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ESOS GRUPOS LITERARIOS DE LOS SESENTA

Por Jaime Quezada
Publicado en El Mercurio. Artes y Letras. Santiago, domingo 20 de agosto, 1995.



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Con su totalizador libro  -La memoria: modelo para armar-, Soledad Bianchi contribuye a restablecer el amplio panorama de la poesía chilena  de la década de los sesenta. Reconstruye el puente oculto en sus conexiones con autores y obras a través de dinámicos y activos grupos que hicieron de la literatura sus existencias, cuestionamientos, mitificaciones e historicidades.

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Un título –La memoria: modelo para armar-(pdf) que evoca cortazarianamente al influyente autor argentino de la época, sirve de identidad y marco de referencia al libro de la ensayista chilena Soledad Bianchi para su estudio acerca de los grupos literarios de la década del sesenta en Chile. El mismo Julio Cortázar, quien vino hacia el final de esa década al país (noviembre de 1970), dejó la huella de su literatura en la conducta de la mayor parte de aquellos entonces emergentes escritores y poetas: “No puedo ser indiferente al hecho de que mis libros –confesaba el autor Rayuela- hayan encontrado en los jóvenes latinoamericanos un eco vital, una confirmación de latencias, de vislumbres, de apertura al misterio y la extrañeza y la gran hermosura de la vida”. Frases paradigmáticas que no iban a estar ajenas a la génesis de los grupos literarios, materia de este ensayo.

La década (1960-1970) investigada y puesta en escena por Soledad Bianchi (Departamento de Literatura, Universidad de Chile) se centra en aquellos grupos que registraron una presencia efectiva y activa en el país. De manera muy principal y fundamental: Trilce (de Valdivia), Arúspice (de Concepción), Tebaida (de Arica), la trilogía grupal de la provincia chilena, nada de provincianos, y los más característicos y vivenciales del período. También el innovador Taller de Escritores de la Universidad Católica, que cierra la década con su buen contingente de autores becados. Y pasando antes por otros  colectivos o tribus más bien marginales que, sin tener las proyección de los primeros, hicieron mapochísticamente lo suyo.

La memoria: modelo para armar (Soledad Bianchi. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos / Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Santiago, 1995), documentado volumen de 275 páginas, viene a reordenar una etapa valiosa del quehacer poético chileno, no siempre estudiado a cabalidad, y a dejar registro de una actividad literaria grupal valiosa y significativa. En este libro, Soledad Bianchi se propone “rescatar y reconstruir la heterogeneidad del ambiente de un momento de la historia cultural de Chile y sus particularidades, además de mostrar rasgos específicos de cada uno de los colectivos poéticos, y de la labor de sus miembros, a partir de múltiples entrevistas realizadas a diversos poetas que comenzaron a producir en los años sesenta, y que pertenecieron a muchos de los grupos literarios existentes en esa década, y a intelectuales que se ligaron a ellos”.

Así, la autora arma su modelo a través de conversaciones y entrevistas en un afán por rescatar una memoria lo más resuelta posible. Los autores-protagonistas de estos grupos o colectivos se ponen en sus papeles de memoriabilia en un relatar experiencias, anécdotas, sucesos, recuerdos, verdades y ficciones. Aunque también esa memoria tenga, a veces, sus dudas o sus quebrantos o sus olvidos. Expresiones como “el no recuerdo bien”, “el no estoy muy seguro”, son frases frecuentes en los decires de algunos entrevistados. Otros hicieron literatura-texto de aquellos años sesenta, entregando historias más personales que grupales. Los más, prefirieron el cuestionario o la espontánea oralidad en un hablar frente a la indesmentible grabadora.

De estos muchos materiales (textos, cartas, cuestionarios, grabaciones, disquetes), Soledad Bianchi se dio a la tarea de ordenarlos en un encadenamiento armónico y coherente y vivo. Y en un exponerlos (al parecer) tal cual lo expresaron sus autores. Aunque en algunos casos, y en beneficio a una verdad de época, y no de veleidades y personales circunstancias, debió haber enmendado la plana (vanitas vanitatum). La obra es, por lo tanto, y de acuerdo con el desarrollo de los temas, un modelo para armar y desarmar, según se esté o no plenamente de acuerdo con las opiniones vertidas por cada uno de los autores entrevistados. “Sería deseable que existieran espacios donde pudiera desatarse una polémica o plantearse las discrepancias”, sugiere la misma autora.

En esta La memoria: modelo para armar se presentan “no solo las características de los grupos literarios de esos años, sino también las concepciones literarias de los autores, sus preferencias poéticas, las conexiones –tanto con los literatos anteriores como con sus contemporáneos, tanto con el medio cultural, social y político nacional como internacional-, los medios de relacionarse de la universidad con la cultura, los nexos de la literatura con otras artes, la acogida crítica que tuvieron esos jóvenes poetas, sus posibilidades de publicar”. Sin duda que salen aquí resueltamente a flote esos temas literarios en sus proyecciones hacia ámbitos, culturales y políticos, todo entendido en una reflexión y referencia crítica, cuestionadora y autocrítica. “A estas alturas es como difícil disociar unas cosas de otras”, afirma Enrique Lihn.

