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Los
umbrales de Ícaro* Jorge
Polanco Salinas
Verano
2006
Yo tengo una palabra
en la garganta y no la suelto, y no me libro de ella aunque me empuja su
empellón de sangre si la soltase, quema al pasto vivo, sangra al
cordero, hace caer al pájaro Gabriela
Mistral El símbolo
de Ícaro constituye el mito del asombro. Su padre, el arquitecto Dédalo,
le había enseñado a fuego la pasión por el arte y la libertad.
Afamado en su oficio, Minos requirió de Dédalo en la construcción
del laberinto de Creta, y al finalizar la obra les prohibió que abandonaran
la isla para ocultar el secreto. El ansia por escapar de las grillas coercitivas
de Minos llevó a Dédalo a urdir un plan. El arquitecto construyó
para él y su hijo las famosas alas con las cuales podrían liberarse
de la opresión. Pero Ícaro no respetó las recomendaciones
del padre, no siguió el camino encomendado para no retumbar contra el mar
ni tampoco derretirse contra el sol. Deslumbrado por el firmamento y el espacio
sideral que dominan los pájaros, Ícaro comenzó a fundir la
cera de su aparejo. Con tanta cercanía al sol, con tanto asombro y tantas
ansias de libertad, Ícaro quemó sus alas en la indagación
por lo desconocido.
Este mito ha quedado registrado en la retina de la
tradición. Usualmente se lo interpreta como una moraleja para quienes buscan
más allá de lo que es permitido y se arraigan en esa esperanza.
Sin embargo, Ícaro también puede verse como el símbolo de
la búsqueda incesante de aquellos que guardan en sí mismos la admiración
y la extrañeza de este mundo. También es el relato que corresponde
a ciertos tipos de poetas y artistas, a los que intentan a través de su
oficio bordear aquello que incluso puede llegar a derrumbarlos. Por eso tal vez
es el mito que mejor ilustra a la poeta Ximena Rivera, pues su palabra
yace acuñada con una intensidad abismal. En cada página de los Poemas
de agua pareciera que su poesía necesitara quemar las alas en intuiciones
de relámpago.
En la más intensa escritura poética,
como la que se encuentra en este libro, todos los caminos aparecen unidos. Las
distinciones superfluas se desvanecen y la potencia creativa decanta de forma
proteica. El poeta pareciera perseguir como Ícaro el llamado de su Poema,
que se manifiesta muchas veces de forma inconsciente pero no casual. La inteligencia,
la sensibilidad y el oficio se entrelazan. La experiencia poética se aúna
y la desgastada escisión entre poetas perceptuales y poetas de la inteligencia
se derrumba. Por eso leer a Ximena Rivera es una experiencia de asombro y reflexión,
sobre todo en la actualidad cuando ya no perecemos de muerte sino de falta de
preguntas, tal como Baudelaire lo había anticipado con el tedio que constituye
al mundo contemporáneo.
En el caso de la poesía de Ximena
Rivera, su escritura pervive en preocupaciones existenciales y metafísicas
(las últimas coinciden con sus lecturas de Eduardo Anguita), que despiertan
el asombro y el desconocimiento de hallarse en el mundo. Este es uno de los principios
que destella en los poemas: todo adquiere un nuevo sentido y una apertura misteriosa;
en algunos momentos el mundo se vuelve indescifrable portando rostros y signos
desconocidos. De ahí que su poesía nos sorprenda intempestivamente,
las asociaciones y analogías de su escritura se desplacen como agua, y
adquieran fuerza debido al pasmo que provoca la supuesta "realidad".
Ximena Rivera persiste en sus cuestionamientos a Dios, al lenguaje, al
amor o a la muerte; a las grandes palabras deterioradas que, a través del
correlato de sus poemas, adquieren nuevas significaciones. En ellos existe una
insólita extrañeza e intensidad, como si a cada instante su mirada
poética se articulara por primera vez. Pues ante el fracaso de la palabra,
algunos poetas barruntan la brizna temblorosa de un misterio. Tal vez de aquí
provenga en las últimas secciones del libro la incomodidad de la escritura
versificada, que necesita el desborde de la palabra estremecida.
