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Arguedas: exploración poética de un sueño

Por Julio Ortega
Publicado en Revista Iberoamericana. N°, 70. Enero-Marzo de 1970



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"Me retiro ahora porque siento, he comprobado que ya no tengo energía e iluminación para seguir trabajando, es decir, para justificar la vida", escribió José María Arguedas en una carta dirigida al rector y a los estudiantes de la Universidad Agraria de Lima el 27 de noviembre último; en uno de los salones de esa Universidad se disparó, el 28, un tiro en la sien; murió el 2 de diciembre, casi cuatro días después. Ya en abril de 1966 Arguedas había intentado matarse con una sobredosis de barbitúricos.

"Y ahora estoy otra vez a las puertas del suicidio. Porque, nuevamente, me siento incapaz de luchar bien, de trabajar bien. Y no deseo, como en abril del 66, convertirme en un enfermo inepto, en un testigo lamentable de los acontecimientos", escribió en el capítulo inicial de su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo, que publicó la revista Amaru (Lima, núm. 6 abril-junio 1968).

Seis meses antes de matarse, en su respuesta a Julio Cortázar ("Inevitable comentario a unas ideas de Julio Cortázar", en Árbol de letras, Santiago de Chile, julio 1969), Arguedas había escrito: "Yo soy un hombre feliz y continuaré siéndolo mientras pueda seguir trabajando, aquí o allá". Esa respuesta asumía una falsa polémica: la buena o la mala conciencia de escribir en América Latina o en el exilio, deducida por Cortázar en su reportaje de Life (7 de abril, 1969) a partir del texto de Arguedas publicado en Amaru. No es del caso insistir en ese malentendido: Arguedas en su respuesta demuestra hasta la obviedad que de eso se trata. Pero tal vez no sea casual que el escritor peruano y el escritor argentino se hayan enfrentado: posiblemente ellos suponen dos legítimas opciones del arte y la cultura latinoamericanos. O más bien una misma posibilidad en dos lenguajes: para Cortázar, como para Arguedas, la literatura es la búsqueda de un destino individual dentro de un destino común.

Arguedas podía considerarse un hombre feliz asumiendo su destino de escritor en el formidable trabajo de su obra. Más admirable todavía porque ese trabajo estaba amenazado permanentemente por un profundo malestar personal, que se remonta a 1944, según ha contado, y más atrás aún: a la infancia. Las sobrecogedoras primeras páginas de su última novela fueron escritas por prescripción médica, en Santiago de Chile, como casi toda su obra última, escrita en un agudo exorcismo. Su última novela asume decididamente el punto de vista de su muerte irrevocable: el suicidio, que aparece en sus distintos libros, se convierte en el tema central, "el único cuya esencia vivo y siento", en la perspectiva del recuento final. Las páginas primeras de esa novela son por eso un diario abierto, sin plan ni orden previo; en su carta última Arguedas dice que esa novela queda "casi inconclusa" y que incluye un "Último diario"; se sabe también que el plano de ficción acontece en Chimbote, un puerto de pescadores transformado por la explosión industrial.

Ignoro si alguien pueda explicar la complejidad del malestar de Arguedas sin simplificar su extraordinaria agonía. Sólo sé que en su obra esa agonía aparece como una insoluble escisión: el drama íntimo de la ambigüedad entre su raigambre indígena y su desajuste dentro de la cultura moderna. En uno de sus cuentos más intensos, "El forastero" (1964), Arguedas es el hablante lacerado por la soledad más absoluta; su emblema es el cóndor, el pájaro de las punas heladas del Perú. Ya desde sus primeros textos (Agua, 1935) el hablante autobiográfico —un niño acosado por la injusticia y la rebeldía— muestra la ambigüedad mestiza como su signo y destino: su identidad profunda con el mundo indígena, del que lo separa otro destino, ligado a la conciencia y la crítica. Ese mundo complejo era un debate poético: un exorcismo hecho de pavor y piedad. Al cesar la fuerza de esa liberación agónica se comprende que Arguedas decidiese morir; en sus libros la recurrente proximidad de la muerte extremó la intensidad de los hechos, de la escritura fervorosa y asombrada.

La ambigüedad esencial del mestizo —escindido entre su raíz indígena, y su profundo exilio— aparece como uno de los debates más íntimos de la narrativa de Arguedas. Es el debate de la magia y la crítica, de la piedad y la rebeldía. La soledad es la consecuencia de ese proceso. Pero también el sueño de un destino común.

Por eso en su novela más importante, Todas las sangres (1964), Arguedas busca hacer estallar la pasividad de la raíz indígena: mostrando la depredación social de un medio tradicional en proceso de cambio, nos presenta al indígena ingresando al destino social —que la múltiple dependencia del Perú le niega— con una fuerza intacta y magnífica. Esa exploración poética no es un rezago romántico ni una posición anacrónicamente indigenista. Es preciso considerar que Arguedas supone otra dimensión del indigenismo; en la realidad, el término resulta insuficiente: Arguedas continúa un diálogo cultural que posiblemente había iniciado en el Perú el Inca Garcilaso, que había prolongado Vallejo. La respuesta de Arguedas es latinoamericana: tal vez una de las últimas respuestas de un posible destino latinoamericano a las invasiones depredantes de la dependencia y la despersonalización que supone el mundo moderno. No es casual, por ello mismo, que en esa novela el marco critico esté propuesto por la situación del subdesarrollo peruano: es dentro de las miserias de la dependencia —las sucesivas dependencias de las clases sociales, de los poderes económicos y políticos del país todo al imperialismo— donde el deseo liberador de la poesía encuentra la vida intacta —intacta aun en su marginación y humillación— del mundo indígena como final y expectante posibilidad de la justicia. Así, la crítica se convierte en el deseo; la conciencia, en el sueño de otra realidad; la literatura en la búsqueda poética de un destino común.

