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Jaime Quezada
(Archivo del Escritor. Biblioteca Nacional, Santiago, 1998).


UNA EXPERIENCIA LECTORA MÍA EN MÍ:
Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional


Por Jaime Quezada

Texto-testimonio incluido en el reciente libro antológico
“Sección Referencias Críticas Biblioteca Nacional de Chile”.
Autores: Justo Alarcón y Juan Camilo Lorca. / Editor: Juan Villegas Morales.
Ediciones Digitales de GESTOS.
Irvine, California, USA. Marzo, 2023.

 


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Desde los inicios de la década del sesenta, años chilenos activísimos de participación ciudadana y de afanes culturales, la Biblioteca Nacional sería mi refugio contagioso con la más varia lectura y, a su vez, de encuentro vivencial con la más viva literatura del quehacer nacional, aunque, sobre todo, una permanente fuente de nutrimiento en mis constantes afanes literarios y oficios investigativos. Venido yo de la región allende el Bío-Bío (ese arquetipo fluvial bautizador de nuestro origen) y estudiante aún en una Universidad penquista, encontraba aquí mi espacio y mi búsqueda en una especie de convivencia diaria con el sentir y leer y vivir el libro. Un volverse también lector plural más allá de su propia misma inicial literatura. Mi centro y mi órbita estaba en esta Biblioteca y, de manera muy esencial y principal, en su sección u oficina bien llamada “Referencias Críticas”, la sala que muy pronto se transformaría en mi vivir viviendo cotidianamente en mis motivaciones y quereres literarios.

No más que entrando peldaño a peldaño por Alameda, y llevado como por una brújula magnética, parecía que la Biblioteca Nacional misma daba jubilosamente una bienvenida en dirección a dicha sala, galería poniente del soberbio y señorial edificio. Pues todo contribuía a un sentirse jubiloso camino a un espacio que era la convivencia con la lectura, la investigación, el estudio, el encuentro y el “rastreo” minucioso de todo un material sorprendente y revelador en el revisar periódicos y revistas. Desde el más menudo recorte de prensa, con el dato justo y necesario, hasta el periódico mismísimo en su formato original, todo expuesto al hojear y ojear mañanas y tardes, y sin más compañía que la siempre oportuna orientación de sus muy nobles y voluntariosos funcionarios. Así mi tiempo era un llenarme de mundo propio y también ajeno, es decir, el mío mío al trasluz halagador de ese recorte de revista, y el otro, dado por las experiencias y vivencialidades que ya no eran mías.

Iba yo a “Referencias Críticas” para encontrarme con mi propia sombra-vanidad en aquellos comentarios o críticas o simples referencias de recortes de prensa, que daban noticias sobre mis todavía balbuceantes libros de poesía: de los Poemas de las cosas olvidadas (ediciones de la teillierana revista Orfeo) a las Palabras del Fabulador (ediciones Alerce, Universitaria, portada de Susana Wald). Maravilloso material de fichas y referencias bibliográficas de toda estimulante recopilación y que iba enriqueciendo mi personal y singularísimo archivo o registro que, años más tarde, me sería tan fundada utilidad en las páginas y addenda de mi libro Astrolabio (Nascimento, Santiago, 1976), dejando así testimonio de arrimo y de gratitud de lo muy virtuoso que resultaba “Referencias Críticas” en mi propia creación poética y literaria. Pero “Referencias Críticas” no era solo un surtidor de “referencias” personales, sino un poner al día al autor-autores en los procesos y desarrollos de sus propias creaciones literarias en un entregar a ese autor-autora un permanente registro de los derroteros y caminos que su obra andaba dejando en periódicos y revistas nacionales.

