Sus buenos años se llevó Doris Dana (1920-2006) ordenando y catalogando
minuciosamente la biblioteca personal de Gabriela Mistral, biblioteca que había
quedado casi en el desamparo después de la muerte de la poeta en 1957. Tarea de
revisión libro a libro de todas las literaturas y temáticas de ese “vivero de plantas
frutales que es una biblioteca” y que la autora chilena llevaba consigo en su errancia por
el mundo. Historia, geografía, filosofía, botánica, poesía, teosofía, ciencias naturales y
ciencias ocultas, libros raros (libros caros) en fin, un universo que bien constituía la
lectura cotidiana, su cuerpo y su alma, su bebedura apasionada del leer. Sin embargo, la mayor parte de estos libros quedaron, y por años, guardados u olvidados en cajas y
baúles en el subterráneo de su casa californiana de Santa Bárbara, casa que Gabriela
Mistral había comprado con dineros del Premio Nobel de Literatura (1945). Solo la
tenacidad de Doris Dana lograría después rescatarlos, constituyendo en Long Island,
Nueva York, definitivamente la última biblioteca de la autora.
Muchos de estos libros, acaso la mayor parte, eran enviados por los propios autores de
todo el mundo, con dedicatorias y firmas en páginas iniciales. Sobresalen los autores
poetas chilenos, que tan pronto las editoriales publicaban sus libros, hacían llegar un
ejemplar (y a veces más) a Gabriela Mistral, estuviera esta en Brasil, México o California.
Y siempre esperando, por cierto, una respuesta bautismal de la poeta, respuesta que
llegaría en el acuso epistolar, en la nota crítica o en el elogioso recado. Aunque el mayor
elogio para muchos autores –y sin ellos saberlo- sería la mano misma de Gabriela
Mistral anotando a margen de página o subrayando versos o dejando correr el lápiz de
grafito en el visto bueno de su atenta lectura.
Anoto algunos libros de poetas chilenos que dieron tema para la escritura recadera o
para el comentario epistolar: Rumor del mundo (1942), de Julio Barrenechea. “La
lectura de este libro me ha traído varias fiestas: la de dar vista, por su acarreo vivo de
criaturas vivas; la de su variedad, parecida a la del Edén en el sexto día, cuando Dios
mató la monotonía lanzando los géneros y las especies; y especialmente la fiesta de lo
nativo, que se lleva de arrastre a las otras”. Réquiem (1945), de Humberto Díaz
Casanueva: “Maravillada me dejó leer Réquiem, magistral poema; breve, bello y mágico.
Lo leí de un sorbo y repasé tres veces. Supe de golpe y sigo sabiendo que tal libro era y es
uno de los poemas de nuestra lengua que no serán disueltos ni por la roña del tiempo ni
por el atarantamiento de los críticos…”
Nicanor Parra era un jovencito de 23 años cuando publicó Cancionero sin nombre, su
primer libro, y tan pronto Nascimento lo editó en 1937, se lo envío a Gabriela Mistral,
que por entonces estaba de cónsul en los Portugales ordenando, sección a sección, su
próxima alucinada obra. Cancionero sin nombre no pasó desapercibido para la autora
chilena, más bien admirada, pues anota y subraya, a signos exclamativos, varios versos
del libro. Al año siguiente, mayo de 1938, cuando ambos se encuentran y saludan en la
Plaza de Chillán, esta exclamación se haría efectiva en la frase “¡usted Parra representa
la nueva poesía chilena!” Elogioso gesto, en lo mejor del homenaje público a una Mistral
que regresaba desde Mar del Plata con su recién publicado Tala, que el antipoeta no
olvidaría nunca a pesar de un Cancionero sin nombre, que por mucho tiempo el mismo
Nicanor quiso casi ignorar.
Algo semejante ocurrió con el primer libro de Gonzalo Rojas:La miseria del hombre,
editado en una imprenta de Valparaíso en 1948. Gabriela Mistral, con residencia consular en Veracruz, México, recibió un ejemplar dedicado por el mismísimo Rojas. La
ya Premio Nobel de Literatura no solo hizo algunas anotaciones a margen de página,
sino que envió prontamente una celebratoria carta, que con el tiempo pasaría a ser
“santo y seña” para el entonces poeta porteño y un auténtico testimonio epistolar para la
literatura chilena: “Hace solo una semana que tengo su libro. Me ha tomado mucho, me
ha removido y, a cada paso, admirado y, a trechos, me deja algo parecido al
deslumbramiento de lo muy original, de lo realmente inédito. Deme algún tiempo para
masticar esta materia preciosa. Usted sabe, Rojas, que yo no sirvo para hacer crítica.
Hago solamente, de tarde en tarde, algunas alabanzas que poco sirven para la publicidad
de tipo técnico, que es la mejor publicidad. Lo que sé, a veces, es recibir el relámpago
violento de la creación efectiva, de lo genuino, y eso lo he experimentado con su precioso
libro. ..”
Repárese en la deslumbrante frase “el relámpago violento de la creación efectiva”. ¿No
será después —ese relámpago— verso también deslumbrador y permanente en toda la
obra de nuestro Gonzalo Rojas? El poeta escribió en la última página de uno de sus
libros: La realidad detrás / de la realidad pero / desde el relámpago.
