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IMÁGENES DEL DESCALCE.
«Cortes de escena», de Jorge Polanco Salinas. Barcelona: Isofónica. 2019. 81 páginas.

Por Macarena García Moggia
Publicado en Revista La calle passy 061, abril de 2019



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“Me preocupan las imágenes. Las imágenes son lo que significan las cosas. Piensa en la palabra imagen. Connota algo suave, una piel diáfana que reluce en el aire, como la película irisada de una pompa de jabón”. La cita es de El libro de Daniel, del escritor norteamericano E. L. Doctorow. Algo en ella me hizo pensar en la portada de este libro, con esa imagen de la película El sacrificio recortada, con esos tres fragmentos de toma encerrados en pompas de jabón. Lamento en parte que se haya optado por darle a cada circunferencia una regularidad tan geométrica, a pesar de que por otra celebro esas zonas como de intersección que las encadenan, zonas inciertas donde el color de las sombras y la luz se intensifica, al borde de sacrificar la nitidez. “Instintivamente, con una mueca en tus labios, miraste los cortes de escena en el computador con un recuerdo que no podías descifrar. No era nítido y costó que lo asimilaras en la conciencia”, dice un pasaje del libro, fragmento del texto titulado como otra hermosa película, La mirada de Ulises.

Cortes de escena es, pienso, un libro que a su modo reflexiona sobre la imagen, y sobre esas zonas de intersección que no hablan otro lenguaje que el del montaje.

La primera vez que lo leí, y me doy cuenta ahora al ver la contratapa que entonces escribí, me vi forzada a ubicar el libro en alguna parte, a intentar definirlo, más o menos, identificar para él un lugar de pertenencia reconocible para el lector o lectora, en fin: supongo que eso se espera de una contratapa. No lo logré. Lo que pude fue con suerte esbozar una especie de zona de tensión o entre parecida a la que ahora veo se dibuja en la portada: entre el mundo interior y la ciudad; entre la intimidad y la alteridad; entre el documental y la ficción; entre el micro-cuento, la poesía y el ensayo audiovisual; entre la reflexión y la imaginación. Parece ridículo, sin duda una exageración, pero todos esos entres lograron apilarse en apenas unas pocas líneas. A todo esto, me encontré casualmente ayer con un epígrafe tomado de Natalia Ginzboug que dice que la tristeza es, por principio, reflexiva, memorativa, mientras que la alegría, por el contrario, es imaginativa, fantasiosa, fictiva. También esos afectos en tensión podrían, perfectamente, haberse hecho un lugar aquí.

Pero lo que vi ahora y no vi antes, al leerlo por primera vez; digo: lo que vi ahora al tener en mis manos el libro impreso –qué difícil es leer en formato de computador, que arroja un conjunto de hojas sueltas sin el hilo literal y literariamente conductor que el libro empastado en cambio ofrece-, es que en esta suerte de sinfonía urbana que arranca en un café del centro, acá cercano, y otro de Buenos Aires, si no me equivoco, sinfonía en la se cruzan y encuentran locaciones reconociblemente porteñas –de Valparaíso, me refiero- con otras extranjeras, y que algo tiene de El hombre de la cámara, de Tziga Vertov, estrenada, dicho sea de paso, hace exactamente noventa años. En ella entonces, para decirlo de una vez, gana terreno, multiplicándose en distintas modulaciones, una experiencia de intersección que es también un experiencia de desfase, de un leve descalce entre sucesos que riman y al mismo tiempo resultan altamente disonantes, como, por ejemplo, las palabras y los besos; la imposible historia de la violencia de la dictadura y los temores de infancia que duran para siempre; los aviones que lanzan cuerpos enrielados al mar y los pájaros que lanzan carroña para alimento de sus crías.

