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Rodrigo Arroyo: Poeta andinista
Presentación de Incomunicaciones, Inubicalista, Valparaíso, 2013

Por Jorge Polanco Salinas



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En una conversación con unos amigos argentinos, me preguntaron sobre las diferencias en las prácticas de escritura entre Valparaíso y Santiago, y después de muchos rodeos les comenté que al fin y al cabo los porteños miran hacia el mar y los capitalinos a la cordillera[1]. Estas dos formas de mirar crean imágenes distintas de lo que significa escribir. Luego recordé que Rodrigo pinta cordilleras y que cuando nos conocimos vivíamos en Quilpué. Nos juntamos en el bar "El viñamarino", mencionado en uno de los últimos poemas de Rubén Jacob[2], a comentar su libro inédito Chilean Poetry y, de pasada, ironizar a los escritores en boga, incluidos los porteños. En esa conversación, Rodrigo me comentó que quería cerrar Chilean Poetry con un cómic. Transcurrido el tiempo, y en vistas del libro que presentamos, considero que fue una decisión acertada excluirlo para demarcar su poética, aunque me hubiese gustado ver qué habría sucedido con la irrupción de la visualidad en su poesía. Con los años, y por las apreturas económicas, compartimos un departamento en Valparaíso, donde su objetivo era culminar un enorme cuadro que entre sus figuras destacaba un luchador de sumo. Debo aclarar que nunca he visto a mi amigo con un pincel, no he captado ese afamado gesto de los artistas de crear en la tela lo visible, pero sí escribir en el balcón mirando la costa, y ese gesto me intrigó: ¿Por qué Rodrigo entonces pinta cordilleras?

En vez de pintar marinas, Rodrigo retrata sinuosidades y cumbres. En vez de bosquejar el valle, observa los friolentos pináculos nevados. Otro poeta andinista, Felipe Moncada, puede testimoniar la voluntad de nuestro amigo en sus excursiones a cielo abierto por La Campana. Amante de las montañas y senderos zigzagueantes, sus pinturas algo hablan a la vez de sus poemas, pero no en el sentido de describir el paisaje natural autóctono o buscar los peligros inusitados fuera de cuadro. Como dije hace años atrás en la presentación de Chilean Poetry, Rodrigo es un asiduo lector de Celan, cuya poesía transita en los riscos de la lengua alemana posterior a la Segunda Guerra, heredera de las máculas incrustadas en el aberrante sentido cotidiano de las palabras. Celan es un poeta de peñascos, cumbres y, sobre todo, abismos, donde el lenguaje alcanza el paroxismo de la intensidad, después de haber sido utilizado de manera vil. Precisamente, a pesar de su amor al idioma alemán, el filólogo judío Victor Klemperer que vivió todo ese proceso de polución, llegó a afirmar que "las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico". Incluso él, sin percatarse en el momento, llegó a utilizar frases de los nazis, que comenzaron implantadas en el periódico y terminaron por reformar hasta la grafía de las letras. Es decir, la penetración del sentido común constituyó un ejercicio explícito de manipulación lingüística. En esta implementación ideológica, la poesía puede ocupar un espacio de sombras frente al espectáculo y al poder de los vencedores, que generalmente van de la mano. "Llamamos libros —decía justamente en un poema Juan José Saer— al sedimento oscuro de una explosión".