Las páginas de este estudio dejan testimonio de la motivadora y relevante actividad de un proceso literario-poético definido por acciones creativas y por revistas abiertas a los cuatro vientos. Y, sobre todo, en un constatar de cómo ese proceso literario-poético estaba estrechamente vinculado a la vida universitaria de la década. Así, por ejemplo, la revista Trilce (Omar Lara, Enrique Valdés, Carlos Cortínez, Luis Zaror) tuvo un directo e inmediato acercamiento con la Universidad Austral de Chile. La revista Arúspice (Jaime Quezada, Silverio Muñoz, Gonzalo Millán), con la Universidad de Concepción. Y la revista Tebaida (Oliver Welden, Alicia Galaz, Ariel Santibáñez), con la Universidad de Chile, sede Arica. Todos estos colectivos –afirma Soledad Bianchi- “surgen y funcionan desde provincias, mostrando un brote de descentralización, muy poco frecuente en las manifestaciones culturales chilenas”.

Tanto la poesía nacional de aquella década (de la vieja a la joven guardia) como, a su vez, lo más vigente de la creación literaria del continente (Julio Cortázar, Eliseo Diego, José Lezama Lima, Carlos Germán Belli) pasaban creadoramente por las páginas de estas comunicadoras publicaciones. Los primeros irreverentes “Artefactos” de Nicanor Parra (Mientras espera micro / diga al revés / las siguientes palabras: / Ave / Adán / Diga también esta otra / God) fueron publicados en las páginas de la revista “Arúspice” (1968). Y el poema Un hombre, del mismo Parra, dio elogioso tema al crítico Ignacio Valente para convocar a los antologistas del mundo a unirse en torno a ese celebrado texto.

Sucesos literarios y críticos que revelan, sin duda, la trascendencia de aquellas publicaciones tan de vasos comunicantes con lo literario nacional y latinoamericano. El mismísimo Cortázar enviaba desde París textos inéditos con proclamas y mensajes: “Cronopios poetas de la tierra americana, muestren sin vacilar la hilacha. Abran las puertas como las abren los elefantes distraídos. Háganse odiar minuciosamente por los cerrajeros, echen toneladas de azúcar en las salinas del llanto y estropeen todas las azucareras de la complacencia con el puñadito subrepticio de la sal parricida. El mundo será de los cronopios o no será”.

 



Jaime Quezada (Arúspice) y Oliver Welden (Tebaida)

 

No era tampoco casual, o de mera cortesía, que el propio rector de la Universidad Austral de Chile, Félix Martínez Bonati, abriera las puertas-sesiones del memorable Encuentro de Poesía, organizado por el grupo Trilce en la ciudad de Valdivia (abril de 1965): “Puesto que la Universidad alberga y atesora permanentemente la poesía, bien está que siquiera de vez en cuando hospede a los poetas, aquellos en cuyo oficio, por lo demás, se funda lo transitorio de sus moradas. Oigamos las nuevas voces que quitan el velo a la situación inédita y actual de lo que somos”. Las palabras de Cortázar tenían, después de todo, sus efectividades hacia los claustros universitarios.

Aquel ya mítico Encuentro valdiviano se centró, por sus temas y fundamentos, en un reconocimiento a los integrantes poetas de la llamada Generación del 50 (Efraín Barquero, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Alberto Rubio, Armando Uribe) y en una relación de continuidad y de definiciones en el rico proceso de la poesía chilena del siglo XX. Esto se explica con las palabras de Omar Lara, voz primera de Trilce: “Creo que lo que caracterizó a nuestra promoción, a nuestra generación, o como quiera que se llame, fue una actitud de lucidez, en oposición a lo que ha venido después, respecto de lo que nosotros considerábamos una tradición, una tradición poética chilena. Nosotros nos atrevimos a hablar de una poesía chilena con determinadas características, como una línea verificable un poco antes de los poetas ya más reconocibles, desde los grandes poetas, y no pretendíamos romper esa tradición o transformarnos en creadores adánicos, pues asumíamos ese pasado nuestro”.


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No solamente Trilce, Arúspice y Tebaida son tema de presencia y desarrollo en las páginas de este libro memorial. También otros grupos o colectivos literarios, más bien marginales (“porque no alcanzaron el grado de difusión de las tres agrupaciones anteriores”) llaman, casi exageradamente,  la atención de la autora de esta investigación. En esta historia corresponde citar al grupo Espiga, de Temuco (fundado por Iván Carrasco Muñoz), y los grupos santiaguinos-comunales: Escuela de Santiago, Tribu No, Grupo América. En relación con estos últimos, el propio Enrique Lihn, siempre tan al día de los aconteceres literarios, llegaba a señalar que no sabía –“nada, nada; hasta el día de hoy, nada”- de la existencia de estos grupos.

