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Escribir la tragedia cuando ésta no ha dejado de acontecer
Documental de Jaime Pinos. Editorial Alquimia, 2018
Por Pablo Inostroza
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Como quien toma la temperatura de la casa incendiándose. Escribir con el coraje y la honestidad del ojo-corazón, que no separa al sujeto del mundo, que habita la herida y recorre su genealogía a través de las huellas inscritas en la piel. Sostener en la lengua viva la intensidad de vivir a contramano del espectáculo, haciendo que el acontecimiento irrumpa en el tiempo del capital, y con la afilada potencia del documento, haga imposible el retorno a la norma del olvido.
El fin del mundo, como promesa de la época, alimenta el desánimo y la impotencia de un pueblo mutilado. ¿Podemos volver a componer un pueblo estos fragmentarios cuerpos cyber-orgánicos, tanto más lejos entre nosotres cuanto más cerca de las pantallas? La nostalgia crece paralela a la esperanza, cuando nos posponemos hacia adelante o atrás, evitando experimentar en la catástrofe presente los insospechados encuentros que puedan abrir colectivamente la acción. Ya estamos en la ruina del mundo, el país incendiado, el planeta agotado, la vida sacrificada, las fuerzas estrujadas, todo para sostener el modelo de acumulación. El apocalipsis es la amenaza con que la razón imperial oculta y celebra nuestra ruina.
El mandato capitalista es no recordar los cadáveres la sangre las cenizas las violaciones los sables los hawker hunter las tanquetas los yataganes las bayonetas la pasta base las balas 5,56 del M4.
El mandato capitalista es olvidar la dignidad de la desobediencia los nombres propios las edades las historias personales entretejidas las sonrisas rebeldes la resistencia los camiones de pollos recuperados el entusiasmo vertiginoso las proclamas en la radio las escuelas clandestinas el profundo amor de decirte compañera.
El mandato capitalista es no imaginar.
Aquí irrumpe el libro-objeto Documental de Jaime Pinos, artefacto explosivo en la palabra vaciada. Poética afirmativa de la violencia, que hace circular una fuerza transgeneracional en la palabra-imagen como corredor afectivo entre quienes todavía pueden escuchar. No es fácil prestar atención a la sabiduría de la montaña, a la solidaridad de los árboles, a la lengua de los pájaros, cuando la aceleración ruge sus motores destemplados. El miedo nos hizo sordos, la securitización nos desafectó. Parecemos insensibles a la crueldad contra nuestras viejas y viejos que mal-viven y mal-mueren. Entonces, como Lihn hablándole a su hijo de meses, Jaime Pinos le susurra a su hija que, a pesar de lo que han visto sus ojos, la vida puede ser hermosa.
La nueva canción chilena y el canto de resistencia a la dictadura fueron los poemas de mi infancia. En cierta forma, puedo decir que son mi lengua materna. Mi madre me enseñó el mundo a través de esa canción que decía: “se precisan niños para amanecer”, mientras los ratis diezmaban a los últimos grupos armados que no creyeron en la esperanza, “la gran falsificadora”. Desde ese lugar me siento remecido por la poesía de Jaime Pinos, que actualiza con nitidez la historia del despojo concatenando los hechos y los residuos con la técnica cinematográfica del metraje encontrado.
Valentía y temblor. En El fondo del aire es rojo, Chris Marker se pregunta: “¿Por qué algunas veces las imágenes empiezan a temblar? Para mí mayo del 68 empezó en el Boulevard Saint Michel. Para mí en Praga, en el verano. Cuando vi a los rusos vi el temblor. Pensé que había conseguido controlar mis manos, pero la cámara se contagió. En Santiago de Chile, la cámara se ralentizó ella sola. Quizás sólo me molestaba ver cómo la situación se invertía, por decirlo así, al ver las cargas y las armas que había visto usar tantas veces contra manifestantes de izquierda en todas partes”. El ojo-corazón de Chris Marker está honestamente confundido ante los guanacos que disparan su chorro a los estudiantes gremialistas en las protestas del 72. Un año después, Pedro Chaskel registra el paso de los aviones bombarderos desde un departamento del centro de Santiago. El sonido de esos vuelos está inscrito con fuego en nuestro cuerpo. Los aviones pasan pero no terminan de pasar, como en el calendario de Alfredo Jaar. Pedro Chaskel respira y filma. Las imágenes no tiemblan, sino que replican el temblor a la infinita extensión del nervio vivo.
Me parece que algo parecido produce Documental. Desde el crisol de la mierda y la ternura, Jaime Pinos defiende sin ambages la valentía de ser sensibles al dolor colectivo e intemporal. En la reverberación del temblor, expande una potencia política de la poesía como sensibilización activa dentro de la catástrofe contemporánea. La cicatriz como límite estallado entre un adentro irrespirable y un afuera aterrorizador. “Preferir la intemperie” es reconocer la precariedad como condición de la existencia, la disponibilidad de encontrarse en la irreductible diferencia pero también en la cotidiana afinidad. Una poesía de palabras-imágenes, compuesta por un ojo-corazón: movimiento que destruye la totalizante nada inmóvil para vivir creativamente en el ahora.
Ainil, Guadalafken – Futawillimapu Mo
1 de diciembre de 2018