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EL CUARTO OSCURO
Ciudad erótica y políticas de higiene sexual

Por Juan Pablo Sutherland
Publicado en Revista Patrimonio Cultural. N°30, Año IX, Verano de 2004




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El centro de la ciudad, lugar privilegiado de intercambios (Castells), punto de saturación semiológica (Lefebvre),
es también el lugar de la aventura, del acaso, de la extravagancia, de las fugas. Flujos de poblaciones, flujos de deseo:
la predilección de los sujetos en busca de un partenaire del mismo sexo por las calles del centro no parece casual.
Néstor Perlongher
La prostitución masculina

¿Por qué deberían nuestros cuerpos terminar en la piel o incluir, en el mejor de los casos,
otros seres encapsulados por la piel?
Donna Haraway
Manifiesto para cyborgs

Bastaría sólo quedarse quieto, estático, ausente por unas cuantas horas en la Plaza de Armas para reconocer cuerpos, guiños, tráficos y negocios más materiales que simbólicos en nuestro mapa urbano. Cierto erotismo anda rondando en la ciudad, erotismo que se liga a una rizomática pulsión de deseo. ¿Qué lugares de la ciudad erotizan? O mejor dicho ¿qué sujetos o qué individualidades buscan escanearse en la esquina erótica de una noche santiaguina? Los flujos son muchos y a cualquier hora, la ciudad no sólo convive con sus noctámbulos predilectos, sino que asoma pulsiones durante el día.

En los cines pornos la película es un telón de fondo de un guión más osado, más cinérgico y calentón. Quizá las políticas sexuales del cuerpo en la ciudad incorporan nuevas tecnologías que obligan a productivizar los encuentros. Internet comparece como una nueva tecnología que intenta expulsar corporalidades y crear una comunidad orgásmica donde el imaginario transado es lo que importa (la idea del otro como producción de intercambio), pero la tensión de las tecnologías nunca supera el propio callejeo urbano de un cuerpo. Hay zonas de la ciudad que operan como una privatización o comercialización del deseo que ha estado siempre circulando. La disco gay es una maquinaria de administración nocturna que ordena a los sujetos en un espacio de normalización que gays y lesbianas no poseen diariamente. Antes del boom de las discos, ¿dónde estaban esos cuerpos? ¿Dónde se constituían los andamiajes del espacio erotizado urbano?

LAS HUELLAS DEL DESEO: PARQUES PÚBLICOS, BAÑOS, PUENTES Y UN POCO DE DISEÑO URBANO

Pareciera que estamos ante la presencia cada vez mayor de un diseño urbano que rompe con los antiguos flujos de los cuerpos. Cuando hablo de cuerpos, me refiero al cuerpo minoritario homosexual, al cuerpo bisexual, al cuerpo descentrado del poder y de su productividad normalizadora. El cuerpo heterosexual es como Dios, se dice que está y habita en todas partes, por lo mismo no necesita dinámicas específicas, pues es la hegemonía, y su materialidad y discursos se reflejan a cada instante. Incluso su erotismo intenta controlar los otros microerotismos que circulan en la ciudad.

La Plaza de Armas poseía un baño público histórico, clausurado al construirse el Metro, pero que según planos y algunos datos de arquitectos amigos, seguiría intacto como una gran bomba al vacío; como si al clausurarlo, la multiplicidad de tocaciones, fluidos y gemidos que alguna vez transitaron por ahí hubiesen quedado aprisionados en ese espacio. En la mayoría de las grandes metrópolis del mundo existen baños públicos. En Santiago fueron extinguidos como una plaga. Sólo los nuevos espacios del Mall disponen de baños donde el ligue corporal a veces aflora, pero con la dinámica propia de una vigilancia extrema. En la historia de los espacios públicos el baño siempre ocupó una categoría privilegiada como espacio de discusión de la política. El baño romano es un buen ejemplo. La eliminación de los espacios que las minorías re-significan es parte de una política de higiene que involucra la anulación y el nuevo alineamiento moral y sexual de la nación. Incluso, uno podría reconocer que el enrejamiento excesivo del cerro Santa Lucía se debió principalmente a las inaceptables danzas nocturnas de sus asiduos visitantes. Enrejamiento que viene acompañado de un sistema de vigilancia propio de un totalitarismo espacial.

El espacio urbano ha sido objeto de cierto desmalezamiento de los cuerpos que importan para el control sexual. Muchos de los espacios habitualmente desterritorializados por los grupos minoritarios se vuelven focos de vigilancia que anulan su circulación. Incluso, se ha llegado a cambiar el paisaje de la vegetación para impedir que los arbustos sean utilizados como pequeños separadores de ambientes para uno, dos o varios visitantes.

