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Jaime Quezada y Jorge Teillier
Santiago de Chile, mayo de 1970
JORGE TEILLIER EL POETA DE ESTE MUNDO
(A 80 Años de su Nacimiento)
Por Jaime Quezada
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Autor de una continua y siempre reveladora obra poética, Jorge Teillier (Lautaro, Chile, 24 de junio, 1935 - Viña del Mar, Chile, 22 de abril, 1996) representa, sin duda, un hito personalísimo y trascendente en el valioso espacio de la poesía chilena del siglo veinte. E incorpora, además, a este desarrollo y proceso inalterable de nuestra poesía, en sus variadas tendencias y corrientes, la temática definitivamente acuñada como “lárica”. Larismo que tiene en este autor a su propio protagonista en el dar materia y fundamento vocacional, estético y poético a tan rilkeana vertiente en la poesía del país. Esto es, un habitar míticamente los lugares natales, una vuelta a la tierra como nutrimiento de lo creado, un recuperar el paraíso perdido de la infancia, un ir hacia los antepasados en una siempre cíclica necesidad de tiempo y de nostalgia. Y, en fin, una poesía que se afirma en un mundo del orden inmemorial de la casa y la aldea y los secretos dominios de los sueños y los recuerdos.
El primer libro de Jorge Teillier (Para ángeles y gorriones, 1956) se publica cuando el poeta recién ha cumplido sus veinte años de edad. Poemas escritos en plena adolescencia, “con dedos manchados por la primera tinta”, en Lautaro y Victoria, los lugares originales y geográficos del autor. Sin embargo, los poemas de este hoy inencontrable librito, cuya edición santiaguina no pasó de cuatrocientos ejemplares, marcan ya resueltamente la identidad de una poesía (lárica) que se mantendrá constante a través de toda la obra futura del poeta. En esta recreación de la memoria y en este hacer trascendente lo cotidiano utilizando lo cotidiano, Teillier tipifica una temática y una escritura sin estridencias ni singulares originalidades, sino buscadora de verdaderos alimentos terrestres e iluminada de lo humano.
En las páginas de este libro primero están los temas y los tratamientos evocadores que harán la poesía teillierana: el lenguaje de lo cotidiano, la contempladora mirada del cielo, la imagen de un estanque, las memorias de la aldea. También la infancia, los molinos de agua, las veletas de hierro, los puentes de madera. Todo un paisaje que el poeta solo anhela develar y, a su vez, conservar para siempre en su memoria. Esta temática tendrá su ahondamiento y proyección, hasta hacerse fundadora de lo lárico, hacia toda la obra poética de Teillier: desde El cielo cae con las hojas (1958) a Los trenes de la noche (1964), de El árbol de la memoria (1961) a Crónica del forastero (1968), de Poemas del País de Nunca Jamás (1963) a Poemas secretos (1965), y solo para citar cinco o siete cronológicos libros que culminarán en su ordenada y reordenada suma antológica de Muertes y maravillas (1971).
Después, su obra se complementará con otros no nuevos libros –Para un pueblo fantasma (1978), Cartas para reinas de otras primaveras (1985)- que mantienen siempre el perenne tema lárico, aunque ahora, y en algunos casos, transfigurado en medio del camino de la vida. Así, el paisaje puede ser aquí una pesadilla de clínica, y la nostalgia de un ciruelo en flor el resultado de otra realidad llamada mogadón, clorpromazina, valium 10 (Sí, es cierto, gasté mi codo en todos los mesones. / Tal vez nunca debiera haber dejado / el país de techos de zinc y cercos de madera). Pero, por sobre todo, el poeta se mantiene fiel a sus vivenciales temas y lugares con sus linternas rotas, sus gansos silvestres, sus frutos de verano, sus andenes y mágicas señales: Lo que importa no es la luz que encendemos día a día / sino la que alguna vez apagamos / para guardar la memoria secreta de la luz.
La emotiva, nostálgica y evocadora poesía de Jorge Teillier (que no quiere decir para nada neorromántica), revela, a través de todos y cada uno de sus libros, algunas singularidades que caracterizan claramente su escritura:
1. Presencia de un paisaje geográfico, físico y humano de una región del territorio chileno llamada la Frontera o la Araucanía. Indómito lugar de intensos boscajes y soberbios ríos (del Bío Bío al Toltén, del Imperial al Cautín) por los cuales bajaban vapores cargados de trigo en otros tiempos. No será, sin embargo, la vastedad de este paisaje –era el amado orden del sur con su cotidiano rito de viento y de madera- lo que tipifica la poesía de Teillier, sino solo como marco de referencia y atmósfera de un territorio y de un paisaje focalizado a una casa natal, a un patio de grosellas y glicinas, a una aldea con su estación de trenes, su calle y su taberna. Es decir, el mundo se ha reducido a la luz de una luciérnaga, según un verso del mismo poeta.
2. La aldea como centro mítico y recreador de una realidad vivida. De ella nacen y a ella vuelven todos los sueños del poeta siempre nítidos en la memoria y en el tiempo: Lo que importa no es la casa de todos los días, sino aquella oculta en un recodo de los sueños. La aldea como país de niebla, también, y en la precariedad de lo urbano en medio de la ruralidad de un paisaje de lluvia e imágenes perdurables.
