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Javier Peralta Rojas | Autores |



 





Selección del libro de narrativa
«Domicilio en Llamas»

Autoediciones Cortopunzante / 2008

Javier Peralta Rojas


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Primero.

Atrapados en el recinto urbano, donde cada día hay que levantarse, para salir del claustro de las celdas al patio habitual de las calles, las multitudes transitan con la voluntad rota, guiadas por la coreografía de la globalización. Los edificios que conforman este vertedero penal, están revestidos con afiches publicitarios, coquetean con la muchedumbre rea prometiéndoles confortabilidad. Agonizamos diariamente rodeados de zombis monótonos y maniquíes sarazas que dictan categorías de sistemas encaramados en los púlpitos de las instituciones. Camino inestable y sin domicilio por un país ficticio, mimetizado con el color ocre de las calles.

Tomo un taxi hasta el centro de Santiago, el chofer maneja a regañadientes, insulta con su tufo a nicotina a los otros conductores de los vehículos que están atascados en el taco con la neurosis a flor de piel. Comienza el concierto desafinado de las bocinas, orquestada por un tropel de energúmenos que tratan de abrirse un paso entre la congestionada Alameda. Algunos autos copulan intentando aumentar la natalidad del parque automotor. La opulencia tecnológica de las máquinas sobrepasa la habilidad motriz y la inteligencia de los conductores histéricos, que aferrados a sus volantes revisan un manual de semiología para interpretar la señalética del tránsito.

El centro de la ciudad es una trampa de comercio que se extiende o contrae según el horario del flujo peatonal, es un emporio mundano, en el que la gente camina con neurastenia agobiada por el régimen del trabajo, auscultando las vitrinas con voraces ganas de comprar cualquier cosa. En el Paseo Ahumada, la multitud oligofrénica lleva implantados teléfonos celulares en las manos, para escuchar las instrucciones del liberalismo anónimo que les habla con una voz en off desde un lugar indetectable. El tránsito de los cuerpos es en todo momento sospechoso, está vigilado por la omnipresencia de la óptica opresora de la cámara policíaca. La masa es un enjambre curioso que en cualquier minuto muerde el anzuelo de las ofertas, atrapadas por el vicio del consumo. La jerga de esta zona es el coa de la economía.

Animales mutilados babean en las estanterías del Mercado Central, ratones hambrientos se alimentan de los trozos de bisté, mientras los borrachos abducidos en los bares almuerzan caldo de pata o sándwich de cabeza de chancho con pebre. Las manos quirúrgicas, con las infecciones de las nacionalidades, extraen las sobras de los alimentos de los sumideros para procesarlos en los laboratorios que elaboran mercadería transgénica para el almuerzo de los clientes. Los vendedores se sacan los ojos y los exhiben jactándose de su artilugio asombrando a los interesados que eyaculan en el dinero antes de comprar cualquier producto sintético. 

Se mueve la selva eléctrica siguiendo el orden del caos.

Un sacerdote proxeneta de la calle Esmeralda está bien armado cuidando su territorio sexual, se acercan dos policías transexuales fumando pipas de pasta base, preguntan en dialecto por el arriendo de los cuerpos roñosos y celulíticos de las rameras, el cura bajo los efectos del ponderax les ofrece un precio por sus dos hermanas, toma el dinero y se lo refriega por el culo para probar si son verdaderos. Unos transformistas esperan a los obscenos parroquianos en las sendas del peligroso erotismo, hacen travesuras lascivas con sus yuntasgenéricas sin escatimar destrezas en sus cuadros carnales. La apetencia del deseo no termina, los insatisfechos se ahorcan desnudos desde los postes de energía defecando sobre los ancianos rezagados por la lentitud de sus movimientos.

El mercado trabaja con la muerte, con la perversión del deseo, la necrofilia es la afinidad. Mujeres con senos infectos por las heridas de sus propios mordiscos, cubiertas de fango y con hemorragia de pus, se desvanecen en exclamaciones orgiásticas. Ninguna situación es inaudita para el comercio con la muerte, la hediondez de la comida cadáver sobrepasa el envoltorio plástico que los aloja, activando el hambre de los comensales.

