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        SITIO  EN CONSTRUCCIÓN
        Por Jorge Polanco Salinas 
        Intervención en el coloquio de la  reedición de El Incendio de Valparaíso de Eduardo Correa (acompañada de fotografías de Jorge Godoy),
 
          Altazor  Ediciones, Viña del Mar, 2015
        
          
          
        
          
        
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          "Pero sabíamos también que Valparaíso era una metáfora
   y que toda metáfora era una  suprema traición"
            Eduardo Correa, El incendio de Valparaíso
          “¿Te invité yo a vivir aquí?”
            Jorge Castro, Alcalde de Valparaíso
          
          
          La poesía se orienta por extraños caminos.  Sus senderos conducen más a fracasos que a triunfos o supuestas ganancias.  Quizás su ejercicio implique por sí mismo una pérdida.
   
            Comienzo advirtiendo este rasgo de lo  poético tal vez como una excusa. Hace algunos años, con unos amigos, intentamos  articular una revista que ofreciera un crisol del quehacer artístico de  Valparaíso. Luego de reiteradas reuniones, donde fueron desligándose escritores  que no pudieron continuar, logramos definir un nombre y un primer número. La  revista se llamaría El Incendio de  Valparaíso y partiría con un dossier de poemas extraído del libro de  Eduardo Correa, textos de Ximena Rivera junto con un registro basado en  fotografías de Raúl Goycoolea, un ensayo de Pablo Aravena sobre el significado  político de decir "Nunca más" y una nota a la exposición del artista  Antonio Guzmán en el frontis de la Defensoría Regional; pero ocurrió que el  gran incendio de 
abril del año 2014 vino a marcar una postergación. No podíamos  publicar la revista, justo en esas fechas, con dicho nombre. Sería visto como  una burla o una pésima ironía. Decidimos entonces darnos más tiempo. Y,  lamentablemente, a las pocas semanas de esta catástrofe repetitiva del puerto,  supimos que el poeta Eduardo Correa había muerto. El Incendio de Valparaíso no solo funcionaba como toponimia o  metonimia de un libro, sino concretamente en la realidad. Por lo demás, para  terminar de describir estas desventuras, después de un año de trabajo en el  primer número, en que compramos el sitio y se alcanzó a concordar un diseño, el  programador desapareció y la revista terminó en el registro utópico de una  quimera posible. Pueden revisar la web, todavía aparece el indicio de esta  esperanza: sitio en construcción.
          El  libro de Eduardo Correa, publicado el año 2003, resulta interesante en su  reiteración no solo por el uso que se hace de ella —donde se apela a Deleuze  como uno de sus referentes—, sino también por el título mismo. Como un eterno  retorno catastrófico y caótico, los incendios parecen un trauma que vuelve  hacia las zonas reprimidas del puerto. Valparaíso podría verse así como un  enorme aparato psíquico, con sus huellas mnémicas sociales y territoriales. En  una época en que la ciudad expulsa a sus habitantes comunes e intenta  fosilizarse en un consumo del pasado como patrimonio —término que usualmente es  comprendido solo en el plano arquitectónico—, el incendio emerge recordando que  la pobreza y los cerros existen. Como la película de Aldo Francia de 1969, Valparaíso, mi amor, la ciudad tiene una  vida que no es el simple relato turístico o estudiantil del que se hace tanto  usufructo. En su cotidianidad los personajes van, uno a uno, cayendo en la  miseria del puerto (asaltos, adicciones, prostitución, salud paupérrima,  pobreza, etc.) que no ha cambiado mucho desde la época en que se filmó la  película. En esta órbita enlazaría el libro de Eduardo Correa, es decir, en el  relato anti-patrimonial de Valparaíso que establece una reserva crítica al mito  de la ciudad decadente, que saca provecho al turismo de la pobreza. Valparaíso  conforma un sitio en construcción y destrucción permanente. Tal vez la imagen  más nítida de la postdictadura chilena.
           Para  una muestra de lo que estamos afirmando, el poema «Nueve» del libro da cuenta  de esa repetición, que leído en la prosodia de la página, exhibe el retorno de  lo reprimido (según el subtítulo del poema, dicho a media voz):
          
                          Las mismas visiones del  incendio.
                Las mismas visiones del  incendio.
                No había nadie para  contarlo.
                No había nadie.
                Éramos mi padre y yo.
                Dijimos, traigan agua.
                Pero nadie nos hizo  caso. 
          