En esta búsqueda escarpada ubico la poesía de Rodrigo. Guardando las diferencias pertinentes de idioma y escritura, su poesía quiere calibrar la intensidad y la manipulación del lenguaje. Hay diversos caminos para ponerse a contrapelo de los discursos del presente. En vez de situarse a nivel de la lengua —como Lihn o Lira—, Rodrigo opta por cuestionar la representación; sigue la ruta de Juan Luis Martínez, aunque apostando por la revisión desde las palabras mismas, y no por la incorporación crítica de las imágenes visuales. Por eso digo que hubiese sido interesante aquilatar qué habría sucedido con la inclusión del cómic. En esta perspectiva Rodrigo da un paso más atrás. Incluso, si se lee con atención Incomunicaciones, su poesía es intensamente lírica, pero en un sentido preciso. Al modo de Paul Celan, y otro poeta que quisiera mencionar, el palestino Mahmud Darwix, Rodrigo es un "conservador" en cuanto a ciertos procedimientos y empleos metafóricos. Y en esto me quiero detener un momento. Los poetas mencionados combinan una refinada raigambre lírica con la escritura "política", evidenciada por medio del trabajo con la sintaxis y el dislocamiento del poema, propiciando así una poesía situada al borde del barranco. Estos poetas son conservadores en la medida en que persisten en escrituras que limitan la posibilidad del ingreso de la prosa, aun cuando llegan a los lindes de dar dicho salto. El trabajo con las metáforas y las imágenes, la opacidad del yo, la exigencia de evidenciar la situación histórica y, por ende, lingüística de las palabras, establecen una continuidad con la oposición clásica entre poesía y elocuencia.

En Rodrigo observo un gesto parecido. Su escritura puede situarse allí: en un paso más atrás, en un conservadurismo ético que lo vincula con los escritores antes aludidos. Advierto que “conservador” no quiere indicar aquí una mácula. El tránsito de varios escritores contemporáneos recorren este pasmo: dirigirse a los bordes de una escritura a punto de volcarse a lo inexpresivo y, por tanto, luchar contra los recursos de la información, propios de un mundo definitivamente capitalista. De ahí que ubico la escritura de Rodrigo en esta búsqueda por instaurar una reserva crítica a la vanguardia y la ideología del progreso, que detrás suyo acumula ruinas de muertos sin cadáveres, parafraseando uno de sus versos. Entre los recursos exhibidos, resaltan las preguntas a la usanza de Blanchot por la desaparición, el diálogo inconcluso y la advertencia sobre aquello "por venir"; las interrogaciones acerca de las contraseñas, la soledad del testigo y el testimonio, las apelaciones a un otro a la manera de una invocación epistolar —modulaciones tan caras también a Celan—, y, primordialmente, la estructura de la repetición que en su insistencia provoca desvíos. Entre estas últimas, las preguntas conforman una estrategia de indecisión del poema, que intentan, en vez de provocar una colisión semántica, dejar en suspenso al lector incluso con respuestas imposibles. Tal vez aquí radique el paso más atrás: en comparación con su prosa ensayística y su primer libro, donde Rodrigo es quizá más punzante y provocador al buscar una discusión sobre el estatuto del lenguaje y el quehacer poético generacional (violencia que inquieta desde ya en Chilean Poetry); en Incomunicaciones, Rodrigo traza una escritura más reposada y meditativa, dando la impresión de que estuviera delineando una composición de lugar. De hecho, llama la atención que, en este libro, la mayoría de los epígrafes estén situados en un radio territorial y anímico específico, concordante con un "Paisaje" —tal como se denomina una sección— histórico y político más que natural. A su vez, los tonos grises con los que trabaja incitan una recurrencia a la melancolía[3]; palabra empleada con cierta insistencia y que da cuenta de la falta de objeto lírico. (Recuérdese que Freud decía que el melancólico era aquel que sufría una especie de luto prolongado, una pérdida ya sin objeto). "TE VAS de una ciudad a otra porque no quieres entender / que la melancolía es solo eso:/ perder de vista el mar y la ciudad que lo contiene". Salvo en la última sección, el temple de Incomunicaciones tiende a este extravío, a la pérdida del otro que da pie a la sensación de una constante elegía.