3. La infancia, edad de oro, paraíso perdido, como el arca definitiva de todos los recuerdos, y un anhelo de recreación de los sentidos para recibir limpiamente la admiración ante las maravillas del mundo. El País de Nunca Jamás: El niño que hay en mí renace en mi sueño. También: Aún aguarda la infancia un vaso de verano. Más que el nutrimiento vivencial de una infancia, en su arcadia y refugio de edad dorada, hay en esta poesía una permanente vuelta a la eterna adolescencia en el muchacho que espía su inquietud perdida: Mi mano pasa a través del espejo de la tarde para hallar al adolescente / que iba a la capilla de madera anclada frente a la plaza.
4. La nostalgia –sal y agua de esta poesía- y el desamparo. La intensidad de la primera invade iluminadoramente cada poema de Teillier hasta hacerse huella, cosmos, realidad secreta y emocional. Nostalgia que puede tomar la forma de un vaho de fantasmas y fuerza melancólica del recuerdo. Pero no solo lo pretérito y lo pasado en un recuperar nostalgias eternas, sino también una vislumbración y recuerdo del futuro. Aunque este futuro esté irremediablemente condenado a un fin de mundo. Sobreviviente de una perdida edad, el poeta está aquí siempre en su lucha contra el universo que se deshace: Cuando todos se vayan a otros planetas / yo quedaré en la ciudad abandonada / bebiendo un último vaso de cerveza. De una poesía de la nostalgia a una poesía del irremediable y vívido desamparo.
5. Una poesía conjural y recreadora de mitos, algo así como un “realismo secreto”. La oralidad de tradiciones y legendarias historias recobran poéticamente su trascendencia en esta poesía. Desde un puñado de sal lanzado al fuego una noche de invierno a buscadores de entierros que solo en sueños hallan monedas de oro. Y desde espejos que anuncian llegadas de desconocidos a fatídicos cantos de pájaros agoreros y nocturnos. En fin, higueras que florecen, espejos rotos, pactos y presagios en frases conjurales que el poeta, portador y depositario del mito, hace perdurable para la lengua escrita. O en fundamento del mismo autor: “Es preciso interpretar y entrar profundamente en el significado de las costumbres y ritos nuestros, que se han ido transmitiendo de generación en generación”.
6. Tiempo e historia. La poesía de Jorge Teillier, a pesar de sus sencilleces y evocaciones del paraíso perdido, tiene valedera, mágica y maravillosamente un trasfondo de realidad con la historia, historia de aquellos míticos y legendarios lugares, por supuesto. Poesía que surge de un lugar marcado por episodios y sucesos de este y otros siglos. Lugar indígena de gente de la tierra; lugar fronterizo pacificado “a mucha música y mucho mosto” (según palabras de Cornelio Saavedra en su avance militar hacia la Araucanía); lugar de pueblos que se fundan, se incendian y se vuelven a fundar (Una noche entera luchando contra el barro / cuando íbamos al pueblo recién fundado); lugar de pioneros, colonos, caudillos, contrabandistas y, en definitiva, “lugar maravilloso de un Far West sin prejuicios”, como lo nombra Neruda, o “aquella maravillosa zona de la rebeldía”, en el decir más certero de Gabriela Mistral. Toda esta intrahistoria anda resueltamente por ese tiempo-nostalgia-aldea-paisaje de la obra de Teillier.
De aquí surge una mirada no solo contempladora del cielo, sino un remirar la tierra, un rescatar a los antepasados (Todavía yace bajo el manzano / el tílburi cansado de los abuelos), un rebuscar las raíces primeras y originarias en el “árbol de la memoria”. Teillier no hace historia, por cierto (aunque estudió pedagogía en Historia en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile), pero su poesía revela una escritura fundada en sus realidades históricas y una conciencia también historicista, muchas veces crítica y cuestionadora, dada por aquellas gentes que “aprendieron de los mapuches a beber sangre de corderos recién sacrificados” y por aquellos pueblos “levantados con tablas sin labrar en medio del invierno del fin del mundo”.
Hay así un arraigo genealógico y memorial a los llamados lares. Lo que el mismo Teillier rilkeanamente dice: “Para nuestros abuelos, una torre familiar, una morada, una fuente, hasta su propia vestimenta, su manto, eran aún infinitamente, infinitamente más familiares. Cada cosa era un arca en la cual hallaban lo humano y agregaban su ahorro de lo humano. Las cosas dotadas de vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra confianza, están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas. Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar no solamente su recuerdo (lo que sería poco y de no fiar), sino su valor humano y lárico”.
De esta manera, el marco geográfico, lárico y memorial de la poesía de Jorge Teillier tiene, sin limitaciones fronterizas, su universalidad de mundo. La región o la provincia trascendida a un tiempo y a un espacio universal. A la sombra de los castaños, que pueblan esta mítica aldea-universo de Teillier, caben también todos los tiempos y espacios de un Heráclito a un George Tralk, de un Jorge Manrique a un Rainer M. Rilke o un René-Guy Cadou (Yo no sé nada de tu pasado. Has debido soñarlo. / Sólo vislumbro tu rostro en la lluvia).
