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Pecados cordiales, Julio Piñones, Ediciones Barba de Palo, Valdivia, 1994, 46 páginas.

RELEYENDO “PECADOS CORDIALES”, DE JULIO  PIÑONES

Por Alexis Figueroa


 

Cordiales son los pecados del amor

Fue en el norte del país donde me encontré con la Escuela de Santiago.  Más bien dicho, con uno de los integrantes de este ex grupo, que allá por la segunda mitad de los 60, apareciera en la mencionada capital.  Se trata de Julio Piñones, escritor, profesor y antes miembro de la citada y literaria cofradía.  Hablamos, y algunas conversaciones me llevaron poco a poco a indagar en los recuerdos de cierto mundo a la vez próximo y pasado, que más allá de las actuales ansias del revival sesentista, se me reveló como un asunto de interés.  Y así, de pronto,  terminé con un libro entre las manos.  Era éste, Pecados cordiales, en el que de alguna manera se recoge una pulsión, el temperamento –ya hecho eco y tamizado por los años--  de una forma, un modo de escritura que vio la luz en los días míticos del instituto Pedagógico, entre vaivenes vanguardistas y agitados aires de crítica social.  Allí, una vez, un pequeño grupo de escritores intentó construir y compartir una serie de elementos literarios, que les permitiera establecer una suerte de programa y filiación poética en lo urbano.  El grupo era Naín Nómez, Carlos Zarabia, Jorge Etcheverry, Eric Martínez  y Julio Piñones.  

En el libro de Piñones –decía más arriba--  de alguna manera se puede apreciar la permanencia de una impronta, los vestigios del sentido de una antigua operación escritural.  Porque a mi juicio, una de las operaciones literarias de este grupo fue el desechar, para bien o para mal, la presencia del autor omnipotente, la poesía revelada como una síntesis de la sensibilidad personal, la visión de lo real como signo y forma del individuo claro y distinto de Descartes.  Son poetas que al parecer sospecharon de la posible noción de identidad, nacional, colectiva, personal, toda vez que el espectáculo de la ciudad en que habitaban (física o imaginariamente, es lo mismo)—las ciudades capitales y sudacas--, se percibía como un palimpsesto fragmentario, una suma de historias sobrepuestas, una sucesión de parches culturales sin sutura que les llevó a distanciarse de la mimesis sintética, practicando un arte ajeno a la tensión del tema único, una poesía de sectores invadidos, armada a trozo  y  trazo en el engarce citadino.  Y en el libro de Piñones  --aunque por supuesto ya ajeno a la inmanencia ciudadana del entonces--  se percibe la tenue huella estética de esos lejanos años.  Primeramente por ser un libro paródico de la identidad y del discurso individual.  Porque el libro es fundamentalmente lúdico, farsesco, donde la imagen del  YO está construida como un traje de payaso, con costuras de retazos, en un ensamble de patchwork.  Lenguajes y citas se entrecruzan en el gesto del pastiche, fragmentos de raptadas escrituras, copias del discurso conforme a una descomposición significante, mezclas paródicas del habla y expresiones coloquiales de ésta y otras lenguas, todo nos revela una estructuración de payasada, la voluntad de una parodia.  Así, leemos como ejemplo:  “Que las aficionadas a montar,/ son por maravilla tiernas:/ la mayor parte dellas, amazonas, que por necesidad/ (o necedad guerrera), cortáronse una teta, / a saber:  las diestras de un lao:  /  las zurdas, del otro lao./  Persistiendo tanta duda, /  Supra il amore,/  Qu’est ce vous dites, mes amis?”  Ya no más gozar de la realidad del Yo presente y majestuoso porque ¿quién ahora puede ser yo?, sino más bien gozar ahora de la afirmación del decadente:  el autor no pretende revelar, sólo reírse de la suya, de la vuestra, de nuestra condición, que es la imposibilidad de concebirse un “ser” original.


