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Solentiname, un viaje por Nicaragua,  de Jaime Quezada:
La vitalidad de un relato de viaje y lo necesario de traerlo a nuestros tiempos

Por Breno Betanzo


 



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Estas calendas de Solentiname llevan el sabor a experiencia poética-vital de alto vuelo. Aquí el hablante se remplaza a sí mismo por lo vivido, y el que describe ríos, lodo y seres resulta el espacio habitado del viaje. Aquí no existe procedimiento de anular el yo por medio de la retoricidad, como actual, que resulta un ejercicio recurrente y a veces necesario en la escritura. Se anula por la descripción misma, por lo vertiginoso de la entrega: un monasterio libre y abierto a la realidad nos introduce en un habitar poético sincero, sin pretensiones, solo aspirando al leve soplo de las cosas. Si los místicos españoles caminaron entre la severidad, lo vivido en las breves páginas de Solentiname, un viaje por Nicaragua* es la renovación o reactualización de querer, ansiar, gemir por una conexión necesaria con el Dios que se halla en los elementos todos.  Cuando libros, cuando gentes, cuando urbes convulsas secan la mirada, el espíritu entra en un inquietante estado de correr por un haz de luz inefable y de alivio. 
 
A raíces de la presente lectura, este lector comprendió mejor aquello postulado de San Juan de la Cruz, en sus versos: “Este saber no sabiendo / es de tal alto poder, / que los sabios arguyendo / jamás le pueden vencer”, paso que significa en suma, un redondeo deveniente en acercarse sin vergüenzas ni puerilidades hacia ese Dios maestro y herido, del que ciencia alguna me pueda desprender. No sociología con sus manos en la burocracia, no herramienta hermenéutica secando la tinta verde de la poesía solita; en fin, amalgamar contenidos, aprenderlos, poseerlos, pero seguir viendo y sintiendo un Dios en la presencia de la vida, en la presencia de la poesía.

Rubén Darío, Ernesto Cardenal, Gabriela Mistral, Thomas Merton, un joven isleño, lugareños de musgo, recorren las páginas de este cuaderno: allí están, siendo sugerentes y eternos, allí vienen como ejemplo de una espiritualidad compleja de dar a beber para estas generaciones. La desesperanza, deber ser, creo, el acicate de la esperanza misma para recibir luz o una visión; no debería porque ser “extraña”, “abstracta” o “fanática” esa espera, y la concreción, sino algo cercano, posible de tocar en el silencio, en la intemperie, en el aire, en el tiempo. Estos cuatro ingredientes son en este libro la Nada en la que contempla el ser, y accede al Todo. Recordar al “sibilinamente heideggeriano” en Ser y Tiempo, donde se dice que el Ser en la Nada refulge. Y, refulge porque el Todo se hace presencia, materialidad: se vuelve presencia en la escritura misma, que este Dios promueve desde tan antiguo: “Hijo del hombre, propón un enigma y compón un dicho proverbial dirigido a la Casa de Israel” (Ezequiel).

Citar a Ezequiel no es antojadizo, es coherente y rítmico. Dentro de mis andanzas por Santiago este verano 2015, visité sobrecogido el Museo de Arte Colonial de San Francisco, y en una de las salas dedicada a la hermana franciscana Gabriela Mistral, se halla su Biblia personal, abierta en los salmos de Ezequiel. La invitación al canto, es en sí mismo, es revelación. Por donde se penetran las trenzaduras de la selva humana, es por medio del despojo, para luego recobrar en lo glorioso la incertidumbre de esa búsqueda.
 
En la calenda XXVI, Jaime Quezada nos entrega una certera, crítica y extrapolable analogía entre un ave vista en Solentiname, el guardabarranco, y,  la moda, con su lucir opulento, todo aquello de estética con minúscula: “Su singularísima larga cola, de resplandecientes plumas, tiene la semejanza de una horquilla de una ilustrada llave de partitura musical o de un antiguo péndulo de reloj de pared, única y novedosa, que bien se la quisieran los modistos del mundo para sus caprichosos diseños creativos en las pasarelas del mundo”

Extrapolable total para la actualidad, con lo fatuo de las galas del Festival de Viña del Mar por ejemplo y las gentes aturdidas por pasarelas pedantes;  lujos que el espíritu en busca de tierra firme pero con luz, no puede permitir y debe decirlo, cantarlo. La cola hermosa del ave, como dos manos suspendidas hacia abajo, es Dios en presencia, es hallazgo, es comunión y tranquilidad, porque no en vano la soledad y el silencio entregaron tan de un sueño a esa ave con índole tierna y eterna, al revisar  imágenes en internet.

Allí, vislumbre del párrafo anterior, una aproximación, una clave que deja el libro de Solentiname, y podemos procesar, materializar, por medio de la contemplación no romántica, idílica, decimonónica, sino con los pies en la tierra, cotejando las paradojas representadas en lo de afuera y más afuera.

Pues también queda plasmado en un poema en la calenda XIX, donde, con datos precisos, referencias precisas, se deja claro que las ondas del mundo, sus acontecimientos, su energía se puede identificar, enterarnos de ella, mucho mejor con la expresión, con el canto: “Aquí en Solentiname no se ve televisión / Ni se escucha la radio / Ni se leen los magazines de la prensa / Pero se sabe todo lo que ocurre en el mundo / Porque alguien toca la guitarra / Y canta”. Personalmente este poema me vale por un libro de teoría entero.

Finalmente, este libro de Jaime Quezada, podemos asegurar, pertenece al ámbito de las pistas, de las claves, de las enseñanzas vividas desde mayo de 1971 hasta febrero de 1972, en un viaje interior, pero a la vez exterior, donde voces sabias de la naturaleza y Dios se hacen escuchar, y retumban leves y sencillas, hasta nuestros días, para que saquemos de este hermoso material, herramientas de noble configuración. Con ustedes, literatura de alto vuelo.

Villa Alemana,  marzo del 2015.

(*) Jaime Quezada: “Solentiname, un viaje por Nicaragua”.
(Mago Editores, Santiago de Chile, 2013. Prólogo de Ernesto Cardenal).



 



 

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