Existe una fórmula, hoy día casi tradicional, que define la imagen como el choque de dos realidades distantes entre sí. Es una fórmula surrealista, se nutrió de los experimentos cinematográficos, sin duda, y nutrió ella misma una gran cantidad de búsquedas en artes visuales y poesía. Este libro, no obstante, invita a pensar la imagen de una manera algo distinta. Una que podría acaso definirse menos a partir de la figura del choque, que en torno a la del encuentro-desencuentro, o movimiento de desfase, como decía hace un momento. Como si la imagen no fuera sino el producto resultante de dos realidades que aunque se encuentran nunca calzan, nunca coinciden, nunca terminan de ajustarse. Tal vez la imagen, parecen decirnos estas páginas, “No una imagen justa, sino justamente una imagen”, como reza el epígrafe tomado de Godard, sea lo que en definitiva resulta de esa zona de descalce.

Permítanme referirme muy brevemente a algunas de las modulaciones que este libro ofrece para esa experiencia de la imagen. Está por un lado el descalce inherente a las imágenes de la historia, tantas veces pasada por el cedazo del horror, imágenes de lo esencialmente irrepresentable, esas imágenes pese a todo, como las llama un historiador. Están también las imágenes de la infancia, con las que ocurre algo parecido: los recuerdos de infancia siempre borrosos, con su ingenua pretensión de volverse fotográficos, luces que al cabo de deshacen como los cuadros proyectados en una pared durante apenas una fracción de segundo para después desaparecer, o algo así. También están las imágenes del amor, cómo no; los recuerdos eróticos de cuerpos que se enredan y se calientan y en ese calor derriten cualquier intento de congelar el momento, para desdicha de la mirada. Y están por cierto las imágenes de la noche, imágenes alcohólicas, borrosas de nacimiento, más nítidas, incluso, en la memoria que en la experiencia: “Al obnubilarse la vista –como consecuencia de la última crisis etílica-, miramos los orificios del lenguaje”, escribe Jorge hacia final de “Tipos móviles”. Y así las imágenes acaban ensuciándose unas otras, como ese rostro de T.S. Elliot que impreso en el suplemento Artes y Letras sirve de mantel al picnic etílico e improvisado de dos estudiantes que se pasan de mano en mano una caja de vino, rociando de paso el rostro “del conspicuo anglosajón”. (Estoy citando del texto titulado “Escolares”.)

Finalmente, están las imágenes de lo que por esencia o definición carece de ellas, imágenes que acaso por lo mismo suelen ser dobles. Permítanme leerles esta, tomada de “Aparato psíquico”: “Dos habitaciones: en la primera, la claridad asoma desde el este, las montañas son nítidas, los animales domésticos merodean gruñendo confiados y la pieza se abre y cierra fácilmente. Está fabricada para la armonía. La segunda es de pago; esconde a los arrendatarios como en un caparazón. Las cortinas y los picaportes pasan la mayor parte del tiempo cerrados. El sol golpea por fuera destiñendo los visillos; la disposición interna está pensada para evadir el mundo exterior. Las dos habitaciones comparten la misma casa”.  

¿Quién habla en estas historias de doble cara? ¿Quién enfoca y desenfoca, encuadra y desencuadra? A veces hombre, a veces mujer; a veces padre, a veces hijo; a veces un escritor, otras apenas un pasmado observador: en Cortes de escena uno y otro son lo mismo. Se parece ese escritor-observador al espía de la página 45, o al escritor que en “Dedicatoria” se auto define como “un vigilante que acecha el cansancio de la vida”, o al voyeur que en el texto homónimo, tras recorrer con microscopio los minúsculos rastros de la experiencia en su cara, constata que la letra se deforma irremediablemente con el paso de los años. Pero sobre todo, quisiera decir para terminar que el narrador de estas historias, el constructor de estas imágenes es alguien que se pregunta, como lo hace Carver, “cómo es posible estar en un sitio. Y otro, también”. Cada texto duplica así una voz que procura, como cada imagen, y para fortuna de la poesía, jamás ser justa, jamás calzar consigo misma.

 

Fotografia de Jorge Polanco: Damaría Valdés



 

 

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«Cortes de escena», de Jorge Polanco Salinas. Barcelona: Isofónica. 2019. 81 páginas.
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