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GABRIELA MISTRAL Y EL INDIGENISMO
Cuaderno de notas de/ y sobre Gabriela Mistral

Jaime Quezada


VII
Don Alonso de Ercilla cometió tres dislates, para mí enormes, en su Araucana (libro que dicho sea de paso, y después de todo, yo le agradezco mucho). Lástima grande por el cantor, que fue soldado noble, pieza de carne dentro de la máquina infernal de una conquista, y más lástima aún por la raza que pudo vivir, hasta sin carne alguna, metida en el cuerpo de una buena epopeya, que no le quedaba ancha, sino a su medida.

Uno de ellos fue crearnos una india falsa en la Fresia. La Fresia, la mujer de Caupolicán, es una especie de Walkiria araucana, enteramente germánica, una señora alemana que se atraviesa en el camino por donde va a pasar su marido prisionero, y el Avicute, el hijo. No hablo mal de las alemanas modernas, pero hablo de la Walkiria. ¿Podía la Walkiria ser tan salvaje para lanzar ese grito de: ¡allá va tu hijo!; yo no quiero un hijo infame de un padre infame? A mí me ha inquietado siempre ver en el trozo de La Araucana sobre la Walkiria nuestra en manos de todas las alumnas de nuestras escuelas. No hay Fresia y no hay tal Walkiria.

Aquella india araucana que existió y que existe hoy, es una criatura ciento por ciento oriental, llena de gracia, de timidez, de ternura. Es una mujer con una voz de tórtola, cuyos gestos no contienen ímpetus nunca; cuya ternura por el hijo es una maravilla, obscura de instinto, que remata no sé en qué cogollo de la espiritualidad más pura.

Segunda fabricación de Don Alonso de Ercilla: él le dio al araucano una talla enorme, una talla caucásica o vasca, también por el deseo de dignificación de su propio combate, por ese deseo que el español ha sentido a veces de engrandecer a su enemigo para honrarse a sí mismo; nos regaló una imaginería de gigantes que no existe. El indio araucano es bajo, cuando más, tiene la talla mediana.  El único indio alto de la América, parece que haya sido el Patagón, aunque se ha exagerado demasiado su tamaño. Tal vez las noticias del Patagón llegaron a los oídos de Don Alonso de Ercilla e hizo el trueque.

Tercer error de La Araucana: lo más maravilloso que había que contar en ese poema, era la selva de Arauco. Don Alonso no la nombra para nada. Algunas veces he pensado en si a este hombre le pasó lo que a nosotros nos pasa con la cordillera: que no la cantamos porque no podemos con ella. Tal vez tuvo esa gran modestia de silenciar el tema mayor que no era capaz de decir. La selva araucana no aparece a lo largo de un poema tan minucioso, que es hasta geográfico; y no hay otra explicación.

No importa el mal poema: la raza vivió el valor magnífico; la raza hostigó y agotó a los conquistadores: el pequeño grupo salvaje, sin proponérselo, vengó a las indiadas laxas del continente y les dejó, en buenas cuentas, lavada su honra.

Por otra parte yo considero a Ercilla una especie de Don Quijote del indio. Es para mí el primero de los indianistas, como quien dice el antecesor. Es un español que habla con admiración y con amor del indígena.

 

IX
Será México el país que revelará a Gabriela Mistral, y en su mayor intensidad, una de sus bravas pasiones: la masa indígena o las netas indianidades vueltas conciencia viva de la raza. Ella misma poniéndose sanguíneamente en diaguita-mazateca en la sierra aoxaqueña y en las campañas y misiones de alfabetización del ministro Vasconcelos. (Recuérdese aquella estrofa de su poema Beber: “En el campo de Mitla un día de cigarras, de sol, de marcha, me doblé a un pozo y vino un indio a sostenerme sobre el agua...Y en un relámpago yo supe carne de Mitla ser mi casta”).

Este acercamiento a nuestros pueblos originarios, sin embargo, tendría su encuentro primero por 1919, en la región de su destierro magallánico: “allí había  unos seres de etnografía poco descifrable, medio alacalufes, pero mejor vestidos que nuestros pobrecitos fueguinos. Eran el aborigen inédito, el hallazgo mejor para una indigenista de siempre”.