Espíritu del libro

Así visto, el espíritu del libro es el de un bufón cínico que construye para la habitación de la palabra un teatro condenado, leemos:  “Al filo de este segundo millar, vea usté:  misericordiosas miradas/ sobre el actuar dil homo no tan sapiens; si usté así lo desea, / participe ahora destas severísimas y tiernas catarsis que, harto/ sacudidas, bien podrían brindarle a su mercé, no tan escaso placer de/ múltiples formas, a saber: agitando diversas substancias, ingredien--/tes distintos; disfrutando, se espera,  tal fabular interminable./”  Es el Decadente, que ante el fracaso occidental de la Cultura, se solaza presentando ante los ojos  ---en un distanciamiento reflexivo—  la situación actual del sujeto que en ella misma vive.  Es quien contempla con asombro contaminado de terror, la insustantibilidad de lo que se le ha señalado como “yo”, mostrándosele como una summa fragmentaria, un caos existente por acumulación.  Tan sólo eres un caos con extensión territorial.  ¿Cómo se podría  --dice el Decadente--  ser un sujeto que exhibe un lenguaje propio cuando esta Historia (la de mí mismo, mi ciudad, país, etcétera) es en suma un pegoteo, el reflejo de una presencia refractante?  Leemos otra vez:  “Compasivo, complaciente, e misericordioso canto, diríase, diri--/gido hacia la terrestre pantomima”.  Pero en esta interrogante por la pretensión de un discurso individual no está planteada en la forma de Parra, es decir, no se desconfía de “la poesía personal”, por causa de su aspiración no “democrática” (porque el furor de Parra en contra del discurso personal es el enojo de un demócrata, que busca destronar la poesía como el territorio de unos pocos habitando pocos temas, enseñándonos el Tao que es la rueda de los mundos, donde todos y todo puede ser sujeto—objeto, constructor y construcción de poesía), sino más bien porque en la raíz de todo sujeto se percibe una zona de restos culturales de segunda, tercera o cuarta mano.  Un mapa de espejos revueltos e imbricados que como una feria de reflejos nos devuelven más bajos, anchos, altos, conforme paseamos por las bulliciosas galerías.  Payasos, “sobreviviendo entre payasos tutti abigarrados”.

Sin embargo  el poeta entrega sus páginas dilectas para burlarse de este Yo.  Son páginas dedicadas al amor, a los pecados más cordiales, a los crímenes del corazón.  Son páginas plagadas de muecas cortesanas, de giros y lascivia dieciochesca, en una deliberada degradación del sentimiento personal más deseado en la Historia occidental.  Con un gesto sibarita se revela el gran vacío de la “terrestre pantomima”, a través de la broma del amor.  La parodia, el carnaval, la mascarada, el acaso uno de los grandes caminos de la poesía en el momento, siendo el otro la búsqueda desesperada y algo infructuosa de un Yo sustancial y soportante de una sensación lírica que pareciera estar perdida para siempre.  Ya terminando afirmaría:  Piñones me parece constituirse en este libro como un poeta cuyo eje de trabajo es la operatividad en el lenguaje, conforme a la articulación de un discurso paródico estructurado en los registros cultos y corteses de los enunciados del amor.  En otras palabras, se trata de un poeta entrenado en los “modales y maneras”  --al modo de la “buena educación”, que se dedica a burlarse del Yo instalado en el dulce corazón.  Su pecado más cordial en esta cortés burla algo sufriente, ejercicio que el sujeto realiza como una broma de sí mismo y de la condición humana general:  a estas alturas, bien mirado, nuestra civilización es una especie de bufonesca mascarada que va de la careta de diamantes a la de oro, de la áurea a la de hierro, de ésta al barro, del barro al polvo, al humo, a sombra, a nada. Alguien-acaso- habría vislumbrado en Julio Piñones, a un poeta del logos frente al pathos, otro habría hablado de un poeta cultural.  Poetas de la “sensibilidad” y de la “racionalidad” son distinciones que poetas y críticos miran con más o menos asco, pero a las que comúnmente ellos mismos vuelven en sus discusiones de café.  Como sea, a mí el libro de Piñones me parece una especie de muñeco, operado por un ventrílocuo burlón.  

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* Este artículo apareció inicialmente en “Literatura & Libros”, La Época, 1995.

 

 

 

 

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