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JULIO CORTÁZAR O EL ETERNO CRONOPIO
Por Jaime Quezada
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I
La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato... Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas. Y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al quetambién hay que aprender a llegar. (Rayuela, capítulo 36).
II
De los novelistas del llamado boom -el supuesto boom de nuestras letras, dice el mismísimo Cortázar, no equivale de ninguna manera a cualquiera de los grandes momentos de una literatura mundial, digamos la del Renacimiento, la del Siglo de Oro en España o de la segunda mitad del siglo XIX en Europa occidental- fue Julio Cortázar (1914-1984) el que más me interesó e impactó. Me motivaba su escritura y lo que había más allá de esa escritura. Llegué a aprenderme de memoria fragmentos de su Rayuela (1963), esa tan única y personalísima novela, tan huracanada y explosiva de viejo y moderno lenguaje. La lectura de esa novela o contranovela o texto sobre texto fue nuestra primera gran experiencia literaria. Y un choque también que podríamos llamar existencial.
Leía sus libros –Final del juego (1956), Las armas secretas (1959), Los premios (1960), Historias de cronopios y de famas (1962), además de Rayuela, por cierto- más por razones vitales que con vistas a la ficha bibliográfica o a la clasificación estética. Una frase desafiante y quemante nos llegaba en una carta en respuesta a las páginas de Arúspice, nuestra revista poética en la Universidad de Concepción en la década del sesenta: “Al fuego cronopios, al fuego, en este tiempo en que los potentados de este mundo se tiran al barro para mejorarse la piel. De nuestro suicidio saldrá el Fénix como siempre”. Se refería ejemplarizadoramente al maravilloso suicidio que es publicar una revista de poesía, asunto que lo hacía pensar en Empédocles tirándose de cabeza al Etna. “No puedo ser indiferente al hecho de que mis libros –nos escribirá después Cortázar- hayan encontrado en los jóvenes latinoamericanos un eco vital, una confirmación de latencia, de vislumbre, de apertura hacia el misterio, la extrañeza y la gran hermosura de la vida”.
III
Una tarde de noviembre, de aquel sí histórico y democrático y literario noviembre del Chile del 70, me fui con Cortázar conversando desde su hotel santiaguino hacia el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile (cuando el Instituto Pedagógico era un foro abierto y libre al pensamiento y a la inteligencia y al espíritu). Íbamos en una citroneta conducida por Federico Schopf. Cortázar vestido con un traje safari, llevaba zapatos de gamuza de color azul. Era la primera vez que veía zapatos de ese color en los pies de un hombre. Y aunque los cronopios eran verdes, pensé en un verso de Neruda: “Un día los hombres serán azules como el mundo”. Con su metro y noventa el novelista apenas si cabía en el pequeño vehículo con patente de Valdivia.
Cortázar habló a cabeza abierta y sentidos abiertos, con su conciencia razonante, a los estudiantes aquella tarde motivadora de interés y entusiasmo atento. Habló no sólo de la dirección y el sentido de sus cuentos, no sólo de una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotaban virtualmente en su memoria o su sensibilidad, sino y, sobre todo, del compromiso del escritor en la hora presente y en la realidad latinoamericana, el deber del intelectual en su libre compromiso individual y colectivo: “A riesgo de decepcionar a los catequistas y a los propugnadores del arte al servicio de las masas, sigo siendo ese cronopio que escribe para su regocijo o su sufrimiento personal sin la menor concesión, sin obligaciones latinoamericanas o socialistas entendidas como a priori pragmáticas”.
Después nos fuimos a beber unas copas de vino tinto con frutillas. Entonces resueltamente afirmaba: “Un escritor de verdad es aquel que extiende su arco a fondo mientras escribe. Y después lo cuelga de un clavo. Y se va a tomar vino con los amigos. La flecha ya anda por el aire y se clavará o no se clavará en el blanco”. Cuando se le preguntó qué pensaba del futuro de la novela, Cortázar tenía su respuesta a flor de frase: “Me importa tres pitos. El futuro de mis libros o de los libros ajenos me tiene perfectamente sin cuidado. Lo único importante es el futuro del hombre. A veces hay que estar muy lejos para abarcar de veras un paisaje. Y que una visión supranacional agudiza con frecuencia la captación de la esencia de lo nacional”.
Me gustaba lo de sentimental que había no sólo en sus libros, sino en él mismo, en su ser y sus decires. O en palabras cortazarianas una recreación de la nostalgia: los juegos de la infancia con sus rituales y ceremonias, el ir saltando en un pie o en el otro por la calle, de vereda en vereda. También las situaciones marginales que describe en callejuelas perdidas, cuartos de hoteles donde solloza por las noches una mujer en el cuarto vecino. Muelles con atmósferas de letras de tango. Urinarios, circos con carpas rotas, ascensores, en fin, estar solo dentro de cierto plano en el que otras soledades podrían comunicarse con nosotros si la cosa fuese posible. O aquella otra realidad de los tantos falsos felices como dice uno de sus protagonistas: “Sería capaz de dar un rodeo de diez cuadras con tal de no pasar bajo los balcones de un departamento donde fui feliz”.
O la cotidianidad o familiaridad que se cuenta en esos relatos a manera de una saga actual o moderna, que es casi lo que de niño, en las aburridas tertulias que debía compartir con los mayores, escuchaba contar a los abuelos o a las tías la pequeña insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, esos cuentos o relatos son reveladoramente significativos. “Algo estalla en ellos mientras los leemos y nos propone una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada”. Una recreación de la nostalgia, o una metafísica de la nostalgia, que en Cortázar tiene su preciso instante: de la platónica a la ardiente de Rimbaud. Cada día lo metafísico le parecía a Cortázar lo más cercano a cosas como el gesto de acariciar un seno, jugar con un niño, luchar por un ideal.
