El ángel de las casas abandonadas
ya no encuentra el alojamiento de antes
pisos en el mero centro de la ciudad
cuando piensa haber encontrado cuarto
con baño y cocina
cuando por fin cree tener lugar
donde pueda invitar mota y partícula
a descansar para que sirvan de cobija
a las repisas y encimeras
entra y se encuentra con vivienda
en obras, con apartamento hipotecado
en plena preparativa para ser arrendado
a corto plazo, a turistas de paso
el ángel de las casas abandonadas
ya no busca asilo en los centros urbanos
se va a las viejas casas de familia
sabe que una casa necesita ser habitada
que las paredes se desmoronan
sin niños que las manchen con sus manos
el ángel de las casas abandonadas
busca lo lejano, se alberga en lo olvidado
e invita al zorro, a la lechuza
al lince, extiende su hospitalidad
al murciélago y a toda clase de animal
que necesite madriguera o ponedero
pero ya no, ya no busca habitación
en los centros, allí donde todo tiene que rendir
donde lo inútil, lo infructuoso se encuentra desahuciado
condenado a vivir en las afueras, en los baldíos
Autorretrato como un par de zapatos
no el nuevo par sin estrenar, no el par
que cuelga de cables como suicidio
colectivo, grafiti urbano sumido en mitos
y leyendas – aunque vamos, también he sido
legendario, como el par de Van Gogh
que nadie sabe si los compró
en el rastro para usarlos él mismo
o porque su aura pedía ser pintado
zapatos que Heidegger creerá ser de labradoras
trigueras que habitan y andan por su mundo rústico
como las vacas de Nietzsche – que por vacuno
no se preocupan de la historia –
zapatos, en fin, que no son nada
más que zapatos a la mano
¡qué barbaridad! lector no te culpo
si tiras este libro al río donde seguro quedará
varado entre las raíces de un sauce
con todos los otros deshechos: bolsas
de papitas, envases de refresco
latas de sardinas, calcetines, calzoncillos
y un zapato huérfano
La casa con un mango en el patio
Había una vez en una calle sin salida una casa
con un mango en el patio nunca sin flor
y siempre con fruto, si sabes algo
de mangos, me dirás, deja ya de contar
esas magias del siglo pasado, mentiras
de las que dicen los que no pueden con la verdad.
En la esquina de ese callejón vivía una panadera
que hacía las mejores rosquillas. Eran años
de racionamiento y revolución, aun así encontraba
la harina y el azúcar, la canela y el aceite
y algunas mañanas rastreábamos los chelines
para comprarle sus bollos, calientitos y recién azucarados.
Si te digo que en el techo de esa casa vivía
una iguana regordita por comerse tantos mangos,
todavía no me creerás, pero se soleaba cada mañana
en el muro bajo el mango y los vecinos,
quizá esto te convenza, querían desesperadamente
cazarla para hacer de ella una sopa de garrobo.
Cada tarde en esa casa se comía mango con sal,
chile y limón, ya no me importa si no me crees,
pero había una vez en una calle sin salida una casa
con un mango en el patio que siempre echaba brotes
nuevos cuando los últimos mangos de la cosecha
previa estaban verdes y duros como almendras.
Y de noche descendía sobre la casa una diablura
de ratas, mientras la madre brincaba en su cama de agua
el padre las perseguía por todo el hogar con su bate
de béisbol sin nunca dar el golpe de gracia,
noche tras noche las ratas y el palo por la casa,
y una noche el padre se resbaló y se dio contra la puerta,
Y despertó la horda de termitas y cucarachas
que vivían en la madera y que salieron como un río,
como si dentro de la puerta durmiera el ángel
con la copa de plagas. No, no vengo a contarte
cuentos de hadas, una vez había en una calle sin salida
una casa donde una iguana vivía en un paraíso de mangos.
Autorretrato como tríptico de rinocerontes
Yo soy el rinoceronte de Durero
unicornio monstruoso de doble cuerno
Soy la Clara que gusta de tabaco y de cerveza
celebrada por toda Europa
Soy la abada huérfana, pasada de mano
en mano como postal erótico gastado
Yo soy el monoceronte blindado
soy maravilla, soy leyenda hecha carne
No me digan abadesa, aunque haya sido obsequiada
a reyes y a vicarios Medici
Soy el rinoceronte de Durero
animal que él nunca viera con ojos propios
Soy la mascota cegada para ser mejor controlada
soy la broma pesada de Felipe II
Yo soy la Clara, la adicta, la borracha
encarcelada y por cirrosis achacada
Soy el monoceronte náufrago
en alta mar ahogado
Los que nos abrasamos acá abajo
Di lo que quieras de Nerón, de ese comilón gordo
que nunca se negó ningún apetito ni antojo,
di lo que quieras de vomitorios y purgas,
de perlas desleídas en vinagre y esclavos
para limpiar las babas. Di lo que quieras
de violines y liras ¿protestaremos nimiedades?
¿que si instrumentos de cuerda? ¿que si salidas?
Roma arde, imputa el incendio al que quieras.
Di lo que dirás de los que bailamos al compás
del titileo de las llamas. Quizá nosotros éramos
los que prendimos la hoguera. Quizá Nerón.
Quizá por fin una de sus antorchas humanas
se bajó de su ardorosa cruz y vestido sólo de esa luz
y ese calor que consumía su carne corrió
por la ciudad. Di lo que quieras. Pero el saltarín
que toca las cuerdas y que gira por el fuego
no es Nerón, sino nosotros acá extasiados.
Bocetos del artista como hombre que se envejece
Después de pintarse como Cristo
abandonó los autorretratos,
pero no dejó de dibujar esbozos.
A los treinta y tres, Durero, desnudo,
pluma y pincel sobre papel verde,
a plena vista su pene lacio.
Una mano escondida detrás
de la espalda, la otra cercenada
a la altura del codo – artista manqué
que esconde las manos que han grabado
cada tendón y cada arruga
de la piel de unas manos unidas
en oración o dobladas sobre
una biblia, de unos dedos que enhebran
una aguja, que señalan algo, alguien,
de unas manos que han estudiado
la geometría de sus propias manos
para mejor entender su oficio.
A los cuarenta, de prisa, dibuja
con pluma y acuarela un mensaje
para servirle de ojos al médico
en su consulta. La tinta sombrea
un cuerpo todavía muscular.
Vestido sólo de taparrabos.
Sus ojos llaman al público,
su pelo suelto, largo, desciende
más allá de los hombros, guían
la mirada al brazo, luego al codo,
al antebrazo, al dedo que marca
el torso, el costado llagado.
De su puño y letra escribe:
Allí donde la mancha amarilla,
donde señala el dedo, me duele.
Durero, artista dolorido, aquejado,
no in extremis, sino en camino,
artista como Varón de Dolores.
A los cincuenta, su último autorretrato,
los hombros caídos, el cabello ralo,
los pechos fláccidos, un flagelo de escobas
en una mano, un vergajo de nueve colas
en la otra, los comienzos de una barriguita.
El cuerpo del artista hecho estragos
por los años y por unas manos
que usan el arte como talismán,
artista como un penitente humillado
que intercede por la soberbia
de un hombre que se dedica a la belleza,
al oficio divino de recrear el mundo.