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Niño de lluvia deambulando en la ciudad:
Papelucho gay en dictadura de Juan Pablo Sutherland
Editorial Alquimia, 2019
Francisco García Mendoza
.. .. .. .. ..
…miren a Papelucho marica,
a Papelucho le gusta la pichula.
A Papelucho le gusta el lucho cabezón.
Veinte años después de su último título de ficción, el escritor y académico Juan Pablo Sutherland publica Papelucho gay en dictadura (Alquimia, 2019). Suerte de texto híbrido que asume el formato de archivo testimonial de una infancia queer. El autor reconstruye esa etapa de su vida, en sus marginales y santiaguinos años ochenta, hilvanando fragmentos, fotografías, postales borrosas, notas al pie, recuerdos, imágenes en blanco y negro: “Durante los ochenta fui un niño extraño, ido, autista, que vivía en medio de lo real y la ficción que creaba para protegerme” (15). De esta manera, Sutherland construye y reconstruye su relato a partir de retazos que el mismo protagonista utiliza para sostener su refugio escritural.
Tratar de clasificar el texto dentro de los márgenes que el análisis literario exige, es también someter al escrutinio a ese niño que se siente ajeno en un contexto en donde la uniformidad es regla. Quizá por lo mismo esta fotografía (81) espejea a la vez texto y protagonista. Un adolescente que no calza con el resto de los chicos en vestón y jumper, infiltrado a la izquierda formando parte del grupo y a la vez no. Un Papelucho con la cintura quebrada expulsado del liceo por subversivo, que juega a camuflarse porque también tiene miedo de los suyos, pero que de alguna u otra manera necesita sentirse parte de algo: “(…) cuando vi Grease con Olivia Newton-John y John Travolta me encantó una barbaridad. No les dije nada a mis compañeros de la juventud comunista para que no me regañaran y acusaran de traicionar la revolución. Viendo la película bebí cinco Coca-Colas con hielo y sin culpa” (23). Juan Pablo adolescente debe asumir una pose, porque no puede estar completamente al margen. Con la distancia uno puede distinguir que el fascismo también se cuela en otras instancias, incluso las contrarias y las que uno abraza.
La formación del protagonista tiene que ver con el fracaso, con la derrota sentimental, con la ausencia y presencia de una figura paterna, con el apego a las mujeres que considera aliadas en medio de una urbe más bien melancólica. Son ellas precisamente las que aportan ese microespacio de color: “Estoy en mi camarín con la puerta abierta. Soy flaco, sin mucho poto y con unas piernas bien largas. Mi abuela me dijo una vez que no son piernas de cristiano. Me reí, no supe qué decir. ¿Era un insulto? Hay un tipo que la tiene enorme, me mira un momento y se va. Quedo asustado, con rabia y excitado. No soy feliz” (17). Es inevitable pensar la escena anterior con esa interferencia de un televisor mal sintonizado, en donde la inestabilidad de la antena hace la imagen alterne entre el technicolor y el gris.
Con la distancia de los años, y es aquí donde se evidencia el simulacro inmanente a la reconstrucción memorística, el narrador es capaz de resignificar su propio lugar en un espacio más bien adverso: “Me decían orejón y Dumbo en honor a ese elefante ridículo de las tiras infantiles gringas. Por ese apodo me pasaba soñando que era un niño elefante (…) Desde ese día odié mis dientes torcidos hasta que los transformé en ventajosas monstruosidades para asustar y darme un toque gótico muy solicitado en las primeras fiestas del naciente underground en el Trolley de Santiago” (45).
La timidez en las duchas y el deseo de ser esos cuerpos adolescentes exhibicionistas y competitivos, está cruzado también por una narrativa familiar en donde la diversidad está siempre silenciada por ese halo de sospecha y miedo: “Estoy seguro de que Marta votó por el Sí a la Constitución de Pinochet y que la Irma en contra. Mi abuelo que siempre fue momio votó por los militares. El voto de mi abuela lo he dudado” (31). En un fragmento del texto, el protagonista recuerda cómo su compañero de curso casi lo descubre espiándolo en las duchas; en otro, cómo su madre lo ve con sus zapatos puestos ensayando un deambular marica. El niño se pone rojo de vergüenza, la madre calla: “Nunca, nunca quisiera que alguien llegara a enterarse de mi secreto, me muero altiro, no dejo ni una carta, pues sería lo peor, ni los rezos de la tía Celia, ni las fuertes y bellas palabras de la abuela me harían desistir, moriría” (97-8). Esa complicidad y apego familiar es traspuesto después en la letra, en el ejercicio de la escritura, en esa máquina de escribir en donde Papelucho comienza a contar su historia: “El rodillo fue una lengua negra que vomitó frases largas, cortas, enredosas y torpes, frases acertadas y nuevos hallazgos. En esa operación de escritura descubrí una lengua viva que brotaba de mi guata” (99).
Sutherland, Lemebel y Marchant Lazcano, son acaso la avanzada marica que ha hecho de su territorio escritura testimonial de una época anterior. Letra que registra y retrata, letra que hace memoria desde la subjetividad de ese cotorreo homosexual y clandestino tan de finales del XX. Susurros, miradas, silencios, tímidos coqueteos públicos que en privado mutan en desborde y deseo que el contexto no permite y reprime.
Tengo dudas sobre el agregado “en dictadura” del título. Quizá no es necesario. Sobre todo en un momento en donde el mercado la ha situado ya como slogan literario, una suerte de tagline de estos tiempos. “Papelucho gay” basta para colarse, así como en la foto de final de curso, desde lo queer y subversivo, a esa saga de doce libros de Marcela Paz tan institucionalizados por el mercado editorial chileno.