Su anillo lo inmuniza de los peligros Pero no lo protege de la tristeza Surcando la galaxia del nombre Ahí va el capitán Beto, el errante
Este verano recién comienza, y ya es una estación repleta de incendios. Un verano nuclear. Un verano de catástrofes. Guerras de diverso tipo, que no han comenzado ahora. Solo como ejemplo: si la dictadura fue posible en Chile, es porque hubo una historia anterior, una arqueología de transformaciones y también de horrores incubados. El invierno nuclear, de Bruno Renato, alberga una catástrofe anterior a la presente; marca las voces de una especie de novela de formación que recorre el libro, pero que no encuentra el lugar exacto donde afirmar o agarrar la experiencia. Bruno Renato no es Jan, pero sí, también lo es; lo espejea en una voz perdida y espaciada en el poema. Recorre personajes, topónimos, ciudades, familiares. Pero ¿cómo encontrarla? ¿Cómo buscar un supuesto “origen” en esta estación del desastre?
Vuelvo atrás. Cuento una historia.
En la casa de mi abuela Rosa, en Cerrillos, al interior de Catemu, había un cuadro que llamaba la atención. Eran tres de sus hijos fotografiados y a la vez pintados. Los tres muy jóvenes, retocados con colores que daban la impresión de una película Technicolor. Supongo que era una técnica fotográfica de época. Sus hijos, en ese tiempo vivos, ahora deben parecer viejas estrellas de cine en el recuadro. Las fotografías convocan este punctum. Encierran un aura que no solo las aleja, sino que algo dicen sobre las imágenes —y también de la escritura— como si fueran recreación y rastro. Pienso en esto a propósito de Jan, invierno nuclear. En este doble carácter y movimiento: la escritura como una sedimentación entre imaginación y realidad.
Quizás la poesía no sea estrictamente lenguaje. El tono del poema —o los poemas— es como si estuviera rodeando otro poema; uno que fuera murmurando el escrito, que pulsa por ser “contado”, y hace emerger sus musgos. Tal vez no se trate tanto de su rastro fantasmático —actual palabra en uso y desuso—, sino de una experiencia más vegetal, más zoológica, más apocalíptica; una desfiguración anterior que el poema quiere darle forma y, por ello, deja una mella melancólica. “En la foto soy el pendejo hermoso que habla con los coligües y se apiada de los fósforos defectuosos, de sus cabezas siamesas, que los acojo a un orfanato construido con otros fósforos muertos. / Tania me acompaña y yo la miro y ella al sol, el sol de estas fotografías” (pág.23).
Doble movimiento: la infancia y el presente, que marcan una continuidad entre la historia del apocalipsis y el post; post que nunca ha dejado de relacionarse con el desastre: el sol de estas fotografías. Cuando el libro da por clausurado el planeta, los versos adquieren un ritmo alucinatorio; en esta velocidad, torrente de imágenes y los hitos de la fabulación, no puedo dejar de pensar en la poesía de Eduardo Correa, sobre todo en ElIncendio de Valparaíso, donde la fiesta se une a la locura de la muerte. Pero también en cierta musicalidad de los poetas del sur. En Maha Vial, en Roxana Miranda Rupailaff, en Yanko González, en Leo Videla, entre otrxs; un ritmo que anuncia otra respiración (entre la primera y la última, como dice un verso de este invierno nuclear), que adquiera una retahíla distinta. Una sonoridad oral cuya puntuación no corresponde al ritmo de este tiempo. Desvaríos, giros lingüísticos, concordancias dislocadas, el trastorno de ciudades y nombres. Berlin se asimila a Niebla, Niebla a Quintero; Jan a Blondina o Bruno, y el yeyo, entre otrxs. Una partuza de la historia. Un asomo del inconsciente, que no tiene géneros o nombres; monstruosidades que desfiguran los límites de la razón. Todo puede ser igual a todo en la perversión del lenguaje. El poema acentúa el isomorfismo; es como si Bruno quisiera fotografiar el inconsciente; la vibración de las imágenes en el trastocamiento de los nombres. Mixtura y desarticulación, pesquisa de una imaginación y sonoridad híbrida, un blues desalmado o desarmado en esta Mississippi del sur.
Entre los escombros de las ciudades y la gran Sodoma de gente compartiendo con Jan, se repiten personajes y los cruces de tiempos o ubicación. La alteración del orden gráfico disemina la sintaxis y la sonoridad. Una torcedura de lenguajes —alemán, mapuzungún, castellano—, que encarnan una heterotopía. No digo utopía o distopía, porque los efectos de estas unidades inverosímiles integran en la página conjunción de tiempos, conjunción de espacios, conjunción de generaciones: “Un mapa de una autopista con ese nombre/ ahora intraducible/ porque nuestros viejos/ ya habían olvidado las palabras / y con ellas esos pueblos/ que se van borrando” (págs. 52-53).
Pueblos que se van borrando; lenguajes que se van trastornando; una vida que persiste a su ocaso como un museo —asocio una película distópica de la Unión Soviética de Lopushansky— que sobrevive entre escombros, subterráneos y sabios que desean visitarlo. El poema aglutina, altera y mixtura un montaje de esta experiencia personal y social. Pedazos de historia que la memoria alumbra entre los pertrechos. Pareciera que el poema se ubicara en ese plexo de heterogeneidades que nunca acaban de reunirse en la vida; el poema acontece como ese índice que siempre estuviera ocurriendo en uno, sobrepasando la actualidad y lo vivido. Bruno crea un escenario: cobran vida diversos personajes, todos presentes en la escritura; adquieren la consistencia de una intriga: algo viene, asoma como un indicio. ¿Por qué están ahí? El poema puede ser una convocatoria donde nadie asista. Pero algo se aloja, una trama se hila. El poema no es aquí precisamente una reunión; es una alteración, desequilibra lo actual, lo vuelca al anonimato en el trastorno de los nombres. Lee una sospecha: ¿Quizás haya algo más allá que susurra en el poema?
Vuelvo al sur, a Niebla. Para los que viven en esta zona saben el significado de esta larga estación. Prepararse para el invierno, comprar leña, arreglar los techos, lavar la ropa bien lavada en el verano, aprovechar el sol y sus días largos. Esta extraña luz que en Valdivia se vuelve tan finísima que pareciera llegar de costado, como si no alcanzara a tocar el suelo y la tierra. Una humedad que crece, por el contrario, haciendo de la luminosidad un estado existencial; los poemas de Bruno habitan esta sensación: la resaca de una lucha posterior a la guerra. Hace pensar en otra sureña: Pía Sommer. Poetas de ritmo gráfico punketa que escriben el día después, pero no el final; es decir, cuando las batallas no han terminado. El poema sintomatiza esta colusión melancólica de nombres; uno tras otro, uno llamando a otro. “La constelación de lo existente y lo no existente es la figura utópica del arte”, señalaba Th. W. Adorno, un testimonio de lo que resta, la formación negativa de la existencia, descalabro y organicidad, poesía y prosa. “Todos están mirándonos desde su acantilado más allá de ese ambiguo cielo, el cielo del dibujo; todos, como si también fuéramos a venir” (pág. 20), como si todos los nombres cobraran vida, y alguna vez los poemas revivieran la existencia de los muertos; y nosotros, compañerxs de Jan, fuéramos una sola voz con él. Un índice de felicidad. Un índice de los desaparecidos, que somos todos esta vez, “surcando la galaxia del nombre”.
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"Jan, invierno nuclear", de Bruno Renato
Inubicalistas, 2022
Por Jorge Polanco