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LA DISIDENCIA DE FAÚNDEZ
A propósito de «Variaciones sobre la vida de Norman Bates» y «34» de Claudio Faúndez
Por Jorge Polanco
Publicado en El Circo en Llamas octubre de 2020
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A Claudio Faúndez siempre lo imagino en bicicleta. No sé la razón. Aunque la última vez que nos vimos —¿o fue la penúltima?—, fui yo el que llegué montado sobre las ruedas de una bici plegable.
Con esta imagen trastocada de Faúndez, esperándome en la Avenida Alemania cerca de la plazuela Ecuador, escribí un pequeño relato describiendo su próxima venida al puerto como el retorno de Cristo aguardado por sus seguidores. Faúndez dijo que iba a narrar este encuentro en bici; no sé si lo habrá hecho, pero lo hago yo en su lugar, en este momento en que he releído su novela Variaciones sobre la vida de Norman Bates.
No sé en qué andaba metido, pero terminamos conversando sobre una pareja de poetas de Limache que acababan de separarse trágicamente. Le compré algunos libros, entre ellos 2666. Si Bolaño lo hubiera conocido, estoy seguro de que lo espiaría como uno de sus personajes. Los que lo frecuentamos en esa época, sabemos que parece sacado de Los detectives salvajes. No hacen falta explicaciones sobre su carácter. Sería además difícil describirlo aquí, en este intento de entrada a su libro 34.
Se cuentan muchas historias de Faúndez ahora que se vino a vivir al sur. Y la gran mayoría deben ser ciertas. La lejanía crea mitos poéticos; ya lo decían los primeros sociólogos de la fotografía: la memoria orgánica aumenta los retratos, la mecánica los achica. Si no fuera por Facebook, no tendríamos noticias y fotos extrañas, entre bosques y hachas, de este narrador, cantante de la disonancia y poeta. Pensándolo bien, sería mucho mejor un relato de Faúndez ocupando a Bolaño como un barrista de los panzers. Editor del Awante, perfectamente podría haber sumado otras imágenes a sus novelas, con Playa Ancha como escenario, cuyo protagonista fuera el escritor catalán.
Al modo de sus canciones redoleseanas, su narrativa tiende a lo grotesco, a situaciones insólitas y a resoluciones estrafalarias donde no importa la verosimilitud. Los desbordes parecieran ligados al humor y a lo inquietante. Norman Bates es un libro al que le falta edición. Para mi gusto, hubiera eliminado algunos pasajes dándole un tono menos satírico y caricaturesco en busca de un registro ominoso. Pero también es cierto que si se excluyen aquellos fragmentos (no son muchos, aunque decisivos), su escritura perdería ese aire de narrativa gótica burlesca.
En esta novela, me gustan los pasajes en que Faúndez entrelaza los relatos con imágenes poéticas. Llaman la atención las figuras de los pájaros. Violentados y ridiculizados, cumplen una función opuesta a los de Juan Luis Martínez. Aves que, en sus mutilaciones y usos técnicos, convertidos en aparatos con alas y control remoto, o diseccionados por niños en un taller de pájaros, no hacen pensar en la malla irrompible y silenciosa del lenguaje, sino en el sometimiento y masoquismo de la naturaleza, en la idiotez y oscuridad del mundo. La imagen de los pájaros vuelve a aparecer en 34, el libro de poesía sobre el que quería al escribir al comienzo.
Comparto el sentimiento de estos poemas de imaginar el espacio inconcluso de la muerte temprana. Por lo que tengo entendido, 34 es la edad en la que un familiar de Claudio Faúndez murió y es también en la que asesinaron a mi abuelo, en 1948. “Un hombre que muere a los 36 años muere en cada momento a los 36 años”, dice Walter Benjamin. Esta aparente tautología indica que la narración nos hace pensar que la vida suele contarse desde el final. El carácter inexorable del fin, cuya función se cumple en las expectativas funerarias del lector, es revocada por la escritura. Le da un rasgo fantasmal, le pone vallas al tiempo que desea cerrarse; la potencia poética radica aquí en cómo los muertos rondan a través de los vivos.
Memoria fugitiva y sin clausuras, 34 tiene un tono luctuoso, desde su formato y color. Es un ejemplar alto, grande, negro como un ataúd y letras pequeñas que parecen hormigas oscuras carcomiendo los huesos de las palabras. Los formatos de las ediciones Cataclismo tenían ese rasgo. Faúndez editó a varios poetas de Valparaíso, pero con quien mantuvo una cercanía íntima fue Ximena Rivera. Creo que su muerte anunció la despedida de Faúndez del puerto.
34 tiene poemas breves, concisos, como los poemas de Ximena. Trabajan el luto a través de miniaturas: sogas colgadas de día que muestran un extraño refugio. Los espacios íntimos contienen cercos de autoprotección. Padre y madre asoman concentrados en sí mismos, fuera de la escena de los hijos, que parecieran buscar amparo ubicándose bajo el sol. El sinsentido prevalece en los versos que cortan el recorrido de la visión. Niños, padres, viejos, pájaros y plazas; dibujan imágenes que juegan entre luces y sombras que quieren otro tipo de noche, “un poco más corpulenta /y con mucho sol sobre los pastos/ una señal compartida/ unos muebles nuevos/ alguna cortina maltrecha por el viento del mausoleo// o tan solo un fósforo/ entre dos dedos agusanados” (“Saldremos de la noche un día”).
Como dije, 34 es un libro breve, extraño y preciso. Un cementerio -quizás- como el de los disidentes de Valparaíso; la poesía de Faúndez hace aquí un trabajo de duelo siguiendo la larga herencia de la desolación mistraliana.