La recusación
a la divinidad acentúa la tensión con lo sagrado. Al escucharla
leer sus poemas, su voz pálida y paulatina reviste el temblor grávido
de la fe confusa; un aspecto fundamental en su poesía. Sus imprecaciones
a la divinidad ofrecen la estela de un amor sobrecogido que ahonda en la huida
de Dios. Síntoma de la época de la penuria, en términos heideggerianos,
que muestra la medianoche de Occidente. No es casual que pensadores y poetas como
Ximena Rivera persistan en los intersticios de esta orfandad (habría que
decir también a los poetas pensadores, ¿acaso los poetas no piensan?).
No es casual tampoco que algunos escritores se remonten a la época romana
o a fines del helenismo, a causa de la semejanza con la dispersión cultural
en la que estamos viviendo también contemporáneamente. Quizás,
en la poesía de Ximena, las referencias más patentes se remonten
a la tradición mística y a la cábala, un tema que sería
interesante de abordar en su poesía desde la perspectiva de los nombres.
Pues no hay que engañarse cuando Ximena pareciera nombrarse a sí
misma, debido a que de trasfondo se escucha el rumor íntimo del lenguaje.
A diferencia de la concepción del poeta que graba a su alrededor
el habla de la ciudad, Ximena Rivera interioriza las voces y las convierte en
su experiencia. El bullicio se apaga, dejando lugar al murmullo del lenguaje.
De esta manera la poeta no trascribe un horizonte anegado por palabras, más
bien ahonda en su perforación oscura: todo en ella se convierte en experiencia
poética, incluso -como ya mencionamos- su propio nombre. Como dice en su
primer libro Delirios o el gesto de responder, "solo sabemos que vivimos
y morimos / un poco cada día / con la certeza que cada cual / tiene el
nombre secreto que merece". A la búsqueda de escudriñar este
palimpsesto, su escritura intenta evidenciar algo ignoto. La utilización
de ilativos como "luego" y "entonces" dan cuenta de esa necesidad
de manifestar al lector, a veces casi como un argumento, una experiencia
poética en los lindes de la palabra ("A estas alturas -dice la poeta-
sospechamos / que no es verdad /que un poema se escriba con palabras"). En
aquella concatenación no existe una derivación apodíctica
o lógica, más bien constituye en algunos momentos una peculiar prosa
poética ensayística, "sostenida por una analogía".
En Poemas de agua no existen palabras que no digan. Ante el tráfago
de vocablos y al mismo tiempo su escasez de intensidad, Ximena Rivera ofrece una
escritura que dice. Los movimientos pendulares de los poemas cortos no
se desorientan; por el contrario, logran intensificar aún más la
manifestación de la experiencia poética. Por ejemplo, en "He
dejado de creer en Dios", los espacios de silencio de la página se
conjugan con las palabras dislocadas de los versos. Literalmente, el poema cae
y con ello también la creencia en la divinidad. Asimismo, en el poema "El
vacío", uno de los más bellos del libro, Ximena muestra su
fe confusa en relación con el amor. Los versos no podrían ser más
punzantes y certeros. La modulación de aquella gran palabra queda sometida
al ascua del tiempo, porque -como dice el último verso- "el amor demora
siglos en llegar a ser amor".
Sin duda, Ximena Rivera es una de
las poetas importantes de Valparaíso. Este libro lo atestigua. No es necesario
publicar demasiado ni tampoco contar con un listado de premios recibidos para
que la poesía siga su camino. Juan Luis Martínez ya lo había
demostrado. Inclusive, el poeta más admirado por ella, Rimbaud, patentiza
que la escritura poética no requiere necesariamente de una gran cantidad
de libros para que aparezca su luz diamantina. Tal como Rimbaud, Ximena Rivera
lleva la poesía a los límites, al entresijo donde vida y obra se
escinden. En aquel umbral alcanza las alturas de Ícaro, y sus palabras
a punto de quemarse se funden en la estrepitosa experiencia de la escritura poética.
