticulaciones: si es nuevo, no puede ser lo mismo, sino que tiene que estar cambiando permanentemente. Cada año, o cada dos años Fuentes inventa un nuevo reordenamiento del panteón literario, a nombre de la literatura de la actualidad, no para establecer la historia sino para aliviar el peso de lo pasado y abrir más espacio al presente. Como ensayista, pero sobre todo en sus novelas, Fuentes se propuso reinterpretar la historia, es decir, rescribirla. Hasta en El espejo enterrado más que historia lo que hizo fue un ensayo: la historia es un escenario de la cultura, del destino de los sujetos, del proceso de los hechos en hacerse lugar en la conciencia.

Trabajando en su archivo, me encontré con una lista de sus libros favoritos, titulada “Mis novelas de los sesentas. Una selección personal y arbitraria de Carlos Fuentes” (Excélsior, 7 de diciembre de 1969), y ordenada en áreas: área ibérica, área anglosajona, área germánica, área italiana, área helénica, área eslava, área japonesa, área francesa. La lista se publicó al final del año de La nueva novela hispanoamericana, que es su primer canon, donde incluyó a Juan Goytisolo. Se mencionan en esa lista Rayuela de Julio Cortázar, Grande Sertão de João Guimarães Rosa, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, El siglo de las luces de Alejo Carpentier, La ciudad y los perros y La casa verde de Mario Vargas Llosa, El astillero y Juntacadáveres de Juan Carlos Onetti, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, De donde son los cantantes de Severo Sarduy, Paradiso de José Lezama Lima, Gazapo de Gustavo Sainz (esta inclusión demuestra la pasión de Fuentes por lo nuevo: cuando salió Gazapo fue celebrada como una metáfora de la novedad). Se incluye también El lugar sin límites de José Donoso, De perfil de José Agustín (otra novela de gran impacto entre los jóvenes en México), Señas de identidad de Goytisolo y Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, Los albañiles de Vicente Leñero, La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig, Morirás lejos de José Emilio Pacheco y Muerte por agua de Julieta Campos. Es un canon bastante alerta, y de allí su larga actualidad.

Es sorprendente que el último libro del área francesa, Adentro de Hélène Cixous, acababa de salir el mismo año (Dedans, 1969), y ya está incluido aquí. Fuentes da el título como si estuviese ya traducido, o sea que se adelanta a los hechos. Esta obsesión de rehacer el programa de lo nuevo va a estar permanentemente en su obra. Y es notable que Fuentes no haya practicado estas selecciones como sanción de autoridad sino como lecciones del gusto y adhesiones de estética practicante. No es casual, entonces, que cuando se propuso una muestra del cuento latinoamericano (compilamos una para Picador), un coloquio de actualidad (dejó uno diseñado antes de morir), un balance de la hora (sumarios, de afinidades electivas, y solo de lo que podía leer), hiciera, una y otra vez, una lista distintita y renovada. Y no lo hacía por culto de la novedad sino porque, algo deportivamente, le placía ensayar conjuntos de voces, estilos, tendencias, con los cuales dialogaban sus novelas en la zona de la cartografía narrativa que ensayaba trazar. Pero, sobre todo, creía en la calidad reorganizadora de la lectura crítica. Esa voluntad creativa del ensayo, en sí mismo otro relato, revela su idea de la República literaria como inclusiva y en permanente construcción, donde el mediador cultural abre espacios crecientes para una verdadera refundación republicana, esta vez sustentada en la imaginación del lenguaje. Ya no en sujeto heroico sino en la materia del lenguaje donde una forma del sentido se decide. A pesar de los poderes fácticos, entre sacudidas de algunas revoluciones, contra la complicidad de las clases dirigentes y las injerencias de los Estados Unidos, estas comunidades todavía trabajan a favor del futuro. Y en la literatura reconocen su mayoría de edad, su vocación de libertad. Una post-nación y su post-narración se ceden la palabra y los espacios del porvenir.

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(1) Brown University, EE.UU. E-mail: julio_ortega@brown.edu



Referencias bibliográficas

- Boldy, Steven. Memoria mexicana. México: Taurus, 1998.
—Introducción y coordinación. Carlos Fuentes y el Reino Unido. México: Fondo de Cultura Económica, 2017.
- Dhondt, Reindert. Carlos Fuentes y el pensamiento barroco. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert, 2015.
- Fuentes, Carlos. La frontera de cristal. México: Alfaguara, 1995.
El espejo enterrado. México: Fondo de Cultura Económica, 1998.
Fabulaciones transatlánticas. Obras reunidas, V. Edición de Julio Ortega y María Pizarro. México: Fondo de Cultura Económica, 2013.



 

 

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Por Julio Ortega
Publicado en Anales de Literatura Hispanoamericana N°46. 2017