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El mínimo indispensable de luz
Una lectura de Cortes de escena, de Jorge Polanco Salinas (Editorial Isofónica, 2019)
Por Valeria Tentoni
Publicado en Revista Lecturas, 26 de junio de 2019
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Un corte de escena es un rompimiento en la continuidad. “El tren pasa rápido / (como la escritura o la vida), / y sólo se detiene en algunos espejismos”, leíamos en Ferrocarril Belgrano, de Jorge Polanco, publicado en 2010 por Inubicalistas y recuperado un año más tarde en Sala de espera por Alquimia Ediciones.
En el epígrafe de Cortes de escena, el libro que publica Editorial Isofónica ahora, a una década de aquellos otros, hay una cita de Godard en la que podría estarse anunciando que lo que se persigue aquí no es una justicia sino una especie de exactitud, o mejor decir nitidez. Cada una de las escenas que Polanco despliega puede pensarse como un instante en el que, de una manera u otra, se hace foco. La pausa entre distintos movimientos en los que el punctum irrumpe, esa “flecha que viene a clavarse” en la mirada del lector, pero también en la del poeta, a quien aquél azar en ella lo despunta, lo estaca y lo hace anotar: “Llego a un banquillo de la Estación Retiro a escribir con el sol encima y el abismo de la despedida”. Meridiana de la sensación que carga, la voz poética queda en el punto exacto en que la sombra está a una milésima de segundo de cumplir su promesa.
“La poesía es el habla de la honestidad”, escribió Polanco. En Cortes de escena la honestidad está justamente en la mirada. Impiadosa, irrefrenable, observa desconocidos en trenes, bares, calles, y busca pasar desapercibida como una sombra. El libro está colmado de escenas en la ciudad —pero qué ciudad, de qué lado de la cordillera está esa ciudad—, talladas con descripciones de ebanista. Son a la vez tropiezos con la metafísica, pensamientos detenidos en las palizas cotidianas que se desenrollan a partir de la sinuosidad del humo.
Hay una cita en el libro, que podría tranquilamente ser una falsa cita: “Sentado en la mesa del bar que da hacia la calle, miro la gente que pasa, sopesando sus actitudes y formas de vestir por si acaso encuentro una víctima, es decir, un personaje. Apenas la mirada distraída —e interesada— se fija en un punto, significa que la inspección clavó una herida de escritura. Ya se sabe lo que viene después. La perentoria obsesión por las descripciones, cada vez más sutiles, y la obligación de guardar con el lápiz la memoria de un encuadre”. El delito sofisticado de la escritura es esa herida, y Cortes de escena está repleta de personajes: vecinas que barren la basura de su vereda a la del vecino contiguo, adolescentes que se despiden sin haberse besado todavía, tejedoras de colectivo, jugadores de fútbol puestos a dieta, un pasajero de tren que lee a Raymond Carver. Todos van a parar a su cuaderno.
“Al salir de la reunión de profesores, algunos colegas molestos por las notas que tomé, me preguntaron si me creía camarógrafo”. Y sí que el poeta también es camarógrafo, y dramaturgo, para reducir todas estas escenas cotidianas al delicado brillo de los objetos. Porque además de personas hay bicicletas, osos gigantescos de peluche, libros subrayados, rollos de papel confort, copas de vino abandonadas durante días, un colchón nuevo como única posesión.
Conozco a Jorge desde hace más de una década, y conozco también su vieja dirección de correo electrónico. Por aquél entonces, nos decidíamos por nombres de fantasía y su correo llevaba, pegoteado, un título de Enrique Lihn: “La pieza oscura”. Su homenaje no terminó ahí, sin embargo, y conviene agregar que ha publicado al respecto La zona muda, un ensayo sobre la escritura de Lihn, siempre manteniendo esa fascinación —que es suya y anterior a la que tiene por su mayor chileno— por los umbrales de la palabra.
Es en un umbral, justamente, donde están los niños de aquel poema célebre de Lihn, rodando con las orejas rojas a espaldas de los adultos, “como en una edad anterior al pecado”. En Cortes de escena, como en la pieza oscura de Lihn, hay escenas salvajes de infancia: el espectáculo del sufrimiento en los gatos atacados por los perros al que lo somete un adulto, pero también el espectáculo de la propia decrepitud en el espejo. ¿Qué puede haber más salvaje que esa rueda girando?
Un umbral también es una cuota mínima, el mínimo indispensable de una señal para que la misma pueda ser captada. La mínima cantidad de luz que puede detectar el ojo humano en la oscuridad, por caso. En Cortes de escena, Polanco escribe que “la oscuridad de la pieza aumenta con los años”. Si esto es así, la cantidad de luz necesaria para alcanzar ese mínimo suficiente para su aparición —lejos del máximo encandilante, que no permitiría ninguna silueta— debe de aumentar. Y es cierto que este es un libro quizás más narrativo que los anteriores, desde su ocupación de la hoja en contextura de bloques de prosa poética hasta en sus encadenamientos y remates. Y, claro, más cinematográfico. Lo notable es que toda esta luminosidad la consigue Polanco sin resignar oscuridad.
Ni poesía. Pero aquí conviene nos detengamos para salvar nuestro honor, si es que aprendimos, porque ya nos enseñó el autor: “De la poesía no se habla sin decir al mismo tiempo una trivialidad”.