* Este
texto corresponde a las notas prologales de Poemas de agua de Ximena Rivera,
libro aún inédito en su totalidad, aunque publicado fragmentariamente
en diversas antologías.
Selección
de poemas:
El Vacío
No
sé modular la palabra amor, ese verbo grande y final. Grande,
grande es mi súplica, mi ruego es comprender por qué el amor
demora siglos en llegar a ser amor. Mantra Entonces
lo que hay es la palabra: .. .. .. .. .. .. . .
Palabra.
La palabra, .. .. .. .. .. .. . .
es lo que hay. El silencio Comprendemos
después el canto del gallo al amanecer. Es una contradicción bastante
benévola ésta saber que el mundo cantando siempre permanece
silencioso.
No
es verdad que Dios exista. No es verdad la serpiente ..
.. .. .. .. .. . . el árbol .. .. .. ..
.. .. . . la manzana.
¿Y si no es verdad que Dios exista? ¿y
si no es verdad la serpiente .. .. .. .. .. .. . .
el árbol .. .. .. .. .. .. . . la manzana? ¿Para
qué insistir en esta historia? Sabemos que no hay fundamento en
el cuento del exilio. .. .. .Podemos vivir
en paz, .. .. .podemos dormir tranquilos. Ya
que no es verdad que nuestros hijos se mataron.
Yo
recuerdo un estado de la noche, una especie de olvido sumamente físico,
un olvido cósmico, por decir algo, que para ustedes se manifiesta en sueños.
Es una navegación que me lleva de mi nombre hacia la noche, noche abajo;
un viaje nocturno, una ruta por un brazo de la noche, que soy yo misma. Me digo
Ximena para reconocerme, me nombro, y lo olvido. Ya sé: es la locura
que viene, y en el río de aquella noche lloro con un llanto que corta la
piel y reseca la lengua. Cuando salgo de puerto, de inmediato reconozco el hecho
insólito de una nueva lengua: me creo en otro país, por lo tanto,
estoy en otro país; ningún nombre está sujeto a sus cosas,
los nombres están salidos, idos de sus cosas. Todo es intercambiable, pero
en un principio entendible y aceptable. Por ejemplo: la calle es un río,
la pared un árbol, mi bebé un ícono.
Mi
abuela acuña nombres en un libro grandísimo: es un trabajo privado.
Luego mira maravillada la profundidad del espacio celeste, y comprende lo tremendo
del asunto. Se envuelve en su chal y guarda silencio; las polillas, debido a la
luminosidad y brillantez de la tela, se estrellan contra ella también en
silencio. Mi abuela enmudece y comprende lo tremendo del asunto. Cavila, y yo
escucho cómo mi abuela enmudece doblemente su silencio. Luego, aborda un
viejo automóvil que la llevará al centro de la ciudad. Mi abuela
me mira, y comprende lo tremendo del asunto. Luego, el automóvil ahuyenta
a unos perros de pelaje rizado a causa del aliento húmedo de la neblina.
¿Es
verdad que no podemos pensar sin palabras? ¿Es verdad que la vieja conjunción
de palabras y de cosas, obviamente en su también vieja ligereza, lo altera
todo? ¿No será un vicio, un residuo? Con claridad se piensa que
el lenguaje constituye y funda, entonces él entra en mis dominios, en mi
ámbito, como un caballero a caballo, invicto, sin derrota, incólume.
A mí tanta perfección me disminuye, y la enorme palpitación
de los lenguajes no me conmueve; más bien me producen un largo desaliento.
Las primeras palabras -de la mañana, por ejemplo- me enferman. Es entonces
que reconozco que los lenguajes se exhiben, y lo que yo soy entre una modulación
y la siguiente: se borra.
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