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Las imágenes se van, pero dejan un color.
Sobre «Paisajes de la capitanía general» de Jorge Polanco Salinas, Komorebi, 122 págs.

Por Yanko González
Publicado en Periódico de Poesía UNAM, 26 de junio 2023


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Se dice —y la poeta argentina Tamara Kamenszain recordó alguna vez esta idea— que existe un dualismo entre la poesía y la filosofía. Un dualismo que descansa en que la poesía posee pero no conoce y la filosofía conoce pero no posee lo que conoce. Tan sugerente dicotomía se craquela constantemente en este libro de Jorge Polanco (Valparaíso, Chile, 1977). Un libro que no es una anomalía en la producción del autor, pues he constatado con cierto júbilo que es un escritor indisciplinado, inquieto y desafiante en cuestión de géneros —se podría decir un “des-generado” literariamente hablando, aunque no suene del todo elegante—. O mejor, un indócil a las fronteras escriturales. Decía que no es un libro necesariamente anómalo (pero sí, al menos, multisituado) que cambia de sitio, de voz y de trazo, si atendemos también a las ilustraciones que lo acompañan. La prosa de Jorge ya la conocía, pues me obsequió hace tiempo un libro que aquí aprovecho para recomendar muy y mucho, titulado Cortes de escena (2018) (pdf), libro que, transitando en horizontal, va dejando estelas, “instantáneas” de poesía y pensamiento por donde va pisando con sus breves párrafos. En Paisajes de la capitanía general (2022), sin embargo, se ensancha la prosa y abre un paréntesis de delicadas crónicas para cobijar, en medio, espejismos de lo que podríamos llamar docuficción, teñida de variados ensueños y reflexiones tan ácidas como hilarantes. Pero que no haya equívoco: la cabaña que construye con esos paréntesis es tan valiosa como lo que contiene, pues se plantea como principio y axioma el no castigar a la crónica con cualquier presente. Así, los primeros tabiques contenidos en la sección que abre los fuegos (titulada “Familia militar”), aunque apuntalados con madera autobiográfica, no se solazan en el “sí mismo”, en ese mucho yo que hace estragos, sino en lo que ese yo, esa bios, pudo capturar en relación con los microdisciplinamientos, literales y atmosféricos, diseminados en el mundo urbano-popular por una cotidianeidad regimentada. Dicha cotidianeidad proviene no sólo de los húsares y sus tropelías sino de esa autocracia propia e impune, capaz de transformar una clase de filosofía en una interminable tiranía. Son crónicas con vocación de registrar lo “efímero que permanece” y que, por lo mismo, se detienen en esquinas de baja luminosidad, en obras y autores —como lo hará decididamente la última parte del libro— nublados por la memoria oficial, como Ariel Santibáñez, poeta del grupo Tebaida —hermano del derrotado entrenador de la selección nacional de fútbol—, asesinado y desaparecido por la Dirección de Inteligencia Nacional de Chile (DINA); el director de orquesta Claudio Abbado o aquel olvidado documental de Alejandro Segovia, Un verano feliz, producido por la Central Única de Trabajadores, sobre el turismo social y los veraneos populares en tiempos de Salvador Allende. La sutileza estriba en que el registro epocal no nos obliga a un presente; nos lo sugiere: esa es la pátina que le permite adherir, retener lo evanescente, lo etéreo. Mejor y más lucidamente lo dice el propio Jorge: “Las imágenes se van, pero dejan un color”.