De algún modo, la escritura de Rodrigo tiende a configurar un mapa poético, pero no en el sentido de escribir textos sobre el campo literario, práctica sitiada en los últimos tiempos como supuesta metapoesía o metaliteratura maldita, remedo epigonal de Roberto Bolaño. A diferencia de los usuales poemas o cuentos galvanizados sobre poetas, Rodrigo discute escrituras precisas como si estuviera creando un lenguaje desde la poesía. Es una estrategia que, en cada sección, implica llevar a tensión los epígrafes, parafrasear poemas y discutir poéticas con las cuales dialoga. En estas interpelaciones, Rodrigo insiste en establecer el lugar a contrapelo de la poesía, el instante de fugacidad de la metáfora y el síntoma de la caída: "el poema —afirma— es el lugar de las ausencias, y las palabras, la forma para señalarlas". Este verso recuerda que la lírica, como dice Silvio Mattoni, "es el nombre que se desgrana"[4], es decir, esa seductora experiencia que busca el momento ficticio donde las palabras se acaban. A mi parecer, la pregunta fundamental que ronda en el transcurso de las constantes incertidumbres de Incomunicaciones, apunta a la inquietud por saber de dónde surgen los poemas; o, planteada esta interrogación de otro modo, a reconocer si la escritura sería solo acaso el bosquejo desalentador de una derrota.

Frente a este panorama, la sección final llamada "Luchín" — que mencionamos al pasar— presenta una leve pero fundamental variación. Se transita de una voz perdida y craquelada en el diálogo, desde un "tú" —sin determinación precisa— al uso de un "nosotros". ¿Quién es el que habla por Luchín y, al mismo tiempo, lo interpela? ¿Quién es el que "Piensa" o "Recuerda" en el poema? Si bien aparece situado al ser el hijo de Marcela Ubal ("el futuro del Chile mentiroso", constata el epígrafe, y que en un lapsus con las iniciales "M.U." pareciera indicar de reojo a Marta Ugarte: un eterno retorno de la catástrofe), como trayendo a presente la canción y resultados de los deseos de Víctor Jara, al mismo tiempo Incomunicaciones insinúa en gran parte de sus páginas el impedimento de constituir una comunidad. Entonces, ¿cómo invocar al habla de Luchín y al proyecto de emancipación arraigado en él? He aquí que los poemas de Rodrigo responden por sí mismos en sus reiteraciones: al utilizar los verbos "raspar", "calcar", "dibujar", "escribir", "tarjar", "tachar", y, a su vez, hacerlos conjugar con "cicatriz", "cadáveres", "heridas", "incendios" y "cenizas", lo que está haciendo el poeta a lo largo de Incomunicaciones es orientarse, sea como fuere, a resquebrajar de algún modo la representación. Vale decir, asomarse a los riscos de las imágenes y, al borde del arte entendido como "algo pasado", querer atravesar la veladura que limita la cordillera y el océano del lenguaje. Pues, "¿qué haremos sin cadáveres?" —interroga Rodrigo en el último poema—; ¿podemos seguir mirando el mar y la cordillera como antes? ¿Es posible acaso que el amor quede verdaderamente "pegado a las rocas, al mar y a las montañas", como dice el verso elocuente de un instalado poeta? ¿Cuánta muerte habrá bajo esas cumbres y oleajes de palabras, repetidos obsesivamente por Rodrigo en sus pinturas y poemas, que encierran tanto silencio y dolor en Chile?

Jorge Polanco Salinas
Valparaíso, 15 de noviembre 2013

 

 

 

Notas


[1] La conversación fue grabada para el programa La ratta china de Loyds y Lucas Oliveira.

[2] Poeta que Rodrigo cita en uno de los epígrafes.

[3] En plena dictadura, la radio viñamarina "Festival" hablaba de la vida en colores, entregando noticias con tono humorístico -formato que continúa hasta hoy-. Junto con la radio Portales, los principales oyentes de dicha emisora son miembros de las fuerzas armadas y sus familiares.

[4] En Camino de agua. Lugares, música, experiencia, El cuenco de Plata, Buenos Aires, 2013.



 



 

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