IV
Pero Julio Cortázar, el cronopio, el perseguidor, el metafísico, no tenía armas secretas (a pesar del título de uno de sus libros) para decir su verdad de escritor latinoamericano en un mundo latinoamericano. En su obra -llámese ficción, llámese realidad- y en su conducta personal, había siempre, y por sobre todo, un comportamiento ético admirable y ejemplarizador. Intelectual latinoamericano sin jactancia, un hombre de buena fe, comprometido hasta la médula o los tuétanos, diría nuestra Mistral, con la situación de nuestro Continente. Contrario siempre a los nacionalismos de escarapelas y banderitas, esta frase impersonal, aunque personalísima, lo define sin retórica: “De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad debía culminar en un libro. En París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad”.
De Cortázar, y de otros escritores de su generación, aprendimos a conocer, intelectualmente claro, la palabra exilio, que bien poco o casi nada nos decía por entonces a nosotros jovencísimos chilenos de la década del sesenta. Un exilio más bien voluntario, y en la inmediatez de sus países. Los escritores soñaban con vivir en París o en Londres: “Buenos Aires era una especie de castigo. Vivir allí era estar encarcelado”. Desde aquellos exilios se descubrirá básicamente la propia tradición latinoamericana. Reflexiona el novelista: “A veces me he preguntado qué hubiera sido de mi obra de haberme quedado en la Argentina. Sé que hubiera seguido escribiendo, porque no sirvo para otra cosa. Pero a juzgar por lo que llevaba hecho hasta el momento de mancharme de mi país, me inclino a suponer que habría seguido la concurrida vía del escapismo intelectual que era la mía hasta entonces y que sigue siendo la de muchísimos intelectuales argentinos de mi generación y de mis gustos”.
Pero ese escapismo no era tan cierto en Cortázar. Peca de autocrítico. Por los años 1944, 1945 ya se había jugado el pellejo como profesor en la Universidad de Cuyo, mucho antes de publicar Los Reyes (1949), su primer laberíntico libro. Son los años que participa en la lucha política contra el peronismo, cuando Perón impone su dictadura, porque las dictaduras se imponen a cuartelazo y sin dar cuartel. Cortázar renuncia a su cátedra antes de verse obligado “a sacarme el saco como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos”.
En una célebre polémica entrevista publicada en la norteamericana revista Life en español (abril, 1969), el escritor Cortázar se define ideológicamente sin eufemismo alguno: “Mi humanismo es socialista, lo que para mí significa que es el grado más alto por universal del humanismo”. Y a renglón seguido: “Creo que el fin supremo de este humanismo no puede ser otro que el de proporcionar a la raza humana los instrumentos para alcanzar la libertad y la dignidad que le son consubstanciales. Esto entraña una visión optimista de la historia”.
Estas ideas y sentimientos de Cortázar se hacen también protagonismo, literatura, cuento, fuego en todos los fuegos el fuego. En Reunión, por ejemplo, y en lo mejor del relato, hay una frase-idea-pensamiento-verdad para siempre: “Alguna vez nazca una patria de hombres en un atardecer tembloroso, a orillas de un tiempo más limpio”. Cortázar es un escritor que tiene un compromiso personal e intelectual que rebasa nacionalidades y patriotismos. Con el valor de quien puede situarse en la realidad que vive, se preguntará: “¿No parece paradójico que un argentino casi enteramente volcado hacia Europa en su juventud, al punto de quemar las naves y venirse a Francia sin una idea precisa de su destino, haya descubierto aquí su verdadera condición de latinoamericano?” Será esta condición de latinoamericano la que tendrá siempre presente en adhesiones y acciones “para rescatar a América Latina del colonialismo y del subdesarrollo, luchando además por la seguridad democrática y progresista de nuestros pueblos: “A ganar la calle, la libertad y la luz”, será su frase de conducta y su línea de batalla.
V
Y en el terreno de la ficción, que es también la realidad, entre el jazz y los versos de Dylan Thomas, entre el recuerdo (“que es siempre un asco”) y ese fantaseo en la marihuana de Johnny, solo en la multitud de amores, ese ángel de El Perseguidor –“yo había mirado muy poco al genero humano hasta que escribí El Perseguidor”- que es como un hermano, un hermano que es como un ángel, Cortázar se mira un poco a sí mismo, porque mirarse a sí mismo era mirar también al hombre, al prójimo. Desde el momento que el narrador toma conciencia del hecho humano esencial, esa búsqueda representará en Cortázar
su compromiso y su deber tenaz e ineludible: “Jamás escribiré expresamente para nadie, minorías o mayorías. Y la repercusión que tengan mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea. Y, sin embargo, hoy sé que escribo para, que hay una intencionalidad que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro”.
Julio Cortázar, el cronopio de las historias y famas (“hay que subir para bajar”, “me caigo y me levanto”, “el traje existe cuando me lo pongo”), exigía, a su vez, al escritor ser testigo de su tiempo. Y que obra o vida, pero cómo separarlas, sea también ese testimonio en la forma que sea más propia: “Estoy convencido de que sólo la obra de aquellos intelectuales que respondan a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnará en la conciencia de los pueblos y justificará, con su acción presente y futura, este oficio de escribir para el que hemos nacido”. La palabra y la acción del gran novelista, amén de su perdurable obra, es el testimonio de su conducta, su justificación ética, su estar en la línea de fuego sobre la fervorosidad de los problemas estéticos e intelectuales en medio de los vicios del mundo moderno.
VI
Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas. Y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita.
J. Q.
Santiago de Chile, agosto, y 2014.