          La repetición y las secuelas de una  batalla, enmarcan el libro en un contexto situado pero también amplio, gracias  a la mixtura de registros que incorpora referencias heterogéneas. El escenario  de la disputa, ubicado en Valparaíso —y más precisamente en el incendio de la  discoteca Divine ocurrido el año  1993—, ofrece una connotación carnavalesca y operística en algunos momentos,  cuya escenografía apunta a personajes teatrales que entrecruzan voces de todo  tipo, fracturando la sintaxis.  El Incendio de Valparaíso comienza con  un tono bíblico, pero esta lengua —a diferencia de la pureza adánica— es una  escritura travestida, con giros de habla e interpelaciones coloquiales que  cambian el género de las palabras. Pareciera que en varias secciones de los  poemas, sobre todo en los momentos de mayor intensidad, hubiese una necesidad  de nombrar lo que se desplaza y huye, un objeto del deseo que la escritura no  alcanza; y el fuego fuera la imagen de una metáfora más amplia, una  imposibilidad que afecta la misma labor del escritor. De esta manera, asoman  referentes como Duchamp o Wittgenstein ("Santa Wittgenstein"), y, por  cierto, nombres ligados a la escena del arte y la literatura que ofrecen una  perspectiva neobarroca, acendrada en una imaginación desbocada. Sin embargo,  esta multiplicidad de referencias no impide que el libro entregue una secuela  de su localización: 
          
            «Pero el territorio sigue tan lleno de miedos  que a nada le podemos creer. 
                Queríamos escribirlo todo para que nos  entendieran más adelante».
          
          Esta desesperación por el objeto incita la  mirada hacia su sombra; es decir, constata la ausencia que traduce la poesía en  el acto de escritura. «Había visto tantas desapariciones», dice el primer poema,  marcando la ruta de un parloteo que el lenguaje no alcanza a cubrir. En ese  sentido el recurso expresivo de la 
prosa y el versículo cae allí donde el objeto se escapa. En el alargamiento del verso,  el poema indica una falta, una justeza imposible. Como en Baudelaire o en  Malcom Lowry, el alcohol conforma también uno de los recursos de esta forma de  escritura imprecisa, de la ausencia: 
          
            «Te escribo desde la más profunda de las  borracheras. Díganme ahora que si no paramos de rezar nos vamos a ir todas al  infierno.
            Las cosas ya no son como antes. Ha quedado  lloviznando permanentemente sobre nuestras cabezas» 
          
          La desaparición es, por lo tanto, una de  las pulsiones de la escritura y, quizás lo más relevante, la seña política del  libro. Como todos sabemos, Chile es un país de desaparecidos, pero no solo los  que ocultó  la dictadura, sino también  aquellos que la violencia soterrada mantiene como escombros. Por ejemplo, las  miles de personas anónimas ignoradas en su existencia o en el repudio  incendiario al mundo homosexual. Hay que recordar que el libro se publicó el  2003, antes de la Ley Zamudio y de la visibilización que el Movimiento de  Homosexuales ha logrado en el último tiempo. Al establecer como lugar de  escritura una toponimia y una poesía de la falta, Eduardo Correa expone la  ausencia en «un territorio de ecos y no de voces». Vale decir, una sombra que  trabaja con aquello que está detrás de lo visible (o decible), y que se muestra  de manera espectral, testificando paradójicamente su ausencia por medio de lo  visto o rumoreado. Los cuerpos quemados en la discoteca Divine, en los incendios reiterados de Valparaíso o de los  detenidos desaparecidos en la Operación  retiro de televisores —con su humor negro y la cruda metáfora  espectacular—, muestran que su presencia se encuentra a través de las cenizas,  de aquello inconsciente que retorna, aunque se niegue: 
          
            «Pero solamente la muerte es el refugio del  secreto mejor guardado; el propio objeto se alitera a sí mismo, se evidencia  mientras los telones ardiendo van cubriendo la escena devastada». 
          
           El  síntoma de la devastación y la pérdida recorre esta poesía. A pesar de que la  imaginación y el desvarío exalten sus versos,   «el sueño —dice uno de los poemas de Eduardo Correa— es para aquellos  que han ganado la batalla». He aquí que parece emerger la citada frase de  Michelet: «cada época sueña la siguiente». Pero, ¿quiénes son los que han  soñado hasta ahora en Chile a las generaciones futuras? Sabemos cuáles fueron  los sueños de los vencedores, los vivimos a diario. Entonces, ¿cuál es el lugar  del escritor en todo esto? En otras palabras, el poeta —como muestra Eduardo  Correa y la poesía chilena más interesante— busca compensar con su testimonio  algo no escuchado, y a través de la obsesión por la escritura, despertar los  escasos lectores que convoca la fragilidad de la poesía. «He llegado a la  conclusión —decía Canetti—de que en la lengua misma puede haber esperanza, algo  así como una gratitud de las palabras. Precisamente porque nos las quitan  quieren ser dichas». Desde esta mínima trinchera de la escritura poética puede,  quizás, todavía construirse un espacio vivible entre las ruinas de este país  incendiado. Así al menos interpreto uno de los versos de Correa: 
          
            «Era feliz en los momentos en que te  escribía, pero lo vine a saber muy tarde, cuando la cordura me tenía hasta las  masas».
              
          
          
            La Sebastiana, 13 de junio de 2015