UN CRIMINAL ANDA SUELTO
CRIMINAL. Jaime Pinos. Libros La Calabaza del Diablo, 2004, 46 páginas
Por Luis Valenzuela Prado
http://www.sobrelibros.cl/content/view/73/3/
31 de agosto de 2005
Un criminal ronda la ciudad, un Criminal entra en la escena literaria e intenta hacerlo también en un marco más amplio. Un hablante poético toma la palabra y la voz callada de otro criminal y se hacen uno y aparece una visión de mundo hibridizada en un yo temerario: “Soy el que acecha./ El que anda por ahí,/ merodeando,/ agazapado entre las sombras,/ oculto en lo más profundo de la noche”. Agazapado en el terreno de nadie: “Un mapa personal del horror/ trazado de sangre y de muerte/ sobre el plano de la ciudad”, que a la vez es el lado B del discurso que lo aleja primero y no lo reconoce después como hijo putativo abandonado. Así surge esta voz, una confesión epistolar cruzada por los testimonios y estigmas que arrojan los medios, y se confunden en mutuos dolores y temores. Entonces, también se hibridiza el género y los límites comienzan a esfumarse en todo ámbito y el criminal comienza a hacernos escuchar el discurso que no queremos oír, tapándonos los oídos, mirando la televisión a todo volumen. En Criminal de Jaime Pinos la poesía como tal va muriendo y ya no la vemos en el Olimpo, como diría Parra, la vemos acá en una crónica poética o poesía crónica —con el sentido de agonía presente— alegando contra lo sublime y dialogando con el dolor del Tila, el sujeto marcado y señalado. Una propuesta de escritura poética que merodea al paria que nos atormenta y se hace parte de él y asume la visión desconfiada y punitiva que le dará la sociedad.
Un prontuario nos da cuenta de la maldad de este criminal: ha asaltado, ha matado, ha violado, ha atemorizado a la sociedad y la culpa no la rehuye: “No pido perdón./ Los delitos que cometí/ fueron atroces, lo sé”. El cerco se cierra y viene la reconstrucción policial, un franco diálogo con el genero negro: “Una colilla de saliva del atacante/ encontrada en una de las escenas del crimen”, sin embargo, no hay reconstrucción del crimen sin la delación cobarde de otros —nosotros— que temen a este criminal que anda suelto por ahí, sintiendo la marca que cruza su prontuario, su cuerpo y su mente: “La pobreza/ la droga,/ la violencia./ Estigmas, /cicatrices de nacimiento”.
La culpa y la recriminación al otro que lo tatuó: “Yo soy la cosecha./ Yo soy lo que sembraron” y el que lee poesía, pasivo cómplice de la constante de héroes malditos marcados, sigue en su sillón, amedrentado por la presencia del criminal, atemorizado porque también él, el lector, es parte de la sociedad que marca con su silencio colaborativo al criminal: “Finalmente,/ aunque sea acribillado/ por quienes en algún momento me exaltaron/ y sea una vergüenza nacional,/ le recuerdo Señor Ministro que soy parte del producto interno de esta sociedad”. Y lo sabemos y lo ignoramos, en nuestros rincones criamos a más criminales que vienen a entorpecer nuestro sueño porque el suyo ya fue entorpecido desde el comienzo y nadie los apuntó con el dedo.
“No pude ser feliz, ello me fue negado,/ pero escribí.” Una alusión a un proceso de escritura vivencial de Lihn, un proceso de la escritura aquí maldita, sin aliteraciones rítmicas de un bello pasar, por el contrario, una poesía crónica, dura y directa, como la realidad que está en escena, que es el escape a la infelicidad de habitar un mundo hostil —algo que Pinos reconoce en la figura de Carlos Droguett— en el que la escritura permite la vida, pero luego con un cordón de la máquina de escribir que te regaló el sistema la cortas y te haces artista de tu propia muerte y pasas a ser un criminal más que alivió con su adiós el pesar de una sociedad que nunca alivió su propio pesar con que lo estigmatizó: “Cuatro minutos, /según el cálculo de los forenses,/ tardará El Criminal en morir” (43), cuatro minutos de soledad en que el criminal se aleja para dejarnos tranquilos. Por ahora.