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AQUELLOS AÑOS DE SOLENTINAME
(In Memóriam de Ernesto Cardenal)

Jaime Quezada



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Tal vez más de alguna oculta vocación me llevaba a Solentiname, que quiere decir, en lengua náhuatl, lugar de codornices, según cuentan los lugareños. Pero también y mejor Celentiname, que significa lugar de huéspedes. Un encuentro conmigo mismo, una búsqueda de soledad y diálogo con otras realidades, una ascesis nueva y necesaria en mí. Imaginaba un monasterio con severas reglas de San Benito, con una disciplina eremítica donde no habría otra cosa que contemplarse el ombligo como forma o arte de vivir. Mi ánimo, mi espíritu y mi curiosidad estaban preparados para ello.

Ranchos con techos de ramas de palmas. Vegetación exuberante, selvática y virgen. Un lago de agua dulce –la lancha San Juan de la Cruz avanza lentamente sorteando el leve oleaje con su frágil proa- lleno de tiburones y pez-sierras. Flora y fauna para no aburrirse nunca. Cielo, nubes, sol, lluvia. Tranquilidad, silencio, paz, amor, Dios. La hospitalidad se paga con hospitalidad: no hay que hacer opresión al forastero.

La levantada es muy temprano, al menos para mí. A las seis de la mañana, cuando la campanilla del reloj Certic me despierta, estoy tendiendo en un dos por tres mi cama, algo así como un simple camastro cubierto de una limpia colcha tejida por campesinas de Masaya. El lago de Nicaragua o la Mar Dulce de su descubridor Gil González Dávila o el antiguo Cocibolca de sus indígenas ribereños, tiene a esta hora de la mañana, una bella calma y un color rojizo hasta la imaginación.

Nos sentamos en el petate o en troncos de pochotes secos o en pequeños pisos de madera haciendo rueda. Al leer el Salmo 144 aplasto con el brevario un gordo zancudo que entierra su aguijón en mi rodilla izquierda, y la cubierta de cuero queda manchada de sangre. Luego leo en voz alta: El hombre es semejante a la vanidad, sus días son como la sombra que pasa. Oh, Señor, inclina tus cielos y desciende. Redímeme…Me limpio los ojos aún legañosos, y sigo con la vista el vuelo de una oropéndola que se pierde en el cielo azulísimo que dan ganas de rayarlo.

Durante la mañana labores materiales y domésticas. Siempre habrá que hacer algo: podar árboles, desmalezar el monte, pintar en el taller de cerámica. El ideal cisterciense: que suden y se esfuercen hasta exhalar el último aliento. A pesar de ello una gran alegría –la alegría del amor- reina en las faenas. En verdad, uno podría no hacer nada. Pero si yo no ayudo a sembrar yuca ¿quién lo hará?

Si no fuera por este calor que me amodorra, pero que me da otros impulsos desconocidos antes en mí, yo me quedaría aquí por mucho tiempo. Solentiname me ha enseñado a conocerme a mí mismo, a despertarme un espíritu contemplativo, a amar la meditación y el silencio. Amar también a mis semejantes y la naturaleza y todo lo que tiene vida en la tierra. Una de las etapas más felices y marcadas de mi vida.

La comida es sana, sabrosa y abundante. Aunque no hay mucha variedad en el comer. Siempre frijoles, arroz, aguacates, yuca cocida, huevos revueltos con tomates, remolacha, plátano cocido, café, un gran tazón de café negro. Nunca vino. A veces, los domingos, después de misa, solíamos bebernos una cerveza Victoria. La carne es escasa, salvo cuando se ha cazado un garrobo, una iguana, una tortuga, un venado. O se regresa de una pesca exitosa con mojarras y guapotes. O William (Agudelo) ha dejado patas al cielo una guatusa con su rifle calibre 22. De la tarde al anochecer se recorre la isla aprendiendo el nombre de los árboles, pájaros, hierbas. ¡Si Diana Bellessi viera estas orquídeas (cuando mi pensamiento va hacia ti, se perfuma), se quedaría un día entero mirándolas! O dormir la siesta a la sombra de un mango o tendido en una hamaca dejándose mecer por el viento y la brisa que viene del lago.

