El azar, ese golpe de dados que puede cambiar un destino, quiso que estuviera yo visitando París, “la patria del buen gusto y de las exquisitas extravagancias”, según el decir del pródigo Joaquín Edwards Bello. Y en un mes de abril, cuando la primavera francesa es un florecimiento de lilas y un verdear de castaños. No hacía mucho estaba en la valdiviana Isla Teja, leyendo a Marcel Proust en uno de los puentes del Calle-Calle. Y ahora estoy en la Ile de la Cité, en uno de los tantos puentes del Sena, leyendo Chilenos en París, una curiosa obrita escrita por el iluminado Alberto Rojas Giménez, y que rescato por 15 francos en una venta de libros viejos en las márgenes del nostálgico y turístico río.
Rojas Giménez, el mismo que Neruda hará volar eternamente en sus Residencias, estuvo en París en la belle époque de los años treinta, sobreviviendo a una brillante pobreza. Y bebiéndose todo el antiguo espíritu montparnassiano. Por las noches se pasaba los inviernos en un cabaret ruso de Montmartre y se vanagloriaba de conservar una pajarita de papel que Unamuno (que vivía su tiempo de exilio en París) dejó un día olvidada en un café de Montparnasse. En ese boulevard no está ya el Café des Amis du Montparnasse, cuyas paredes Alberto Rojas Giménez contribuyó a decorar: “Aquella tarde se abrió para mí el primer crédito en una barra de bar parisino, y el vino dorado de Bordeaux mantuvo colmados nuestros vasos durante tres días y tres noches”. El crédito alcanzaba también a Manuel Ortiz de Zárate, Paschín Bustamante, Jean Emar y otros artistas e intelectuales de la hora perdida o gozosamente ganada.
Si París era una fiesta, en el resplandeciente título de uno de los inolvidables libros de Ernest Hemingway, también era una misa. Y nada menos que la festividad de un Domingo de Ramos en la solemne y gótica Notre-Dame. Miles de fieles, venidos de la Francia y de la Europa, rezan el Padre Nuestro en sus lenguas natales. Sin ser una Babel sino una Catedral de ocho siglos, la Oración es la misma en la ojival nave. Y yo, sin ser ni lefebvrista ni gregoriano, rezo en latín ese Pater Noster, tal cual lo aprendí cuando era el niño acólito en la Capilla de las Monjas de la Caridad en mi sureña ciudad natal de Los Ángeles. Una señora italiana que está a mi lado me da una ramita de su ramo de myrtus, y yo levanto esa ramita (“con coronas de mirto le honraré”) cuando el obispo de Notre-Dame de París bendice al unísono las palmas. Cantan los monjes el Hosanna, Hosanna. Vuelan palomas a la luz del litúrgico mediodía. Un órgano de 8.000 tubos estremece con su música rosetones y ventanas (todo el arte y la arquitectura de un medievo), y pecho y sentidos parecen estallar de religiosidad y emoción.
Rato después de tan conmovedora ceremonia diviso a la bondadosa feligresa italiana del ramo de myrtus sirviéndose, muy sola, una copa de helados en una mesita frente al Sena. Esta vez me hubiese gustado haber compartido con ella una de las guindas que coronaba su elegante copa.
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Violeta Quevedo, la angélica y luciferina escritora naif chilena, vio París desde el último peldaño de la Tour Eiffel, a cuya cima llegó con no poco esfuerzo: “la gente desde esa altura se veía como hormigas y moscas”. La paradigmática Torre fue lo único que realmente le gustó de la ciudad, sufriendo fiebres, cargando maletas por la rue Hamelin, alojándose en hotelitos de mala muerte. El París de sus sueños no calzaba con la realidad deslumbrante: “sentía yo un hastío y un desasosiego que me obligaba a pensar que París no era para mí”. Sin embargo, se daba el lujo de entrar a las grandes tiendas, probarse sombreros y trajes de la moda reciente y salir sin comprar nada, desfallecida de recorrer los edificios y las enormes vueltas. Pienso en Violeta Quevedo ahora que blues y ragtimes salen de una antigua máquina de música e inundan de diversión el amplio lugar de la centenaria Eiffel.
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Cantan los mirlos en el cementerio de Pére Lachaise, colina arriba de la rue de la Roquette. Por sus amplias y arboladas avenidas circulares se llega silenciosamente, de tumba en tumba, a los encuentros con personajes vueltos ya memoria y tiempo ilustre: Proust, Balzac, Modigliani, Chopin, Isadora Duncan, Edith Piaf…, y hasta nuestro Alberto Blest Gana, el trasplantado de los trasplantados. Un caligrama a manera de epitafio adorna la piedra sepulcral de Guillaume Apollinaire (1880-1918): Mi corazón semejante a una llama derramada. Flores naturales y artificiales florecen por igual en la tumba de un Apollinaire, a quien le bastó publicar un libro como Alcoholes “para que toda la poesía de su tiempo encontrara una orientación”, según la admirativa frase del dadaísta Philippe Soupault.
En el corazón mismo de París, donde la ciudad arde más de noche que de día, está el cementerio de Montparnasse. Y mi homenaje al otro poeta maldito y bendito: Charles Baudelaire (1821-1867), el orgiástico y melancólico autor de Las flores del mal, flores que ahora florecen en tulipanes y amarilis. Alguien, tal vez un “hipócrita lector –mi igual-, ¡hermano mío!”, escribió con tiza en el muro de su mausoleo: “Al fondo del abismo, Cielo, Infierno, ¿qué importa? / ¡Al fondo de lo Ignoto para encontrar lo nuevo!” A manera de souvenir recojo una piedrita blanquinegra de su tumba a cambio de repetir varias veces dichos versos. Espero así salvarme de su anatema: “¡compadéceme!... ¡O te maldigo!”
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Baudelaire, surrealista de la moral como lo llamó Breton, tenía cuatro años de edad (y ya era un niño coronado de flores enfermizas) cuando el chileno Vicente Pérez Rosales visitaba por primera vez París, en 1825. De ese primer viaje solo quedará en su memoria el recuerdo de María Malibrán, una cantante española que debutaba en los cafés parisinos y cuya poderosa y modulante voz lo sedujo hasta el enamoramiento, como bien lo cuenta el mismísimo Pérez Rosales en sus Recuerdos del pasado. Un siglo después (1926), el pintor Paschin Bustamante –acaso el más surrealista de los surrealistas- llegó a pintar hasta las palabras y los ruidos de París. “Yo voy a pintar un Cristo entrando a la Rotonde”, decía. Y lo pintó. Llegó una noche a pensar que la Tour Eiffel se había doblado como un clavo. Y era un sueño. Criollos, chilenos, trasplantados (de arte y de vida) son, en definitiva, el nosotros en París de un Edwards Bello, un Pérez Rosales, un Rojas Giménez, o un Alberto Blest Gana. “Debo decir adiós a París”, dijo Neruda. Y escribió: “Qué hermoso el Sena”.
En el Museo del Louvre, y en un domingo de Pascua, la enigmática imagen de una muchacha fotografiándose junto a la Venus de Milo, la diosa del amor y de la belleza. O mejor, la misma belleza recreada en modernidades y en su historia de siglos. ¿Real? ¿Imaginaria? Me dan ganas de cantar Nathalie.
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Por Jaime Quezada.
Publicado en El Mercurio. Artes y Letras. Santiago, 2 de septiembre, 1990.