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Esos domicilios que proyectan una órbita terrible
Comentario y adelanto de la novela “Domicilio en llamas”, de Javier Peralta Rojas.
Ajiaco ediciones, 2013
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Hay un mundo que deambula por una órbita terrible. Hay un planeta desolado y a la vez invadido por ese mar de gente consumida por el sistema. Hay un mundo que aterra, que enerva las pasiones y somete, satura y maltrata. Ese mundo no es distópico. Ese planeta no es ucrónico. Es una realidad que existe en el tiempo y que anula a la sociedad amable, al universo limpio, al mundo solidario. Ese planeta lo vivimos a diario y también aparece como ente antagónico, como campo de batalla en DOMICILIO EN LLAMAS de Javier Peralta Rojas.
Pocos pueden caminar con firmeza bajo la amenaza del Neo-Santiago, pocos pueden caminar bajo la intimidación de ese territorio envenenado que se representa en esta novela. La decadencia social, el puño corto punzante del panóptico visceral que engendra nuestro actual mecanismo de vida, el odioso recorrido de una ciudad abstrusa que nos liquida, nos obliga al silencio y al deambular por los terrenos del miedo. Es ésa la realidad que nos presenta Javier, la de un personaje negro, reflejo de la precariedad humana, y la concatenación de un sitio sobrecargado, barroco en el sentido más terrible de la palabra, muy al estilo del filme Akira de Katsuhiro Otomo (1988). Es ésa la narrativa de Peralta, el horror del mundo transformado en una prosa poética, política y destructora, obra que sin duda, sitúa a Javier en una de las propuestas más terribles y la vez más conscientes de la narrativa chilena del último momento.
Ajiaco ediciones
ADELANTO
[...] Se corta la luz a las 20: 30. Una multitud sin rostro aparece en la oscuridad encendiendo barricadas, conmemoran la muerte de los asesinados en la dictadura, resistiéndose a ser invadidos por la amnesia del presente. En el tiempo quieren que nos olvidemos de quiénes somos, para injertarnos la idea de una comunidad restablecida, sin el recuerdo del trastorno de su historia. La flagrancia de las llamas, en la oscuridad adrede de la población, es el gran velatorio callejero que acalora los ánimos en la noche húmeda, donde lloran las generaciones heridas frente a un ataúd vacío. El duelo es un poema doloroso que abre un surco indeleble en la memoria. Las cadenas giran en las manos de los encapuchados, las tiran al tendido eléctrico, se entrecruzan los cables, salta un puñado de chispas, el voltaje se excita y los generadores revientan. La calle empieza a latir exigiendo a sus muertos.
En el pasaje de atrás se pitean a un paco con un fierro hechizo, un arma hecha con precariedad de recursos, pero efectiva en el enfrentamiento de corta distancia en las barriadas. En las techumbres se escucha el rugido del choro disparando balazos del calibre de su hambre. La noche está brígida, las estrellas parecen los colmillos de un animal furioso al que le han quitado sus crías. Aquí se combate por una causa común y por una convicción individual. Hay represalia. Los pacos entran con unas tanquetas, pero en la oscuridad espera un secreto divergente el momento oportuno para lanzar la molotov. En el juego de ver sin ser visto, el panóptico oficial queda ciego en la negrura de la población, bajo la mirada gruesa de los encapuchados. El devenir de la calle se hace respetar echándole más combustible a las barricadas, el humo de los neumáticos en llamas se propaga por las callejuelas, y el resplandor de las fogatas proyecta sombras gigantes sobre las panderetas con grafiti. En el almacén del frente, algunos vecinos observan cómo allanan la Sede Social, otros garabatean, alzan los brazos arengando a sus compañeros para que se decidan a actuar.