Al interior de esta cabaña de paréntesis aparece, decíamos, la sección “Paisajes”, una serie de espejismos docuficcionales que arrojan al libro de manera decidida al cuento, al “relato de imaginación”, a la dramaturgia mental, pero sacudido intermitentemente por la “real realidad” a través de pinchazos vivenciales, cavilantes o de ironía crítica y, por momentos, desopilantes. En el zaguán de esta sección nos espera “Agua de insomnio”, quizás uno de los relatos más concentrados y finos del conjunto que, acompañado de John Berger, no sólo sitúa las ilustraciones de Jorge que acoplan su libro, sino que también solfea tenues y profundas notas sobre la escritura como hecho visual y reflexivo: “la página entera cambió en respuesta a lo que había pintado, al igual que cambia el agua de un acuario en el momento en que metes un pez”, dice Berger. “Ésta es también la experiencia del poema al introducir o restar una palabra, por eso se puede seguir infinitamente. La corrección es sólo un descanso”, apostilla Jorge. Contiguo, y casi en el living del libro, surge el notable relato múltiple “9 estilos de filosofía de la natación” sobre el  homo academicus, las letanías literatosas, las imposturas políticas e hiperespecializadas; todo batido en nuestro paisaje artístico-cultural, donde se ha “quinchamalizado la política” y el “postestructuralismo no es más que folklore francés”. Lo interesante aquí es que, sin buscarlo, sólo evocando detalles y microscopías socioliterarias, Polanco deja rondando, a mi juicio, la idea de que la mala filosofía, como la mala poesía, nos demuestra que se puede ser tonto de un modo no sólo refinado sino increíblemente complejo. Los “9 estilos…” se acompañan perfectamente por “Referencias críticas”, un relato angulado sobre el campo literario, pero más concentrado en sus sospechosas y ampulosas estructuras que en sus gestos y prácticas mínimas, como diciéndonos que finalmente se trata de una comedia —y que, como toda comedia, sucede en el suelo y no en el cielo—. En esta dirección se sospecha que el relato es, también, una metáfora de la abdicación: pareciera que todo intento por entender o aprehender el hecho literario es como querer agarrar un alfiler con guantes de box.

Paisajes de la capitanía general cierra con una sección poderosa desde el punto de vista territorial, titulada “Actores secundarios”, donde retoma la crónica pero acentuando lo afectivo-testimonial para adentrarse en algunas vidas, especialmente literarias, acaecidas en Valparaíso y en el sur de Chile. Aunque se deslizan, íntimos, algunos retratos “de memoria” muy logrados, el de mayor desarrollo y hendidura es el dedicado a Ximena Rivera, pues deja que el contorno dibuje a la poeta y, con ello, a todos los actores secundarios a los que se aboca Jorge en este último apartado. Jirones de sus vidas, sus lugares y sus posturas ante el oficio, hacen que Ximena se reúna, por ejemplo, con la poeta Maha Vial de Valdivia, tocándose en una lucidez esencial: una literatura en las antípodas del capitalismo escritural y el último cobijo libertario. Un acto totalmente gratuito: nadie te lo paga, nadie te lo pide, nadie te lo cobra. Una lucidez con consecuencias, por cierto; pero quizá, como decía René Char, la lucidez es la herida más cercana al sol.

Debo decir que este libro puede pensarse enormemente auspicioso y generativo en la escritura del autor. Lo leí y lo vi como un campo de pruebas para los registros de su prosa, sus acentos y sus tintas. Pese a la heterogeneidad de temas y nombres, incluso de la procedencia de los escritos, hay una soltura, un singular discurrir por el que asoma un punto de vista suspicaz y sensible a partes iguales, con una atención y tensión textual que nos deja esperando muchos otros libros de esta misma madera. En este sentido, Jorge está aportando de forma rotunda —en su forma y fondo, es decir, con su calidad expresiva y su capacidad reflexiva— al engrosamiento y a la intensificación de las escrituras descentradas y no-centropolitanas escritas desde nuestro aquí.



 

“Crítica literaria chilena en el Periódico de Poesía de la UNAM (México) y en Vallejo & Co. (Perú)”. Proyecto seleccionado por el Fondo del Libro y la Lectura del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio 2021.
Responsable: Rodrigo Landau.

 

 

 

 

 

 



 

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