Y algo si se quiere fundamental: en esa sala me hice yo investigador literario, un trato animoso y permanente con la literatura no ya mía (aunque, por cierto, mía), sino de la literatura chilena de un siglo XX en su poesía y en su prosa. Un documentarme rigurosamente sobre aquellos autores que serían mis búsquedas y rebúsquedas y que bien parecían llamarme a no olvidar sus huellas de otro tiempo en este tiempo. Aquí, en esta sala de “Referencias Críticas”, encontraba yo mi materia fecunda que venía a mi mesa en los sobres, en los cartapacios, en las cajas diversas que los incansables y siempre atentos y voluntariosos funcionarios (Justo Alarcón, Juan Camilo Lorca, Renato Catalán, José Apablaza, Daniel Fuenzalida), todos “dueños” leales de su labor, me traían a la amplia mesa de mis tareas. Así, de referencia a referencia, iba yo organizando mis tiempos y épocas cronológicas y bibliográficas de autores, en sus vidas y en sus obras, que me venían como anillo al dedo para mis artículos y crónicas literarias (que me daban al menos sobrevivencia) y que iban luego a las páginas de revista Ercilla, o del cuerpo de Artes y Letras (El Mercurio). Vasos comunicantes fervorosos y motivadores.

Diría que “Referencias Críticas”, me abrió de par en par sus archivos, su verdadera plural montaña de recortes y páginas de periódicos y de revistas en aquellos sobres, cartapacios y cajas de guardar y crear historia de la viva literatura nacional y también de aquella imperecedera siempre. Universo enriquecido, además, por el voluminoso y luminoso archivo de recortes de Joaquín Edwards Bello, y por el muy erudito y admirativo archivo de Alfonso Calderón, que uno y otro, además de su abundantísimo y deslumbrante material, revelan el imantado amor-cariño por la literatura en el cotidiano de los tiempos. De todos y cada uno de estos archivos o “artefactos” artesanales (sobres, carpetas, cajas de cartón) me vendría la más amplia e insospechada información sobre este o aquel autor chileno que estaba yo por semanas y meses estudiando e investigando, siguiéndole toda huella posible sin prejuicio alguno, hasta el divino botón.

Así -verbi gratia- fui recopilando y ordenando la más completa cronología y bibliografía familiar y literaria de un Nicanor Parra (para sorpresa de él mismo cuando le llevé, años más tarde, a su casa de Las Cruces aquel libro Nicanor Parra de cuerpo entero (Ed. Andrés Bello, Santiago, 2020). Cito, al antipoeta por tenerlo todavía y tal vez siempre en mi ladera permanente, pero estaban también aquellos rastreos que la costumbre y la historia literaria no olvida: un Pedro Ruiz Aldea (tan coterráneo y pariente casi mío), el Jotabeche de Los Ángeles, que el sapiente Juan Uribe Echevarría vendría a rescatar en buena hora de los fatales abandonos; un Julio Vicuña Cifuentes, cuyos mitos y supersticiones eran el arte de admirar y de revivir de Oreste Plath, hasta hacerse el mismo revivido también; un Diego Dublé Urrutia, que me ilustró poéticamente “del mar a la montaña” explorando registros y archivos semanas y meses; y, en fin, de referencia en referencia para encontrarme con lo más fecundo e insospechado del ser y del hacer literatura gracias a los siempre paradigmáticos archivos de “Referencias Críticas”.

Y ¡ay!, qué deslumbramiento y qué redecubrimiento en estos registros de la portentosa y reveladora literatura prosística de Gabriela Mistral, dispersa en las más amarillentas y volanderas páginas de periódicos chilenos, venían ahora relucientes a mí en estos archivos y referencias como el día primero que se escribieron.  Mis asombros, hallazgos y novedades mistralianas en “Referencias Críticas” tienen su más vitalísimo y perdurable origen. Me hice, pues, lector y estudioso e investigador mistraliano en esta sala de la Sección “Referencias Críticas” de la Biblioteca Nacional de Chile: novedades que me di, novedades que me dieron.

 

 


Los poetas Jaime Quezada y Floridor Pérez. Salón de Investigadores.
(Archivo del Escritor. Biblioteca Nacional, Santiago, 1987).

 

 

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