Pero existieron: “Yo tengo la impresión  de que nosotros éramos marginales a los otros grupos”, reconoce Naín Nómez (integrante de la Escuela de Santiago), “y es más bien la marginalidad la que nos integra, nos caracteriza y hace que no formemos parte de la gente que publica en ese momento”. Y, a su vez, Julio Piñones afirma “que la llamada Escuela de Santiago no fue escuela de nada; el nombre fue una locura, son cosas que uno hace cuando es inexperto”.  Y la Tribu No, por su parte, ni siquiera era marginal, sino salvajemente inexistente en el proceso poético de la época: “Nosotros éramos super, como escondidos, y teníamos una violencia increíble contra el medio artístico, de cabros chicos” (Claudio Bertoni). A su vez, el Grupo América, que había surgido en el legendario Pedagógico de la Avenida Macul, no tenía otro continente que el señalado por uno de sus mentores, el poeta José Ángel Cuevas: “No discutíamos los poemas, los leíamos, y tomábamos vino, y después nos íbamos a divertir, a bailar, o pasear por ahí”.

En ese panorama grupal de la década de los sesenta, con singulares características en cada uno de los colectivos, una misma bebedura era más o menos común: las lecturas marcadoras, y acaso para siempre, de la época. Un crear conciencia humana y artística de nuestro tiempo, en un insaciable leer las obras de Albert Camus o de Jean-Paul Sartre. Lecturas existencialistas que conllevaban una actitud imaginativa y un anhelo de humanismo: “Un pedir a los hombres que sean hombres, y que sean hombres sin compromisos y sin ceguera sobre los otros como ellos mismos”. Pero también las lecturas de lo reveladoramente latinoamericano: de un realismo mágico de Alejo Carpentier al realismo maravilloso de un Gabriel García Márquez. O la innovadora escritura (o contraescritura) de un Julio Cortázar con sus cuentos, “premios” y rayuelas. Y toda una literatura de posguerra, además venida de manera cabal de la beat generation norteamericana. El Aullido, de Allen Ginsberg, era no solo un eco, sino  un vislumbre permanente, al menos en Concepción, sobre todo después de la visita de su autor a la ciudad en los internacionales encuentros de escritores (1960), organizados por el poeta Gonzalo Rojas.

Nada de ocultos cazadores lecturales, entonces, que encontraban, por ejemplo, en Jack Kerouac –el solitario y angélico y vagabundo autor- las obras cotidianas de existencias e identidades: “Siempre he considerado que escribir es mi deber aquí en la tierra”. El año que muere este rebelde y místico Kerouac (octubre de 1969) el grupo Arúspice regresaba de uno de sus viajes por Ecuador y Perú con toda aquella literatura subterránea (y “en el camino”) en las mochilas.

Hacia los años finales de la década estudiada por Soledad Bianchi, surge el Taller de Escritores de la Universidad Católica (1970-1973), que sin tener las características de grupo o colectivo literario, vino a ser centro de encuentro en tareas específicamente oficiosas y creadoras. Sus directores Luis Domínguez y Enrique Lihn impusieron una exigencia crítica y autocrítica que sí constituyó escuela en un sentir, valorar y amar la poesía. Aunque Lihn reconocería después: “Francamente, yo no sabría decir cuál es la productividad del taller ni la importancia, yo creo que es una cosa relativa, podría no haber existido y habría pasado lo mismo, era un lugar de reunión, de concentración, que atraía a la gente que venía porque allí se juntaban los escritores, y se establecieron relaciones buenas, malas, regulares, y era espacio bastante agitado por cosas políticas”.

Entre la memoria y la nostalgia, el poeta Hernán Lavín Cerda recuerda el Taller de la Universidad Católica: “Éramos idealistas un poco lúcidos, bibliográficamente cerebrales, y un poco tontos. Con algo de luz, a voluntad, con algo de estupidez. ¿Cómo podría olvidarme del Taller de la UC? Es imposible. Allí nos veíamos semanalmente, y tratábamos de descifrar el porvenir a través del temblor de nuestra escrituras no siempre proféticas y, cuando menos, enraizadas en el lenguaje inagotable de la poesía. No pretendíamos tener un trato directo y excluyente con la realidad, sino con lo imaginario, entendido como una entidad autosuficiente. Con lo real teníamos una relación mediatizada por el mundo de la cultura”.

No solo evocaciones y nostálgicos recuerdos, sino también mucha historia pasa redondamente por toda una década de tantos fervores literarios, universitarios, sociales y de política contingente. Soledad Bianchi contribuye con su reciente libro -registro totalizador de una época- a restablecer el amplio panorama de la poesía chilena. Reconstruye “el puente oculto” (referencia a un título de un libro de Waldo Rojas) en sus conexiones con autores y obras a través de dinámicos y activos grupos que hicieron de la literatura sus existencias y proyecciones, sus cuestionamientos, mitificaciones e historicidades. Y, sobre todo, procura no dejar en el olvido una década que testimonia el fervoroso Chile literario y cultural de entonces, pues, y según el verso vallejiano,  “no hay cifra hablada que no sea suma”.

J. Q.



 

 

 

 

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