Otros autores(as) y sus libros en esta Colección Barnard College: Pablo de Rokha: Gran
temperatura (1937), Neruda y yo (1955); Arturo Torres Rioseco: Elegías (1947); Jacobo
Danke: Canto al mar del sur (1951); Manuel Magallanes Moure: La casa junto al mar (1918); Juan Guzmán Cruchaga: Aventura (1940); Oscar Castro: Humana voz (libro
mimeografiado, sin fechar); Ángel Cruchaga Santa María: Job (1933); Olga Acevedo: La
violeta y su vértigo (1942); Winett de Rokha: Oniromancia (1943). Estas dos últimas
poetisas no eran desconocidas para Gabriela Mistral, ya venía siguiendo sus derroteros
poéticos desde pasadas décadas: “A la señorita Acevedo, a quien no conozco, pero a
quien creo capaz de dar belleza mañana”. Y sobre Winett (entonces Juana Inés de la
Cruz, seudónimo de Luisa Anabalón Sanderson): “me envió, con muy halagadora
dedicatoria su libro; hay en ella temperamento artístico verdadero, que aún no se da su
expresión acabada…”
No está Huidobro con libro alguno. Sí Pablo Neruda. Será Neruda el poeta que ocupa la
mayor representatividad en esta biblioteca personal de Gabriela Mistral y con más de
diez libros de su autoría, entre los cuales destacan: Canto general de Chile (México,
1943). Se trata de un ejemplar-cuadernillo de colección, edición fragmentada o parcial,
privada y limitada, de solo 100 ejemplares firmados por el autor. Veinte poemas de
amor y una canción desesperada (Buenos Aires, Editorial Tor, 1933). Se trata de una
célebre e importante edición pirata, que según el decir nerudiano de Hernán Loyola, es
la primera edición de un libro de Neruda fuera de Chile. Alturas de Macchu Picchu (Ed.
Nascimento, Santiago, 1954), edición definitiva. El habitante y su esperanza (Nascimento, Santiago, 1926), la única breve narración o novela corta escrita por Neruda a sus 22 años. Anillos (prosas, 1926), escrito en colaboración con Tomás Lagos.
Y un libro que llama a novedoso y admirativo interés ciudadano: González Videla, el
Laval de la América Latina, breve biografía de un traidor (México, 1949), escrito
durante el exilio mexicano en los años de la clandestinidad de Neruda.
También, y aunque no está consignado en esta colección, es de meritorio interés
literario y bibliográfico citar Canto general (1950), en su edición mexicana, ejemplar
numerado 008, que el mismo Neruda le haría llegar con dedicatoria —“A Gabriela”— firmada en abril de ese año y que lleva, además las firmas de Diego Rivera y David A.
Siquieros, autores de las iluminadas guardas del valioso ejemplar que hoy se exhibe en
el Museo Gabriela Mistral de Vicuña.
Llama la atención que en este casi millar de libros de la biblioteca personal de Gabriela
Mistral, revisando tanto la colección misma como el respectivo catálogo (The Gabriela
Mistral Collection, Barnard College Library, 1978), no aparezca ninguna de las
personales propias obras de Gabriela Mistral: ni Desolación ni Ternura ni Tala ni
Lagar ni el póstumo Poema de Chile. Tal vez en su ordenar y en su revisar libro a libro,
la acuciosa Doris Dana los “apartó” para otra más exclusiva o selectiva y personalísima
colección. Tal vez, digo. O acaso también la propia y exigente Mistral en su mandato
póstumo: “¡Apártalos, que voy de vuelo!”. ¿No confesaba epistolarmente la misma
Mistral su distanciamiento, por ejemplo, de Desolación?: “me hace mal verlo y no tengo
un solo ejemplar conmigo nunca, por eso, para no verlo” (carta a Gonzalo Zaldumbide,
1934). Conjeturas, no más, decires, cuando sus propios célebres cuatro o cinco libros
son, de por sí, una biblioteca muy personal y muy plural en su acervo literario universal.
Esta mismísima biblioteca, que en julio de 1998 tuve la honrosa oportunidad de visitar y
de recorrer, catálogo en mano, en Barnard College (Columbia, Nueva York), donde
Gabriela Mistral había dictados cursos y conferencias en la década de los años treinta-
cuarenta, se encuentra ahora, desde marzo de 2010, y por donación de tan prestigiosa
institución universitaria al Estado de Chile, en la casa Museo Gabriela Mistral de
Vicuña, los lugares natales de nuestro Premio Nobel: “Las bibliotecas que yo más quiero
son las provinciales, porque fui niña de aldeas y en ellas me viví juntas la hambruna y la
avidez de libros…” A Doris Dana —en su tiempo ayer—, y a Doris Atkinson —en su tiempo
hoy— se debe esta voluntariosa visión de haber preservado Colección tan relevante para
bien de generaciones y lectores allende aquellas “cien montañas o más”.
Santa Sofía de Lo Cañas, invierno, y 2024.
Jaime Quezada y Doris Dana
(Valparaíso, Chile, enero, 2000)
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Algunos libros de poetas chilenos en la biblioteca personal de Gabriela Mistral.
Por Jaime Quezada.