La obra de Arguedas es una antropología profunda que se resuelve en poesía. Nos muestra los conflictos sociales de un país en proceso de cambio, pero su sueño mayor es la personalización, la construcción de una entidad humana que a partír de sus propios valores obtenga su historia. Pero nada en esta obra es programático: al contrario, el debate cultural que ella muestra es una aventura que desafía el racionalismo simple, que se abre como ampliación poética de lo real. Cortázar ha escrito que la gran literatura de algún modo implica el sueño paradisíaco. Y, en efecto, nuestras mejores novelas suponen un paraíso perdido que refracta los hechos humanos: Pedro Páramo, Rayuela, Paradise, Cien años de soledad, de distinta manera nos hablan de esa pérdida o esa persecución. Pero también, al mismo nivel, en otros textos la poesía se convierte en la añoranza de la utopía. Ya no la utopía de una América pródiga. Más bien, la desgarrada utopía, de una América Latina con historia. También ese vacío de la Historia supone una exploración poética, un deseo agónico. Esa agonía recorre la obra de Arguedas: un destino común, para él, es un largo y apasionado debate, hecho entre la desesperación y la rebeldía, entre la magia y la añoranza. Lo que hace único a Arguedas es el hecho de que su exploración reconoce la inminencia de la muerte, sombra del deseo: por eso Arguedas es un escritor trágico. Como Vallejo.

La suerte de la utopía contemporánea es haberse convertido en tragedia: no es más un idealismo coherente, una alegoría perfecta que acusa a la realidad perfectible. En la formidable añoranza del Inca Garcilaso el mundo incaico es suficiente: y su destino es el privilegio de la poesía: él es el intérprete porque es el mestizo y posee una lengua (cf. Alberto Escobra: Patio de Letras, Lima, 1965). En nuestro tiempo la utopía es más bien un sueño que en lo imposible se amplía, en el deseo de la Historia que nos personifica. España, aparta de mi este cáliz construye con la palabra poética esa utopía cuya plenitud asuma la muerte como identidad esencial del yo y el en el nosotros sublevado. Todas las sangres construye con la palabra critica otra utopía cuyo apocalipsis social supone el encuentro de una vida que contradice la sumisión de la dependencia, y esta operación crítica es el sueño totalizador de la poesía como destino común, como posible historia.

Arguedas había tratado de ponernos en contacto con una tradición relegada: la vida y la poesía de los pueblos indígenas del Perú. En su magnífico relato "La agonía de Rasu-Ñiti" esa tradición aparece en su dimensión mágica y en su tragedia también: un viejo bailarín danza su última danza y mira su vida y su muerte, su tránsito y su perpetuidad en el rito que lo devuelve a la tierra, a una vida impersonal y unánime. Ese relato, y también la dimensión mítica que subyace en su obra, muestran en Arguedas la presencia viva de aquella tradición indígena, que la poesía nos devuelve. No en vano Arguedas trabajó desde una perspectiva poética para conectar el mundo quechua y el idioma español: moduló una lengua personalísima, que traduce la complejidad anímica y los ritmos orales de una tradición hablada. Un diálogo que no es sólo animista, encantatorio del medio, sino que sobre todo es una reconstrucción del hombre en el mundo, su posibilidad de morada y su recomposición mágica, pero también su crítica y su ampliación. Su fe en el mundo indígena peruano es también su agonía: Arguedas advertía como pocos la situación de increíble injusticia y depredación en que se debate ese mundo, y su obra expone esa situación mejor que ninguna otra; pocas veces la literatura ha descubierto formas tan pavorosas de injusticia y sufrimiento. Pero a diferencia de las literaturas simplemente testimoniales o retóricamente de denuncia, la de Arguedas, muestra la injusticia en el contexto complejo de las dependencias sociales y raciales, y también la suntuosidad casi, increíble de las relaciones humanas en ese contexto, que adquieren forma y relevancia en el lenguaje.

Admiraba la conquista del mundo moderno (cándidamente cantó en quechua el poder del jet) pero creía que el Perú y América Latina poseían la capacidad de una respuesta original; su obra, precisamente, es el sueño de esa posibilidad. Había sido uno de los primeros etnólogos que hablaron del impresionante mito del Inkarri. Según este mito (contemporáneo entre los indios peruanos) el hombre blanco dio muerte al dios indígena Inkarri y enterró su cabeza en el Cuzco, pero dentro de la tierra el dios está vivo: su cuerpo crece otra vez y un día se habrán completado sus brazos y sus piernas; se pondrá entonces de pie y nuevamente la justicia volverá a la tierra. La justicia en esta tierra: un pueblo cuyo futuro ha sido brutalmente negado, sueña en este mito su redención.

Llenar un destino vaciado, acceder a la historia: en la última década esa ambición de la poesía profunda señaló a buena parte de la literatura latinoamericana; en el Perú, un sueño semejante tiene en Arguedas su desgarrado ejemplo. A través de la pura añoranza, de la libre imaginación, aquella ambición central —el sueño de otra vida, de otro tiempo, la reconciliación de la inocencia— ha creado en América Latina una literatura abierta, ligada por la crítica y la poesía. El revés de ese sueño no es menos real: la obra de Arguedas acaso finalmente nos dice que aquella ambición es un sueño trágico.

En uno de sus primeros textos (prólogo a Canto kechwa, 1938) José María Arguedas escribió: "Yo puedo probar lo contrario", al negar la suposición de qué los indios del Perú conforman "una raza sin porvenir". Su vida, y su muerte también —una misma y única prueba—, son el trágico sueño de una raza que es un lenguaje y, también un destino común.



 

 

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