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INFANCIA Y DESCUBRIMIENTO

Por Jorge Polanco Salinas

Publicado en Revista www.elcircoenllamas.com



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El niño no juega sólo a “hacer” el comerciante o el maestro, sino
también el molino de viento y la locomotora.
Walter Benjamin, “Sobre la facultad mimética”


En un relato de espías y sabotaje, Walter Benjamin cuenta la narración de un barco que zarpa a los puertos de Valparaíso y Antofagasta en busca de navíos para la guerra. La breve historia surge de sus escritos autobiográficos, es decir, de los cuentos que al parecer escuchó en España, pero trastocados levemente por la ficción. Es interesante, por supuesto, que Benjamin se refiera a Chile: primero, porque en los años 30, cuando aparentemente escribió esta historia, nuestro país era más conocido por sus puertos que por la capital Santiago (la única región sin costa); segundo, porque la narración de esta aventura podría perfectamente ingresar en los relatos que Benjamin componía para la radio dedicados a niños y adolescentes. Desde temprano, el filósofo tuvo presente la relevancia transformadora que el asombro despierta en los más jóvenes. «El viaje de Mascotte», así se llama el cuento de Benjamin, relata cómo un marino supuestamente revolucionario engaña a la tripulación, sembrando la discordia entre ellos, para que no se subleven hasta el día en que arriben a Antofagasta. Chile es visto como un horizonte de aventuras y, sobre todo, como una excusa para narrar historias extraordinarias.

Walter Benjamin veía en la infancia y en la juventud el poder transformador de la realidad; el principio utópico que permite explorar la imaginación y, a partir de ella, modificar el mundo. Los libros y relatos no quedan exentos de este impulso que parte con el juego. Como advierte Baudelaire, poeta clave en las lecturas de Benjamin, «los niños demuestran con sus juegos su gran capacidad de abstracción y su elevada potencia imaginativa. Juegan sin juguetes». La simplicidad de una silla o de un animal vivo pueden alterarse con su capacidad imaginativa. Todos hemos practicado con los bichos, inspeccionando cuando niños sus «artefactos». Gonzalo Millán comienza su primer libro Relación Personal con el siguiente poema: «Sentado bajo la curva del mediodía/ refriego un insecto entre los dedos, / pero se me escapa de pronto/la sonrisa de la boca/al ver volar desde mis manos/ desnudas hacia el polvo/ las patas y las alas/ arrancadas por mis uñas» («Historieta del blanco niño gordo y la langosta»). Igualmente, el escritor francés Jean Cocteau escribe una novela de hermanos infernales (Elisabeth y Paul), que van integrando adeptos a su vida de Los niños terribles; crueles, egoístas, mentirosos, celosos, pero principalmente imaginativos, viven en una pieza en que la niñez sirve de marco de autoprotección y a la vez de ensueño, enfrentada al exterior adulto. La infancia transforma el mundo de acuerdo con su exuberancia lógica y puede ser gozosamente cruel.

¿De dónde procede esta secreta potencia infantil? Creo que uno debe comenzar a responder esta pregunta revisándose a sí mismo, a partir de la introspección del niño que fuimos o, de algún modo, todavía somos. En mi caso, ahora que tengo una biblioteca a la antigua, no recuerdo exactamente cómo empecé a leer. Haciendo memoria para una conversación con estudiantes de enseñanza básica, tengo claridad sobre mis primeros escritos como las cartas a mi padre que navegaba y las composiciones que me obligaron a redactar en el colegio para las efemérides. Sin embargo, creo que el hito de la lectura como placer fue posterior. Salvo una vez: cuando en unas vacaciones en el campo me enfermé y tuve que pasar una larga temporada en cama (para un niño, una semana acostado es una temporada). Entonces mi madre, a escondidas de un tío, consiguió una colección de libros rojos, empastados y con hermosas fotografías llamada Las mil maravillas del mundo. Y sin darme cuenta, empecé a embelesarme. Como hasta hoy conservo una tendencia a soñar despierto, las ciudades, los dibujos y el vagabundeo por las páginas estimularon en mí una sensación corporal. La enfermedad la percibía en blanco y negro; en cambio los libros a color ¿Por qué será que los recuerdos pueden ser táctiles cuando observamos una ilustración? ¿La figura de la madre es el lugar de las palabras y las imágenes?, ¿el padre, el de la escritura?

