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Penal por Ariel Santibáñez
(Crónica incluida en Paisajes de la capitanía general. Komorebi, 2022)

Jorge Polanco Salinas


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Ariel Santibáñez fue el poeta desaparecido de su generación.

En la edición de mayo de 1971, Tebaida –dirigida por Alicia Galaz– publica una entrevista a Guillermo Deisler. Santibáñez describe una escena precisa sobre la labor de editor, grabador y poeta, cuando su amigo crea la editorial Mimbre y publica un libro de Waldo Rojas. La conjunción entre el grabado y la poesía propicia la plasticidad que, con escasos medios, organiza una poética de las imágenes materiales.

En esos años Deisler había publicado desde el norte de Chile la antología Poesía visiva en el mundo y montado exposiciones en galerías universitarias en Antofagasta, Valparaíso y Valdivia. En la conversación amistosa, Santibáñez  destaca la función actual del poeta en una época que cruza diversos lenguajes. “Si realmente se desea ser revolucionario hay que revolucionar los medios de expresión”, señalaba Deisler.

En toda la conversación entre los poetas se nota la preocupación por darle un sentido social a la poesía; la función de la escritura implica una revisión crítica a los discursos dominantes y materializar una práctica transformadora de la vida por medio de la conexión de los poemas y las artes conectadas entre sí. El trabajo de las materialidades, la visualidad y las propuestas colectivas como un modo de xilografiar el mundo. El libro conforma aquí una organización artesanal que teje la belleza de una unidad popular.

En abril de 1972, Tebaida publica “El orden que se mantiene a toda costa”. El poema habla de la figura materna como establecimiento de las normas y la exclusión de lo desconocido; refiere a la madre de una persona querida, muy probablemente de una hija, que en su actuar cotidiano se parece al gobierno de Nixon. El orden de la casa está a la par con el orden violento del mundo; las normas hogareñas son “culpables del fresco napalm/ que cae aquí, en mi sentimiento, y en la aldea vietnamita”.

La madre conserva un retrato de Nixon en su dormitorio, así como el poeta debe haber tenido uno del Che. Las banderas flameantes del Estado, con sus falsas imágenes, imponen los barrotes de lo que vendrá. Santibáñez anuncia, sin saberlo, el Golpe de un año después y el empleo del patriotismo como arma de exterminio.

Visto desde hoy, el poema es un testimonio de época y también un anuncio. Desde los primeros versos el asunto es claro: la guerra y la brutalidad como forma de sometimiento. Los mensajes de los medios de comunicación como supuestos guardianes de la protección de los indefensos; la mantención de la vida sin heridas. Parafraseo con torpeza sus versos.

Este breve poema es un diagnóstico y una premonición de las posturas de la violencia y horror que empezaron a desplegarse muy pronto. Santibáñez fue un poeta que tuvo, como Gonzalo Millán o Jorge Teillier, un registro singular desde joven, sumado a una forma poética que combinaba el compromiso político y cierta extrañeza de lo cotidiano.



Discorrayado

La vieja vitrola del tío, muerto a mediados de siglo,
todavía toca discos de repente, y son 78 giros por minuto.
Y giró y gira el mundo para todos:
mi padre le hacía escuchar a mi madre
la voz de Gardel y el verdadero sentido del amor.
Y soy, yo soy el que toma la manija estas tardes
de domingo, y doy vuelta y vuelta y te hago
escuchar Gardel, y tú, Gladys, sigues el movimiento
silenciosamente, pensando, quizá, en nuestro lejano hijo.


13 de noviembre de 1974. Ingrid Santibáñez y Gladys Rojas Segovia quedarán unidas por una memoria del duelo. A veces es suficiente, como un índice, el relato pericial.

Paso a los documentos: Ariel Danton Santibáñez Estay, casado, ex estudiante de la Universidad del Norte, profesor de Castellano, militante del MIR, es detenido por la DINA en lugar y circunstancias que se ignoran, siendo visto después de su arresto en Villa Grimaldi.

En los respectivos testimonios de Gladys Rojas Segovia y de Ingrid de Lourdes Santibáñez Estay, cónyuge y hermana respectivamente, dan cuenta de que ese día llegaron al domicilio dos hombres y una mujer en una camioneta roja con un círculo azul en la puerta, en la cual había un cuarto sujeto que hacía de chofer.

Gladys Rojas e Ingrid Santibáñez fueron conminadas a subir a la camioneta y las trasladaron al domicilio de Ariel, que vivía para ese entonces en otra parte, y se ocultaba de la policía secreta.

