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Desde entonces se libraron refriegas sin cuartel:
Sobre De la vida cotidiana, de Guillermo Riedemann

Por Juan Pablo Pereira



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No longer speaking
Listening with the whole body
And with every drop of blood
Overtaken by silence

But this same silence is become speech
With the speed of darkness.

The Speed of Darkness
Muriel Rukeyser

De acumularse en el tiempo, jornada a jornada, la sucesión de golpes necesariamente termina volviéndose una conciencia del cuerpo o, lo que es lo mismo, un cuerpo consciente de sí. Este aprendizaje, probablemente indeseado, implica sin embargo una posibilidad de exploración que no se abre con la escritura de la felicidad o de la armonía; si se logra salir vivo –no digamos íntegro– de ese tránsito, difícilmente podrá recogerse los materiales de una escritura de superficies lisas, de ángulos limados, de pureza de formas:

Decir bufido es torpe modo de ocultar
la desesperación, de referirse a ella
sin hacerlo, si es que fue desesperación
y no su propia manera de deshacerse,
antes que rendirse o inclinar la cerviz,
bajo el filoso brillo de la normalidad.

(“Avenida Karl Marx”)

Por el contrario, no ha de extrañar que resulte en la confección de aparatos quebradizos, titubeantes, mecanos que tropiezan una y otra vez al dárseles cuerda, que chocan con las paredes y pierden trozos, esquinas, esquirlas; cuerpos con bordes serrados, que hacen cortes al tacto. No existe, creo, una poesía de la herida –asumiendo que haya de algún otro tipo– como la que encontramos en De la vida cotidiana, de Guillermo Riedemann (Inubicalistas, 2019) que pueda presumir de otra cosa.

Para ello, en De la vida cotidiana se reconstruye, es decir, revisita momentos que se descubren distintos a como quería o creía recordárselos; la memoria, no coincidiendo consigo misma, es descentrada hacia la incomodidad y obliga a una toma de posición. En la especie, un hablante que viene claramente de vuelta y ha visto más de lo que hace bien haber visto, intenta lidiar con la desesperanza desde algo que no es su contrario, debilitando su resistencia sin hundirla del todo.

En este libro, esa falta de confiabilidad en la memoria admite, según alcanzo a reconocer, dos estrategias de enfrentamiento. Una conlleva conjurar la volubilidad del recuerdo con una especie de hiperdocumentación del pasado que contrarreste esa incerteza; la otra se apoya en la renuncia a esa confianza, mediante la transformación de esa memoria quebrada en material fantástico o al menos inequívocamente equívoco, es decir, ficticio. De la vida cotidiana intenta ambos derroteros, que se manifiestan en distintos grados de tensión en los tres segmentos que lo componen, “La forma del cuerpo”, “El cuerpo de los hechos” y “La mujer de los ríos”.

En el primero, el hablante se corresponde más precisamente con la descripción antes dada de un hombre no joven, que empieza a hacer el catastro de los acontecimientos y a residir más en la descripción que en la vivencia de su derrota, más o menos definitiva:

Ahora que lo mira hacia atrás queda
perfectamente claro que fue en ese segundo,
o en esos cinco o seis segundos,
cuando decidió dejarlo, que la decisión
estaba directamente ligada al engaño.

(“Ahora que mira hacia atrás”)

Para este hombre, más o menos ya un residente en el retraimiento y en la calibración de lo recopilado más que en la exploración de nuevas posibilidades, dicha empresa forzosamente lleva al enfrentamiento no solo de viejos dolores, sino –cruelmente– a otros nuevos, mediante el descubrimiento interior de la necesaria capa de engaño o autoengaño que cubría lo revisitado.

