Las balas que tuvimos que tragar
Presentación de "1993", novela gráfica de Christián Gutiérrez (Christiano)
La Calabaza del Diablo, 2012.
Jaime Pinos
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Parto agradeciendo la invitación de Christiano y La Calabaza del Diablo para presentar este libro. Con Christian Gutierrez, Christiano, me une una larga amistad y una relación de complicidad y trabajo que se inició en los años de la revista La Calabaza del Diablo y continúa hasta hoy. Desde luego, su trabajo ha sido para mí una influencia y una admiración que se confirman con la aparición de 1993. A continuación, desarrollo algunas notas breves sobre el libro.
21 de octubre de 1993. Cinco militantes del Mapu-Lautaro asaltan un banco en Las Condes. Durante el asalto muere el guardia. Huyen en un taxi que deben abandonar y abordan una micro intercomunal 24. La micro es rápidamente cercada por la policía. Hay un primer tiroteo donde un suboficial de carabineros es herido de muerte. Los lautaristas lanzan las armas por la puerta y las ventanas. El chofer agita un pañuelo blanco en señal de rendición. Sin embargo, la policía reanuda el tiroteo sin discriminar entre asaltantes y pasajeros inocentes. La micro recibe 162 impactos de bala, según establecerá luego el proceso judicial. El resultado final son 8 muertos y 12 heridos, varios de ellos de gravedad. Un niño de 13 años se cuenta entre los heridos.
1993. La Masacre de Apoquindo. Los primeros años de esta democracia. Años marcados por la violencia cotidiana y un discurso oficial que procuraba ocultar sus consecuencias sangrientas. Que justificaba, en nombre de la estabilidad democrática, la represión y la impunidad. Aylwin dará inmediatamente su respaldo irrestricto al accionar policial. Onofre Jarpa, como en los viejos buenos tiempos, hablará del precio necesario de una guerra donde los adversarios deben ser derrotados, según sus propias palabras, al costo que sea.
Al costo que sea. Palabras precisas para describir una guerra sucia que, sin lugar a dudas, tuvo un alto precio. 1989, el mismo día que Aylwin es proclamado candidato, el dirigente mirista Jeckar Neghme es asesinado a balazos en pleno Paseo Bulnes. 1990, después de un sangriento rescate desde el Hospital Sótero del Río, donde mueren 4 gendarmes y un carabinero, el lautarista Marco Antonioletti es localizado y ajusticiado. 1992, Fabián López y Alexis Muñoz, militantes rodriguistas, asaltan un camión de valores y se refugian en una casa de Ñuñoa, reteniendo a una familia por varias horas. Luego de dejarlos libres y leer una proclama que es transmitida por la televisión, la policía abre fuego matando a ambos. Algunas escenas, algunos hitos de esta guerra. Una guerra que significó, para la inmensa mayoría, vivir en un país donde salir a la calle era jugar a la ruleta cotidiana de los hechos de sangre.
La Masacre de Apoquindo como metáfora de esos días de fuego. Este libro como un documental gráfico o una novela hecha de imágenes que es testimonio de una época que muchos parecen haber olvidado. Al igual que esos años, este libro está lleno de balazos y de muertos.
Pienso en un cuadro. Una mano agita un pañuelo blanco. Una señal que no detendrá la matanza, el remate de los heridos, las patadas y apremios en plena calle a los sobrevivientes. La locura de los policías abandonados a la euforia del gatillo fácil, oficiantes de una bacanal de sangre. No sirven los pañuelos blancos en una guerra sucia. El terror del estado no respeta a los inocentes ni hace prisioneros. Menos aúncuando ese terror se ejerce en nombre de una democracia construida al costo que sea. Aún al costo de un montón de cadáveres.
Otro cuadro, hacia el final del libro. Luego de la lluvia de balas, de ese temporal macabro hecho caer sobre mujeres y niños, uno de los policías enfunda su pistola. Es terrible pensar en las innumerables veces que esa pistola ha vuelto a ser desenfundada durante los años siguientes. Estudiantes, pobladores, comuneros mapuche. Balas perdidas, disparos por la espalda en incidentes confusos que nunca llegan a aclararse.
Los dos lautaristas que sobrevivieron a la masacre de Apoquindo recibieron condenas de 61 y 81 años. El único carabinero condenado en la investigación de la fiscalía militar recibió una pena remitida. Ni un solo día de cárcel efectiva. Más allá de este caso, esa impunidad sigue vigente hasta el día de hoy. Es la misma impunidad de los esbirros de la dictadura, los funcionarios del terror organizado, que aún pasean por nuestras calles o van a ver el fútbol los domingos. La impunidad a la que debe resignarse un país que dejó morir al dictador, el peor criminal en serie de su historia, apaciblemente en su cama.
1993 es un libro sin una sola palabra. Sólo hay imágenes. Lo que suena en este libro son sirenas y balazos, no palabras. No se ha dicho mucho sobre esos años, los inicios de la postdictadura. Más bien, esa historia parece estar enterrada bajo un largo y pesado silencio. Un silencio parecido al olvido. En este sentido, me parece que este libro es valiente e importante. 1993 se impone el ejercicio de la memoria como tarea y exigencia. Nos hace recordar.
Madre escuchaste a los niños cantar y recordaste lo que no querías recordar, estas legumbres que vamos a comer saben igual que las balas que tuviste que tragar, sin querer. Los versos finales de Eugenia, la canción que Álvaro España de los Fiskales Ad Hok, cuya primaviajaba en la intercomunal 24 ese día de octubre, compuso sobre la Masacre de Apoquindo. Ese podría ser el sountrack de este libro. Guitarras eléctricas como ráfagas. Un libro que nos permite recordar de dónde viene este presente. Los inicios de esta democracia. A sangre y fuego. Las balas que tuvimos que tragar.