Un radiopatrulla alumbra con un foco entre los árboles mochos. Entran corriendo las fuerzas especiales por el pasaje pisando las pozas de agua, salpican a unos niños que pedalean despistados en sus triciclos chupando un collak. Blandiendo los revólveres derriban la reja de una casa, en el patio zangolotean unos perros en el barro, asustados se detienen a gruñir, en el comedor suena el pitido de una tetera hirviendo sobre una estufa, hay ropa tendida secándose en los sillones, una gotera cae sobre un nylon, dos hombres a torso desnudo toman café en una mesa de madera escuchando una radio a pila, sorprendidos, uno de ellos trata de escapar por una ventana y el otro por el cobertizo, ambos son alcanzados por unos disparos en las piernas. Los suben a distintas camionetas sin patente, de inmediato los llevan a un recodo de castigo, a un lugar del que no se tiene noticias, del que si se regresa, se retorna sin palabras, cuando te dejan una mañana abandonado hecho un guiñapo en una solera cualquiera.
Desaparecer al otro, es la forma que utilizan los gobiernos lumpenes para poner una medida a la inflexión callejera, al esparcimiento del transeúnte por la espacialidad, con técnicas de represión, vigilancia, tortura, muerte y orden. La ley te odia, es el monólogo de un padre sordo, dando la espalda a los escrutinios de sus hijos, adoptados a la fuerza por un contrato social en la mocedad de la historia humana. Ancla cargada en la biología de un cuerpo, jorobado por soportar tanta interrogación en el deslustre de un cuarto provisto de lo indispensable, resinoso por el acezar de la tortura, donde un ápice de luz filtrándose por el orificio del techo, recuerda que aún no es tiempo de ingresar a la plenitud del sueño. Cuando llega la noche susurra la interrogación todavía, su despliegue profundo, lejos de evanescerse en el viento de un respiro relajante, se derrama en cada recoveco de la memoria, anudando el cuerpo, replegándolo a una posición fetal sobre el charco de sus propios orines y diarrea. Al amanecer nada florece, reptas en el légamo caluroso, en la bruma de una pesadilla cerrada, sintiéndote infinitamente minúsculo, vigilado por fantasmas perpetuos, a la espera de que abran de nuevo la puerta de tu celda y te arrastren a la sala de ortopedia del Capitán Garfio.
En la comisura de la mañana, el cielo celeste es atravesado por nubes blancas, el leve calor matutino asolea el asfalto y evapora lentamente la humedad de las calles. En la arboleda, los pájaros se mecen y trinan sobre las ramas secas de los álamos. Tras los techos de las casas de emergencia y las mediaguas, al fondo, se yergue una soberana antena de telecomunicaciones rayando los cerros amarillos quemados por la frialdad del invierno. Las barricadas humean e irritan la vista, las cenizas orbitan alrededor del humo que sube en espiral hasta lo alto de los cables eléctricos en los que cuelgan zapatillas viejas delimitando el territorio. Doblo en un pasaje derretido, atravieso una calle angosta hedionda a perro muerto. El primer bus surca la mañana, le pregunto si me lleva. Subo [...]
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Javier Peralta Rojas. Nació en Santiago de Chile 1975. Poeta, rockero, Licenciado en Filosofía de la universidad ARCIS, actualmente realiza un magister en Estudios Culturales en la misma universidad. Fue uno de los fundadores de la revista Empédocles. El año 2005 publicó su primer libro de poesía Paso-Quiltro en la editorial Mago- Editores. Ha sido publicado en revistas de Chile, Argentina, México, España. El año 2010 fue publicado en la antología “Desmanes: Poesía Combativa para las Luchas Cotidianas” Editorial Quimantú (Chile), y el año 2011 es publicado en la “Antología sin fronteras” de poetas latinoamericanos (México). Entre los concursos más importantes que ha ganado: el año 2008 recibió la Beca de Creación Literaria del Fondo del Libro y la Lectura en el género narrativa con su proyecto “Domicilio en Llamas” y el 2010 se le otorga el Premio Municipal Juegos Literarios Gabriela Mistral Mención Honrosa género: Poesía- Categoría Adulto, por su obra “Caídos de Alquitrán”. El 2011 crea la editorial Cortopunzante, escribe columnas en el diario electrónico El Ciudadano, y graba el primer demo con su grupo Abisal. El 2012, graba su segundo demo “Ciudad Capital”. Actualmente merodea por la calles de la necrópolis.