Por las ventanas de la Cámara de Comercio, se ve a los empresarios dueños de la economía del país, fabricantes de alimentos artificiales y juguetes lisiados, festejar un cóctel opíparo en sabores de fantasía, vestidos con suntuosos trajes, de tonos opacos, que se ciñen a sus ociosas contexturas físicas diseñadas en gimnasios de ostentosa infraestructura, provistos de exuberantes maquillajes para disimular sus rostros anémicos, degradados por el abuso permanente de la sustancia "vigorizante", sugerida por el plan de nutrición de la empresa para mantener la formalidad de la imagen. Degustan por sus bocas corrosivas los bocadillos y difunden gestos de elocuencia cuando aprueban la calidad de la comida. Con unas sonrisas bobaliconas, enloquecidos por la civilidad de sus pensamientos e hinchados de placer, siempre con la convicción de querer más, vibran al masticar la muerte perdidos en un descontrol suprasensible. A las nueve se sueltan la corbata de sus cuellos dóciles y descorchan las primeras botellas para iniciar la ruleta del vicio.

En la catedral desorbitada de pacientes sin conciencia, sonámbulos de rostros oscuros y de una felicidad arcaica, tocan las campanas anunciando la puesta en escena de los políticos acróbatas y malabaristas, que harán un show para conseguir votos para las próximas elecciones municipales, ambientándolos una banda sicodélica que lanza acordes a los auditores drogados con cactus telepáticos servidos en ensalada.

En ese momento en la Plaza de Armas se celebraba un funeral de un ex funcionario de Correos de Chile, atropellado por el zorrillo en una protesta por reivindicaciones laborales. Llegó una leva de pacos empepados a disgregar la performance del acto cívico, propinándole una paliza a los futuros alcaldes y a los escolares que les lanzaban piedras irrevocablemente. La muchedumbre burócrata empezó a correr despavorida para protegerse de esta guerrilla minimalista de escasos recursos, la retina de las cámaras que sitian el centro de Santiago registran el trastorno citadino que luego será difundido por los cínicos canales de televisión. Los bomberos apagaban a unos indigentes que se quemaron a lo bonzo para terminar con el bochorno de sus vidas en las puertas de La Moneda.

¿Cuánto durará este callejeo incesante en esta gran prisión semántica copada de traidores durante toda su historia?

Segundo.

El sol se extingue estrangulado por el horizonte.

Desciendo por las escalas mecánicas del Metro, entre hombres y mujeres de asfalto hasta llegar a las vías eléctricas. En los vagones azules, los pasajeros van anestesiados, con las emociones suspendidas, el síntoma del viaje es un bostezo, el habla cotidiana ha fallecido tragada por el subsuelo. El chirrido de las líneas metálicas con el roce de las ruedas, molesta el letargo de los viajeros, quienes se sienten a salvo en la plana trayectoria del tren. El eco del fracaso de la democracia desciende hasta ésta tumba, rebota en las psiquis minusválidas, que van pegadas a los vidrios con la mirada ciega, temerosa de cruzarse con las pupilas del otro. Cada cual va clavado en su puesto, cumpliendo con la premisa del nuevo orden, transformados en fetiches, expropiados del peso dramático de su ser, hacia un destino irreversible.

El Metro se detiene en la estación Moneda.

Algunos despiertan del cansancio y salen rápido del vagón, chocando con el tumulto que a empujones porfía por entrar. Suben por las escaleras, cruzan la frontera hacia el estrés metropolitano, quieren olvidar su deuda con el sistema en un club nocturno de San Diego o perderse simplemente en la neblina de la calle; como unos exploradores forenses vagando por la ciudad enferma en busca de un poco de eros, acompañados por un ocaso resinoso y lleno de hollín. Otros entran vencidos a los vagones, las puertas automáticas se cierran.

El tren avanza por los túneles transportando cuerpos etiquetados en cantidades desproporcionadas, distribuyéndolos por las distintas comunas de la capital. En cada estación nos hacemos aún más viejos. La promesa inasible de un sistema irrecuperable que nos lleva a la velocidad de la técnica, desarma el saber de los pasajeros, que hace rato renunciaron a cualquier reflexión, hasta la obscuridad de la ignorancia.

El tren se detiene. Se abren las puertas. El viaje se repite por generaciones.   

Fuera del metro todo está lúgubre. Soy un superviviente caminando por el cadáver de una ciudad que nunca acontece, parecida a una maqueta ósea que se fisura con el paso de mis bototos. La catástrofe urbana queda al desnudo con sus paisajes derrotados, inexpresivos. Sigo viajando sin ningún dios que estorbe, pienso con la sensibilidad del cuerpo: la sociedad masoquista se auto destruye.                                         


 

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