El antropólogo y escritor argentino Néstor Perlongher, en su estudio de etnografía urbana Prostitución masculina, diseña el mapa urbano de la prostitución masculina en Sao Paulo, señalando una extensa taxonomía de sujetos a la deriva sexual: (locas, machos, gays, maricas-macho, etc.), inscripciones identitarias armadas sobre la base de estilos, prácticas sexuales, sistema sexo-género, imaginarios que estarían diseñando diseminaciones sexuales o eróticas en la ciudad. En esa perspectiva, Santiago es un gran cuarto oscuro, espacio utilizado en las discos gays para el sexo anónimo y que en tiempos post-sida siguen teniendo un enorme éxito. Cuarto oscuro metaforizado que sería ocupado en determinadas esquinas, barrios, puentes y paseos en parques. El anonimato que brinda el callejeo diario estaría re-significando los tránsitos en la ciudad. A propósito de ese tránsito, Walter Benjamin ya lo había dicho en relación con el flaneur, aquel que se desplaza en medio de la multitud y que se singulariza en la medida que se ve solitario y arrastrado en un mar sin rostro. Relación interesante, pues el callejeo tiene ese sabor que permite enajenarse en ciertas tecnologías normalizadoras de los sujetos (familia, sistema educacional, cortejo amoroso, etc.) y que permite fluir en el pasaje de las propias pulsiones. El callejeo amoroso es un género urbano de reconocimiento de lenguajes particulares, de entendidos, de coa o meta-lenguaje sexual de expertos, de relación de cazado y cazador. En ese sentido, los dispositivos del poder diseñados para desviar esos flujos consideran las maquinarias del mercado sexual institucionalizado en el voyerismo propio de los cafés con piernas, transacción de un cuerpo expuesto y otro que paga. ¿Si no hubiesen cafés con piernas en Santiago, dónde se acomodaría ese mercado del voyerismo urbano? Sin duda que todo explota en la ciudad, aunque la disciplina municipal disponga algunas rejas para persuadirnos a cruzar dos cuadras más allá.


EL ÚLTIMO CARRO DEL METRO

Sexo y erotismo en la ciudad forman parte de una ecuación vivida como andamiaje de cuerpos y discursos operando frenéticamente en la contención. Sexo que privilegia el fluido erótico, dejando huellas erráticas que seducen y confunden. La experiencia de un grupo de lesbianas de Barcelona, que se reúnen una vez al mes en el último carro del Metro, se vuelve una metáfora espectacular de los cuerpos convocados desde el desciframiento de códigos y miradas. En Santiago, el transporte público conjuga la fauna diaria con el deseo camuflado de sus usuarios, erotismo que funciona como espectralidad de una carencia y como un mercado común de sus imaginarios. Jean Genet prefería los baños y los confesionarios, Joe Orton los parques y las calles, y más de algún escritor criollo recorrió cines viejos y decadentes en busca de sus propios textos corporales, como la materia santa de un juglar citadino.

El devenir homosexual urbano configura una de las estrategias más sofisticadas de reconocimiento entre lo secreto y lo público, simulación que incorpora un mapeo de sujetos en la propia ciudad, incluso hay lugares masculinizados, esquinas que huelen a loca, callejones sexuales funcionando como un gran cuarto oscuro, donde el sujeto deja su singularidad y se constituye como uno más de un cuerpo sexual sin fronteras. El tráfico de miradas es una gimnasia provista de instantes: el levante, el contacto inicial, las políticas de una pose que pavonea su ropaje. Hay esquinas céntricas donde las masculinidades minoritarias camuflan tanto su devenir que la aparente calma remaquilla el paradero, un café, un museo, una librería, y se vuelven espacios sobreerotizados por dicha latencia. La idea es el desborde, no de una carencia, sino de una plusvalía erótica que organiza un caminar.

La novela El Río, de Gómez Morel, narra el tráfico urbano de cierta cartografía del río Mapocho, espacio distractor de las disciplinas del orden social y dispositivo que disemina un cuerpo mayor que cruza la ciudad. Lumpen y erotismo rediseñando un brazo abyecto que ejecuta un fist-fucking bajo puentes y desechos. Marginalidades que conviven con otros discursos sexuales y sociales en una maquinaria diaria que los oblitera, sin visibilizarlos.

El nuevo libertino de la ciudad es un nuevo depredador cotidiano, voyerista que privatiza el espacio público y manipulador de una oralidad extraña, ajena. Cuando todos los cuerpos van, el depredador vuelve. Entonces, sólo los cuerpos importan, cuerpos que productivizan un imaginario transado en la plaza pública como el mayor capital de intercambio. Podríamos agregar, finalmente, que asistimos a una insospechada destrucción del espacio privado que evidencia las huellas de una batalla más grande. Lo público resignifica nuestras vidas en la medida que ya nada es privado. La ciudad nos devuelve aquello que privatizó la hegemonía cultural en nuestros dormitorios.



 

 

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