En el segundo segmento, central y divergente de los otros dos, “El cuerpo de los hechos”, la tensión entre una descriptividad documental y una ficcionalización sin trampas se lleva al máximo sin resolverse, puestas ambas al servicio de la presentación del horror de una inflicción estatal, oficial de dolor: en un caso mediante el recorte, sin comentario discernible, de textos conmovedores, pero monocordes sobre la represión por parte de la dictadura militar chilena respecto de víctimas con nombre y apellido, contrapuestos con relatos de una guerra imaginaria y brutal entre bandos indistinguibles –y a veces no distinguidos ni siquiera por ellos mismos– y nunca identificados uno del otro, impidiendo por tanto nuestra identificación con uno de ellos, aunque no con las víctimas, que parecen ser los soldados de esa guerra –todos lo son- periódicamente empujados, dejados en paz y vueltos a empujar a la carnicería. Mención aparte merece el texto sin título que abre “El cuerpo de los hechos” que supone un catálogo de las formas de herir, vulnerar y quebrar a un ser humano:

Lo decapitaron /
Bebieron y escupieron su sangre /
Le gritaron que llorar era de cobardes /
Lo amenazaron con un perro /
Le marcaron las piernas a varillazos /
Lo amenazaron con el hambre /
Lo mantuvieron despierto cuatro noches /
Lo hicieron dormir de un tiro en la nuca /
La mostraron desnuda /
Le abrasaron los pechos /
Le arrancaron los ojos /
Le quitaron los hijos recién nacidos /
Le cercenaron el clítoris /
Le dijeron que esperara en el cruce de caminos /

He aquí un catálogo de acciones interrumpidas por otras desconcertantes, por lo aparentemente inofensivas, tales como esperar en el cruce de caminos o mandar a hablar con los árboles, ¿elevadas? de súbito a hechos horribles en virtud de alguna fórmula no explicitada, pero adivinada por su interpolación en esa lista de daños reconocibles e irreparables al cuerpo de una persona.

La tercera parte, “La mujer de los ríos” –ambigüedad quizá deliberada, que juega con la aparente referencia geográfica que todo chileno reconoce a una región del sur del país, pero también con la idea (fundamentalmente masculina) de extrañeza y peligrosidad que asociamos a náyades, sirenas y ondinas–, junto con retomar el tono y tratamiento formal de la primera, reiterando eso sí lo (por así decirlo) descubierto en la segunda, supone el rescate de una presencia ya vislumbrada, no claramente maligna pero sí disolvente o amenazante, correspondiente a una mujer que parece participar del enjambre de sentido aportado por “El cuerpo de los hechos”, no necesariamente como agente pero sí como una especie de heraldo de la pérdida:

Cualquier vecino pudo ver
las señales de ausencia
si no hubiese elegido dormir
cuando la mujer de los ríos llegó al pueblo.

(“Canciones extrañas”)

Apareciendo esta pérdida ahora enriquecida por el peso abrumador de los rastros de la administración continua de dolor que ha supuesto llegar a este dominio de cenizas, y parece no dejar balance positivo alguno en De la vida cotidiana:

Siempre escribía para la mujer de los ríos.
No lo sabía, menos al comienzo, ni para qué,
y de eso hace más de todos los años.
Al decir siempre se pretende decir
que una remota primera vez,
a bordo del tren local de regreso
a casa de los padres, escribía
para que ella lo supiera,
incluso antes de la pretensión desnuda,
para que ella se prendara sin saber
tampoco nada de ese asunto.
La conclusión siempre será la misma.

(“Fracaso”)

Esta admisión, en cuanto poema, también supone, sin embargo, el registro valeroso de una resistencia abollada, que sigue intentando sistematizar o al menos procesar la posibilidad de un enhebramiento de la memoria que preserve lo horrorizado mediante su enfrentamiento, una especie de cauterización. En este momento, en el que súbitamente descubrimos ecos de esos ecos históricos aflorando ante una incredulidad nuestra que quizá siempre debimos saber ingenua, armazones como este readquieren un sentido que quisiéramos inexistentes, porque nos fuerzan a la reflexión sobre los pedazos, los viejos mal ensamblados y los nuevos objetos rotos, cortantes en los bordes. Con libros como De la vida cotidiana recordamos que hacemos lo que podemos con los pedazos, los juntamos con lo que se logre, forzamos simetrías y relaciones, esperamos que el tinglado resista; sea este el cuerpo, la memoria, este libro, este país, cualquier cuerpo golpeado y vuelto a levantar.



 

 

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