Además de estas significativas y bien personales características de la poesía teillierana, tan propia de sus temas y tratamientos, es importante señalar, en beneficio de la poesía chilena, el latente y efectivo aporte a las actuales tendencias poéticas hoy en boga. Una relectura atenta de esta obra deja al descubierto unas deslumbradoras rejuntas temáticas:
a). La “lárica”, por supuesto, sello, relación y fundamento de toda una poesía y todo un referencial contenido que bien se devela a través de un mítico regreso de Anteo, de una cultura y tradición, de un poeta hermano de las cosas, de una poesía de la comunicación, la nostalgia, la edad de oro y, en definitiva, el poeta habitante del mundo.
b). La etnocultural, en el dar cuenta de un pasado familiar y plural o en la habitancia de una aldea fundacional y rescatadora de lugares que fueron y permanecen en la realidad y en la memoria: “Los pueblos de la Frontera tienen nombres que en lengua de la tierra quieren decir: Guanaco echado, Río de brujos, Lugar de cenizas”. También estos versos de vinculaciones geográficas y colonizadoras: “Se reúnen los que partiendo de Burdeos o Le Havre llegaron a la Frontera por caminos aún no trazados, mientras sus mujeres daban a luz en las carretas”. Recuérdese que Jorge Teillier nació en Lautaro –“el pueblo que siempre va conmigo”-, y allí su infancia, adolescencia y juventud rodeada del “color local” dado por los mapuches, “cuya lengua se oye en las calles y cuyas mujeres más apegadas a la tradición conservan todavía el chamanto y los vistosos adornos herencia de siglos”.
c). La testimonial o cronística en un dar cuenta del “yo lo ví, yo lo viví”. El poeta es así el guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores. Sus poemas Treinta años después, Retrato de mi padre militante comunista, Muerte y resurrección (terremoto y maremoto de Puerto Saavedra, mayo de 1960) vienen a ser, entre otros, representativos de esta tendencia. También Crónica del forastero (1968), con una portada-collage de Hugo Marín ilustrando el puente ferroviario del Malleco, constituye todo un símbolo de la llamada Frontera en la memoria poética del relato-crónica y en la marginalidad del forastero que “atisba por entre los girasoles del verano”.
d). La apocalíptica, entendida aquí no a la manera de una devastación de mundo o hecatombe bíblica, sino en relación a señales de un mundo por venir. Un fin de mundo en pentecostal lenguaje o epifanía: El sol quiere llegar al árbol de nuestra sangre, / derribarlo y hacerlo cenizas, / para que conozcamos a los visibles solo para la memoria / de quienes alguna vez resucitaremos en los granos de trigo o la ceniza de los roces a fuego, / cuando el sol no sea sino una antorcha fúnebre / cuyas cenizas creeremos ver desde otras galaxias. La imagen del sol como antorcha fúnebre será, en otro poema, un girasol negro. Metáfora o alegoría de lo real imaginado en tiempos futuros.
La poesía de Jorge Teillier no puede ser más sencilla, clara y transparente. Resplandecida desde adentro en el asombro de lo cotidiano e iluminadora de un paisaje que permanece eterno. Lo visual y sensorial también. Puede escucharse en esta poesía el girar de la veleta de hierro del molino, el subir y bajar del balde en el pozo de agua en la quinta de los primeros colonos, el pisar furtivo del adolescente que regresa a medianoche a la casa paterna.
El mérito de esta “lárica” poesía, que le ha dado a su autor permanencia y vigencia en la literatura chilena e iberoamericana contemporánea, está precisamente en mantenerse siempre igual y la misma, así sean los primeros o los últimos poemas. Un mundo poético inalterable (“que tal vez un día deba destruir para que se conserve”). Tampoco hay desbordes escriturales, ni experimentaciones de lenguaje, ni búsquedas conceptuales o retóricos ejercicios, ni afanes de innovaciones verbales (Las palabras no son nada / junto a la hoja que resucita al pasar frente a tu casa). Lenguaje, por último, en su intensidad de nostalgia y rescate memorial, que permanece incontaminado e inamovible, sin pretensiones neorrománticas o posmodernas, sino aceptador de aquellos valores esencialmente poéticos. Poesía “como una moneda cotidiana y que debe estar en todas las mesas”.
Teillier, con sus diez y tantos libros y a sus sesenta años, se mantuvo fiel a su propia poesía y a su mismo y personal modo de vida. Se diría que en cada uno de sus poemas, más allá de sus sencilleces, claridades y cotidianas nostalgias (“la única realidad”), está esencialmente su ética y su estética, su ars poética o arte de vida. Un transformar la poesía en experiencia y existencia creadora y vital. El poeta de este mundo y en su mundo: Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo que nos desborda, / que no significa nada si no permite a los hombres acercarse y conocerse. He ahí su validez, su legado y su humanidad. El poeta vuelve a su origen, vuelve a su lar, vuelve a su región tutelar.