Luego en Temuco, en plena zona de la Araucanía o de la llamada Frontera (que Neruda la describe como un sello de maravilloso Far West sin prejuicios) y nuestra Mistral -mejor aún- como aquella maravillosa zona de la rebeldía, conocerá sin prejuicio o mito alguno al pueblo mapuche, la formidable raza gris, como escribe en su elocuente recado Música araucana. Mirándoles vivir un tiempo entenderá –y en palabras de ella- a esas indiadas aventadas y barbarizadas por el despojo de su tierra: “Nos manchan y nos llagan, creo yo, los delitos del matón rural que roba predios de indios, vapulea hombres y estupra mujeres sin defensa a un kilómetro de nuestros juzgados indiferentes y de nuestras iglesias consentidoras”.

Recuérdese, además, que en Poema de Chile (1967) estos mismos asuntos serán materia poética para sus textos Reparto de tierra, Campesinos, Araucanos.

Y todo esto lo dice Gabriela Mistral con palabras que arden y queman, sin perdonar nada, importándole grandemente la justicia social y el destino  “del pueblo, que es el vidente mayor”, remarcado estas frases muchas veces y con énfasis definitivo: “Soy, antes que todo, obrerista y amiga de los campesinos; jamás he renegado de mi adhesión al pueblo y mi conciencia social es cada día más viva”, como deja testimonio en carta por ahí. Pero no sólo en sus relaciones epistolares dejaba constancia de este anhelo de justicia social y de esta adhesión al pueblo. Varios y muchos de sus recados ahondarán en estas materias, así resulte comunista para los conservadores de Monterrey, o beata para los radicales de Michoacán, según sus propias vivas expresiones en el medio mexicano que le tocó en gracia vivir.

 

XI
Siempre el chileno recuerda al indio cuando se trata de hacer un poco de alarde de su fuerza. No lo niega en su cuerpo, lo niega en su alma, pero es en su alma donde se ha refugiado.

Cuando rara vez miro mi cuerpo en el espejo, no me acuerdo del indio, pero no hay vez que yo esté sola con mi alma, que no lo vea. Tenemos hasta un punto en que esa otra máscara vasca se deshace y no me queda sino el indio químicamente puro.

 

XIV
Hay en la naturaleza del indígena, lo mismo que hay en la naturaleza del mestizo chileno, una derechura de expresión; una derechura y hasta cierta brusquedad como la del torrente cordillerano que cae casi vertical. El sentimiento del indio está exento del romanticismo del criollo, es viril y tiene una sencillez un poco brutal como la de la peña rosada de su cordillera. Cuando el indio va a la escuela y aprende español, lo comprende perfectamente. Yo he tenido algunas alumnas araucanas; conservan esa misma sobriedad; y ésa es una de las razones por las cuales en la escuela, cuando la maestra no tiene fineza para observar a este grupo indio, el indio aparece como una criatura torpe, siendo solamente una criatura sobria, sobria por una gran honradez de la palabra, por un sentido de que la palabra debe ser suficiente, y no ir más lejos.

Por si alguien no lo sabe -la mayor parte lo sabrá- la famosa belleza del blanco que está puesta en el arquetipo de la escultura griega, fue hecha de esta manera, copiada de esta manera: el escultor griego creía en lo que llaman la escultura idealista, es decir, tomaba la mejor nariz ateniense, los mejores rizos atenienses, el mejor cuello de la Ática. Iba escogiendo las facciones tipos, y con eso hacía una cabeza que aparecía divina, pero que era el resultado de un espigar maravilloso y paciente.

Casi todas las esculturas griegas, aun la de los bustos históricos, no son biográficas, y aunque lo diga a veces un hombre ilustre, son imaginativas.

Yo me he puesto a pensar alguna vez que saldría una escultura magnífica del indio si la trabajáramos en esa misma forma maliciosa, patriótica y estupenda: Cojan ustedes la mejor nariz indígena, y cojan ustedes la talla del patagón y tomen algunos ojos de indio en los cuales el negro es tan profundo, la mirada tan entrañable, que a mí, en Cautín,  me daba la impresión de que el indio me miraba desde la nuca, con unos ojos tan profundos, que le partían de la nuca; y tomen ustedes unos cuantos rasgos más, y verán la hermosa escultura racial que tendríamos y qué contentos estarían todos los mestizos que reniegan su indio, de decir: "¡yo soy ése!"  

 


 

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