¡Qué bonito es estar tendido en una hamaca! Leo a Thomas Merton y su Montaña de los siete círculos (“Harlem es, en cierto sentido, lo que Dios piensa de Hollywood. Y Hollywood es todo lo que Harlem tiene para asirse, en su desesperación, a título de sustitutivo del cielo”), a José Martí (“Mi porvenir es como la luz del carbón blanco, que se quema él, para iluminar alrededor”), a Ezra Pound en traducción de Ernesto Cardenal (“Vamos, cantos míos, expresemos nuestras bajas pasiones, expresemos nuestra envidia por el hombre con empleo permanente y ninguna preocupación sobre el futuro. Sois muy ociosos, cantos míos, temo que vais a acabar mal”), a William Carlo Williams (“Yo he descubierto que la mayor parte de las bellezas del viaje se deben a las horas extrañas en que las vemos”).

¡Toda una ilustrada biblioteca de Solentiname y su lectura “muy ociosa” en una hamaca!

Se puede también no hacer nada. O mejor, siempre se está haciendo algo: un conocerse a sí mismo sin excusas, un meterse para adentro sin prejuicios. Mi espíritu de ascetismo ha salido aquí, sin duda, a flote y esto me llena de gracia. Empaparse de un silencio que lo hace más maravilloso el canto y vuelo de los pájaros. No transcurre un segundo sin que vuele o cante un pájaro. Las aves todas del cielo y de la tierra y de las aguas para observarlas y escucharlas en sus plumajes y sus cantos. Naturaleza más paraíso o edén en sus prodigios y dones bienaventurados.

Me quedo largo rato contemplando cómo el sol hace abrir las flores moradas de los lirios de agua o la sensitiva cierra sus hojas al contacto de mi mano. Nada viene a perturbar el paraje de Solentiname. Descalzo, haciendo camino en la maleza, observo el incesante ir y venir de las gigantes hormigas acarreadoras mientras recuerdo una tortuga cazada el día anterior y que Elvis (Chavarría) le hizo volar la cabeza a machetazos. Las tortugas lloran cuando las van a matar.

Una paz inunda la tierra, mi espíritu y mi cuerpo. Cierro los ojos y repito una frase que leí una vez: Sólo la luz es comparable a mi felicidad (Martí). Cuando los abro, una culebra petatilla me olfatea con su hilada lengua y pasa delante de mí como si nada.

Se vive en sobriedad, ajeno a todo apego a las cosas materiales. Ernesto dice: “En nuestra Señora de Solentiname tratamos de llevar una vida en común, donde no haya tuyo ni mío, y de pobreza voluntaria, libres de la ambición de dinero y de las exigencias de la sociedad de consumo. Vivimos en unión fraterna, todos trabajando para la comunidad, todos somos iguales”.

Cantan los insectos y pájaros de la noche. Una manga de chayules verdes, en la levedad de su vuelo, atrapada por el foco de la linterna. A las 7 p.m. todos alrededor de una larga mesa hecha por carpinteros isleños, sin mantel, donde los platos y las cucharas tienen su significación vital. Se come en la cocina, entre el horno de barro y fogón, entre guacales y jícaras que guardan el agua. Es como un acercamiento esencial y universal hacia las cosas. Se escucha muy claro cómo el pocoyo, que es un pájaro crepuscular, canta en un árbol de cedro lejano.

A las diez de la noche se apaga el motorcito de la luz eléctrica. Las rejillas de las ventanas se han cerrado para evitar que entren zancudos, chayules y mosquitos. En cada mesa-velador una linterna. Y todo el mundo duerme en los ranchos de Solentiname: Aún en sueños soy feliz, pues duermo con la bondad de un niño sano (Sandino). Y así hasta el día siguiente…

Ese día siguiente es hoy, en la bienaventurada lux perpetua luceat eis, y en este inicio de marzo de 2020, cuando el amado Ernesto Cardenal vuelve a su isla Mancarrón, en ese su archipiélago de Nuestra Señora de Solentiname donde mis días y semanas y meses de 1971 fueron en mí algo parecido a la Felicidad, en ese Amor de Dios y en ese amor al prójimo que el mismísimo Ernesto tan grandemente me dio.

 

 

Fotografía: Ernesto Cardenal y Jaime Quezada durante la presentación antología Poesía Reunida.
Feria Inter, del Libro, Santiago, 1994.
(Foto: Humberto Ojeda Ruminot. Archivo J. Q.)



 

 

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