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          Alquimia ediciones, 2011 
        Jaime Pinos
        
        
  
          
              
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        Quién 
        Quédate a tu mesa y escucha. Ni  siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente  solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar. Estas palabras de Kafka podrían  servir para empezar a escribir sobre este libro. Un libro que hace de la espera  una estrategia para ejercer la memoria y comprender la realidad, tanto personal  como política. Como dice Ilse Aichinberg, escritora austriaca perseguida por el  nazismo, en el epígrafe que abre el libro: Sumándolo  todo, había más salas de espera que salas. Más esperanza de la que podía  colmarse. Demasiada esperanza. ¿Realmente demasiada?  
          
          Quien  habla en este libro (y veremos que la pregunta por ese quien es fundamental aquí) quien lo escribe, se ha instalado en una  de esas salas de espera. En uno de esos espacios  de soledad y silencio, como recomienda Kafka,  para recordar y pesquisar el sentido de su propia experiencia. ¿La esperanza ha  sido demasiada?  El poema es aquí una  pregunta, esa pregunta. 
          
          Desde  luego, los caminos de esa indagación, de ese viaje a las islas eriazas de la memoria, son varios. La propia biografía,  las pesadillas de la infancia, las pesadas cargas de nuestra educación  sentimental. La enfermedad y el duelo. Los lugares, las ciudades, las  estaciones del viajero. Como quien, mientras espera, revisa un álbum de viejas  fotografías. O, en vez de las imágenes anodinas de la televisión, ve las  escenas de un documental sobre la propia vida en el televisor que preside la  sala desde lo alto. Las fotografías dan  vueltas sobre el relato de ficción. Recordar es en este libro construir el  montaje de esas imágenes. Trabajar con sus planos y secuencias. Porque como  dice un poema: la noche ocurre sobre una  fotografía de claroscuros,/cercenada en montajes que abaten la memoria.
          
          De la  amplia gama de fragmentos con que se constituye esa fotografía de claroscuros, me gustaría concentrarme en aquellos que  tienen que ver con la historia colectiva. En las fotografías de nuestra  generación.  
          
          No viviste el 73, pero sí el  temor/de la radio que comunicaba una voz adusta,/el lenguaje oculto que  anunciaba/una noche interminable. Una buena forma de describir la situación de aquellos que  crecimos en la dictadura. Que nos formamos en ese líquido elemento, en esas  aguas turbias. En esa noche interminable. Como escribe Polanco en el poema Plano fijo, una generación que, en medio  de toda esa muerte, creció entre el ocultamiento y el olvido: Es cierto, la vida se renueva,/reproduce el  olvido con cerrar los ojos/y cambiar de aliento,/otro mundo nace cada  día/borrando el anterior,/el ejemplo es tu generación/que vivió amordazada por  los noticiarios/esas imágenes a las que se acostumbraba el ojo.
          
          La misma  generación que se hizo adulta en la continuación, más o menos solapada, de la  misma historia, de la misma violencia. La postdictadura, la transición a  ninguna parte. Un tiempo simbolizado, dramáticamente, en la figura de Eduardo  Miño. El trabajador, enfermo terminal de asbestosis, que se quemó a lo bonzo  frente a La Moneda el año 2001. El militante comunista que termina su carta  suicida con las palabras citadas en el libro: Mi alma que desborda humanidad/no soporta tanta injusticia.  
          
          Los que  tenemos algo más o algo menos de cuarenta, los que vivimos o sobrevivimos la  dictadura y la violencia soterrada de la ficción democrática, estamos  constituidos por esa experiencia. En este sentido, creo que Sala de espera logra un retrato  descarnado pero muy real de nuestra generación. Aquella a la que le ha tocado  vivir o escribir en medio de esa violencia  implícita en el lenguaje común,/cultivada en un país desamparado. Aquella  que, aprendiendo a vivir en un país sin esperanza, en la soledad y el silencio  de sus salas de espera, seguramente nunca dejara de hacerse la misma pregunta: Demasiada esperanza. ¿Realmente demasiada?
          
          El poema  en este libro es siempre una pregunta. Sin embargo, es sabido que toda  pregunta, si realmente tiene sentido, encierra en sí misma su respuesta. Cuando  las cosas en este país parecen empezar a cambiar; cuando, inesperadamente,  parece variar el curso de la corriente, la pregunta que cierra el libro me  parece fundamental. Parafraseando a Víctor Jara, el texto dice en sus versos  finales: Quién escribe un canto  valiente/que sea por siempre canto nuevo. 
          
          Para esa  generación de la desesperanza que somos, esa pregunta es capital. La pregunta  por la valentía. Yo diría urgente en estos días, cuando el país parece abrir  una pequeña brecha para salir de los interminables tiempos oscuros de una vez  por todas. Creo que Jorge Polanco ha escrito un libro que se hace cargo de esa  pregunta. Y la responde practicando, justamente, una de las formas de la  valentía: la honestidad. La poesía es el  habla de la honestidad, dice en un versoque se ratifica como exigencia vital y poética a lo largo de todo el texto. 
          
          La vida es una broma absurda que  sólo pueden comprender los valientes, dice Kenneth Rexroth. Veremos de cuanta valentía somos  capaces. El primer deber de la poesía es ser valiente. Responder en primera  persona, como lo ha hecho Jorge Polanco con este libro, al desafío de escribir  con honestidad. De comprender que la verdadera poesía es sólo para los  valientes. Los que responden, con la vida y con el verso, esa pregunta. La  valentía. Quién.
        
        Valparaíso. Septiembre de 2011