Benjamin aporta una explicación a este fenómeno de los sentidos por medio de la sinestesia. Distingue entre la fuerza creadora y la fantasía. La primera es la imaginación creadora activa, mientras la fantasía es receptiva. En esta última incide el color y en la primera la línea. Las correspondencias activas involucran «la visión de la forma y el movimiento, el oído y la voz, y por otro las pasivas: la visión del color pertenece a la esfera sensorial del olfato y el gusto». En otras palabras, a través de la visión, las sinestesias permiten sentir con los demás órganos perceptivos, sobre todo gracias a las hebras de figuras y color. Si advertimos bien esta combinatoria, actualmente el olfato y el gusto son los sentidos menos embotados, todavía conservan –como muestra Marcel Proust con la memoria involuntaria– una primitiva capacidad táctil de la percepción, accediendo a la recuperación de recuerdos prístinos, aunque sean falsos. Por ejemplo, al leer sobre los soldaditos de plomo, siguiendo un relato de Benjamin, estuve casi seguro de que poseí algunos cuando niño. Sin embargo, este “casi” me hizo sospechar que, en realidad, nunca jugué con uno. En casa había un libro con ilustraciones en que aparecía un príncipe convertido en monumento, que yo identificaba con un soldado de plomo, y que conversaba con los diversos pájaros que se posaban sobre él. Ese falso recuerdo da cuenta de la impronta que revisten las ilustraciones; mantienen con los niños una relación táctil como un juguete. Por eso Benjamin afirma que el niño es un Don Juan: la mano es la primera etapa de seducción corporal; cuando golosea y asalta un refrigerador, necesita palpar su deseo antes de abrir un dulce o un chocolate, como el abrazo antes del beso. Esta correspondencia entre los sentidos implica un vínculo material con los libros y los objetos. De aquí proviene la pedagogía marxista envuelta de ensueños, esbozada en varios pasajes de Benjamin. Los niños exploran los libros como un campo de experimentación. Siguiendo en este punto a Freud, los adultos hablan para liberarse de sus temores, placeres o inquietudes; en cambio, los niños recrean las vivencias a través del juego. El eterno retorno del hábito ingresa como un juego y de ese modo el niño elabora y compensa la ausencia de la madre. Las cosas implican un placer modificador de aquello que le rodea. «Nadie es más sabio –dice Benjamin–que el niño frente a los materiales: un trocito de madera, una pila, una piedrita llevan en sí, pese a su unidad, a la simplicidad de su sustancia, un sinnúmero de figuras, diversas». Tal como observa Baudelaire, un niño o niña pobre puede transformar cualquier cosa alrededor suyo en un juguete. A su vez, un juguete regalado puede ser sustancialmente modificado, incluso en su contrario. Benjamin se fija, por ejemplo, en las muñecas que parten como princesas y terminan como proletarias. Las antiguas casas de muñecas, que hoy en nuestra cultura de la obsolescencia parecen espantosas como imagen a los adultos, tal vez fueron una delicia para niñas y niños de otro tiempo. «Una vez descartada, despanzurrada, reparada y readaptada, hasta la muñeca más principesca se convierte en una camarada proletaria muy estimada en la comuna lúdica infantil».

Las reflexiones de Benjamin sobre la infancia no se apartan de otros textos canónicos, como la conocida frase retomada de Michelet acerca de que «cada época sueña la siguiente», a la que agrega: pero «se encamina soñando hacia el despertar». No obstante, ¿cómo se transmite esta ensoñación de modo concreto? Por cierto, una de las maneras, es la que Benjamin delinea en sus textos finales: por medio de las utopías y las frustraciones legadas a las generaciones siguientes, las imágenes ofrecidas a partir del arte o las tareas reveladoras del historiador, comprendiendo el tiempo como un pasado inconcluso, persistente en su injusticia y siempre abierto a la necesidad mesiánica de «ajusticiarlo». Pero también, esta herencia revolucionaria que se traslada históricamente, proviene asimismo de los juegos. Se nos olvida que los adultos somos los que regalamos a los niños los juguetes y los libros infantiles, y de este modo les compartimos nuestras expectativas. En una imagen que me parece por lo menos llamativa, Benjamin fija la atención en las miniaturas. El coleccionista, cual cazador de promesas (una cosa siempre es una expectativa), se asemeja a los niños en su búsqueda infatigable; husmea en el mundo como si éste fuera un arsenal. Y el porte es fundamental: «rodeados de un mundo de gigantes, los niños al jugar crean uno propio, más pequeño». De esta forma, el infante quiere controlar el miedo a un mundo exterior enorme; es más, también los adultos, luego de la Primera Guerra mundial, comienzan a incrementar su afición a las miniaturas. Era una manera de dominar una vida que se había vuelto inconmensurable. «Así le resta importancia a una existencia insoportable y ello ha contribuido en gran manera al creciente interés que han despertado desde el fin de la guerra los juegos y los libros infantiles». El coleccionismo y la infancia –en el interés por el tamaño de los objetos, su genealogía, la fantasía sobre el uso anterior– tienen la similitud de explorar un mundo que despierta interés gracias a la aventura con los materiales.

En este sentido, en su hermosa autobiografía Infancia en Berlin, Benjamin recuerda el aprecio que le ofrecían los libros de colegio. Uno de los aspectos que más le llamaba la atención era su uso. «En sus hojas estaban marcadas las huellas de los dedos que las habían vuelto. El cordel que cierra las cabezadas, y que sobresalía arriba y abajo, estaba sucio. El lomo, sobre todo, tenía que haber soportado mucho». El torbellino de las letras, era una extensión de las tempestades que sucedían en estos rectángulos visuales. Las palabras remontaban a una lejanía, como copos de nieve que caían en un hondo interior. Este poder de las letras podría llamarnos la atención. En varios textos de Benjamin sobre los libros y juguetes infantiles se alude a este origen ideográfico o jeroglífico, olvidado habitualmente por nosotros. Las letras parten como dibujos, es decir, como un carnaval en que la fantasía contiene un campo de acción todavía por seguir ampliándose. Y como en todo buen jolgorio, no hay censuras de sentido o restricciones morales a las inspecciones del objeto amoroso. Las palabras son máscaras y el niñx un actor que puede continuar la caza de la letra aún desconocida.

 

 

 



 

 

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