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Salvatierra, novela de Francisco Miranda publicada por Ajiaco Ediciones

Por Jaime Pinos

 

 

 

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Mordiendo

Agradezco a Francisco Miranda y a Editorial Ajiaco la invitación a presentar este libro. Me une al autor una larga amistad que se inicia en los tiempos de la revista La Calabaza del Diablo, de cuya pequeña librería era uno de los principales parroquianos, y la edición de su novela El Sindicato. Sigo su trabajo con atención desde entonces y celebro su persistencia en el oficio peligroso de escribir, así como este nuevo aporte a la narrativa que ha apostado en estos años por el ejercicio de la memoria y la exploración de nuestra realidad.

Desde luego, Salvatierra reafirma los principales rasgos de la literatura de Francisco Miranda.  Hablaba de la exploración de lo real. Sin duda, este ha sido uno de sus principales afanes. Tarea nada fácil en un país cuya realidad, a menudo dramática, demanda no sólo profundidad para su comprensión y su crítica, sino también valentía para enfrentarla. Palabras de Carlos Droguett sobre la literatura chilena: no tiene garra, no tiene coraje, no tiene imaginación, profundidad ni estilo; vive de espaldas a la realidad chilena, no sólo la realidad histórica, sino también la realidad no escrita, desgraciadamente no escrita. Miranda ha asumido el desafío de escribir esa realidad. Libro a libro. De poner a la literatura chilena de frente. Para eso, ya lo dice Droguett, se necesita garra y coraje. Miranda, en un medio más bien pusilánime, ha demostrado tenerlos de sobra.

A continuación un par de apuntes sobre un aspecto, una coordenada de lectura que me parece significativa en este libro y, en general, en el trabajo de Miranda: el registro del origen y los avatares de lo que podríamos llamar la contracultura chilena.

¿Dónde estaba Salvatierra, el protagonista de este libro, hijo y hermano de militantes, para el golpe  de estado? ¿Qué estaba haciendo? Decidí renunciar a dictar clases en la universidad para dedicarme a vivir en paz y amor, aquí y ahora. Entre sexo, drogas y rock, en los faldeos precordilleranos de La Reina, en una parcela de amigos dispuestos a ser hippies en el último rincón del mundo, lugar donde me encontró, cargado de ácido lisérgico, el día de los bombardeos a La Moneda, evento que viví en la más absoluta inconciencia. En medio de la Unidad Popular, aún en medio de su colapso, el protagonista busca nuevas experiencias, busca abrir las puertas de su percepción. Participar de la corriente contracultural de los sesentas, la puesta en práctica de nuevas formas de vida, aquí y ahora. El Golpe sorprende a Salvatierra en eso. Cargado de ácido lisérgico. Ese es el origen del desacomodo existencial que lo llevará a convertirse en un vagabundo. A elegir salirse de lo que se supone es la vida real, a enfrentarla desde afuera, a renunciar.

Varias páginas de esta novela se ocupan de la descripción de esa escena contracultural. Una tarde de agosto fuimos con unos amigos a Providencia. Frente al café Coppelia, sobre un camión, Los Jockers tocaban canciones de los RollingStones. Nos reunimos una multitud de lolos pelilargos y lolas con mini falda. La actuación no estaba autorizada por nadie y fue interrumpida por la policía. Quedó una gresca. Una treintena de detenidos fue el bautizo del lugar con el misticismo de nuestra contracultura. Y en otro pasaje: No me parecía tan banal, en todo caso, todo ese lolerío de secundarios deambulando de acá para allá, mostrando la estética pop, de pelos largos los hombres y de faldas cortas las mujeres. Mostrar las extensas piernas entre blusas floreadas era una forma más de romper con lo establecido. Tampoco le pareció tan banal a la dictadura. La instalación del terror también pasó,  en los primeros meses, por patrullas militares imponiendo, a punta de metralleta, el pelo corto y las  faldas largas. Los hippies, la llamada nueva izquierda, fue siempre una amenaza. Ya desde antes del Golpe, desde las razias de Patria y Libertad, la policía y los cadetes de la Escuela Militar: era absurdo. Queríamos la paz y el amor y debíamos defendernos a pedradas y patadas de la fuerza pública.

Me parece que no se ha escrito mucho sobre todo esto. Sobre la corriente contracultural que emergía y se desarrollaba paralelamente al movimiento político de la izquierda tradicional. La versión nacional de un movimiento que involucraba a miles de jóvenes en todo el mundo. Mayo 68, la movilización contra la guerra de Vietnam, el Black Power, el feminismo. La experimentación con las drogas, las comunidades, el sexo libre y el pop art. Woodstock, Lennon, AbbieHoffmann. Miranda ha hecho del relato de la expresión chilena de esas experiencias un material recurrente en sus libros y aportado a la comprensión de esas formas de rebeldía que fueron igualmente perseguidas por la bota militar.

Dan Joy definiendo la contracultura: La contracultura no se puede modelar ni producir: ha de vivirse. Si la contracultura valora el ampliar las fronteras del arte, valora aún más el acercarse a la vida como un experimento artístico en marcha. Si la contracultura valora el pensamiento novedoso, más se esfuerza por expresar esa idea en la acción del momento.La contracultura ha de vivirse. Seguramente es esta perspectiva vital la que ha hecho posible que su influencia persista hasta hoy en el imaginario de los jóvenes, especialmente. Que las flores de esa revolución no se hayan marchitado del todo.

Encuentro un video chileno en youtube. Su título es: ¿Dónde están nuestros hippies? Algunos, como Salvatierra, habrán muerto. Otros se habrán integrado al país del dinero y el dominio de las imágenes falsas y las cosas nuevas.  Otros, sin embargo, a la intemperie como perros vagos, seguirán ladrando. Y mordiendo. Como escribió Miranda en Subversos, uno de sus primeros trabajos: Aunque sabemos/que la historia/ se aparece de improviso/aceptamos que es parecida/a la de ayer y tantos días/La vida se nos presenta igual:/somos/viejos/y/flacos/perros agónicos/mordiendo.

Valparaíso. Agosto de 2012




 

 

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