Allanaron completamente el inmueble y en el patio desarmaron dos cajones de té, indicando que allí había una pista según lo dicho por Ariel Danton. Como no encontraron nada, uno de los hombres salió a llamar por teléfono para preguntarle al afectado que dónde estaba lo que él había dicho, agregando: “hay que apretarlo más”.

La primera vez que detuvieron a Ariel Santibáñez Estay fue en noviembre de 1973 en Antofagasta; permaneció recluido tres días en el Cuartel de Investigaciones de la ciudad. Fue violentamente interrogado con golpes y aplicación de corriente eléctrica en todo el cuerpo, principalmente en los testículos y uñas. Una vez en libertad, y cuando se encontraba en casa de sus padres reponiéndose de las torturas, lo fueron a detener los mismos detectives aprehensores de la vez anterior, pero en esta ocasión, con la ayuda de sus vecinos, logró huir y permaneció tres meses oculto, luego se iría a Santiago.

Los testimonios de Gladys e Ingrid son extensos, con agentes que van y vuelven, señalándoles incluso la hombría de Santibáñez en la tortura o cierta cercanía que tenían con miembros de la familia.

De la estadía de la víctima en Villa Grimaldi, da cuenta el testimonio de Iván García Guzmán, quien señala haber estado en una pieza con varios prisioneros, entre ellos Ariel Santibáñez: una persona maciza, a la cual se le interrogaba mucho acerca de la existencia de cierto dinero. Su familia realizó numerosas diligencias con el fin de dar con su paradero, pero todas ellas resultaron infructuosas y aún desconocen la suerte que corrió en manos de la DINA.

Gladys Rojas Segovia, a raíz de estos sucesos, sufrió un shock nervioso que le causó la pérdida de su hijo en el tercer mes de embarazo.


Lunes 28 de abril de 1983, en los salones del Palacio de La Moneda, el presidente de la comisión de fútbol de la Universidad de Chile hace ingreso junto a Luis Santibáñez. A las 11:45 horas, el entrenador firma el contrato luego de que el club despidiera a Fernando Riera por los reclamos de un futbolista estrella, asociado con el régimen.

Esta historia documentada coincide con los tonos ocres de los diarios de la época. Lucho Santibáñez, que nunca jugó a la pelota, el técnico ratón –como se decía en el ambiente futbolístico– venía precedido de triunfos donde los jugadores se drogaban para subir su nivel. Mañoso, como muchos entrenadores de la época, Santibáñez sabía exactamente cómo planificar maliciosamente un partido y estropear al enemigo.

No era el único; en el Río de la Plata se cuentan historias peores. Todo estaba autorizado en las dictaduras del Cono Sur con tal de brindar un triunfo a la patria o al club de los amores. La viveza criolla, como se dijo por mucho tiempo.

Pero el Mundial del 82 marcó profundamente a esa generación. Pasar de un equipo invicto en las eliminatorias al último del grupo en la primera ronda, después de prometer la repetición de la hazaña del Mundial de Chile, veinte años antes, trajo sus consecuencias: no pudo evadirse la crisis económica ni las huelgas contra el régimen.

Nunca se ha sabido cómo Lucho Santibáñez, oscuro síntoma de las transformaciones sociales de la dictadura, llegó a ser entrenador. Ganar con todas las mañas de la cancha para triunfar, como los solapados generales de ejército que dirigían a los soldados. El 28 de abril de 1983 comenzó la caída libre de la Universidad de Chile hasta que bajó a segunda.

 

 

 

17 de junio de 1982. Don Francisco aparece en la pantalla. Es igual a Lucho Santibáñez; ocupan todo el espectro de la TV. Sus cabezas son enormes. Las imagino rodando entre las ciudades de Chile como el cuerpo desmembrado de Diego Portales.

Los horarios de Sábados gigantes y las noticias deportivas se confunden. Eran días de protestas y apagones. Un inquietante silencio asomaba en las noches.

El guatón Santibáñez, hermano de Ariel e Ingrid, ya había descendido lo suficiente manteniendo el orden a toda costa. Un extraño lastre de culpa ambientado en los partidos como un reality soft de la violencia. ¿Qué habrá pensado o soñado Lucho Santibáñez, dirigiendo la selección, en un estadio en que se torturó a pobladores y militantes como a su hermano?

Carlos Caszeli agarra confianza. Se pone frente a la pelota; pierde el penal ¡Pierde el penal!

Y comienza el segundo tiempo de la dictadura. Lanza fuera de la cancha la supuesta unión de la familia militar; marca el duelo que el entrenador y el país no pudo hacer. La interioridad regida por la agresión que no encuentra las palabras exactas para terminar un  relato.


 

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