Parece un personaje de leyenda con más mito que verdad. Pocos lo conocen, pocos han leído sus obras. Juan Emar —Álvaro Yáñez Bianchi era su nombre legal— (1893-1964) vivió otra época que tampoco fue su época. Sus primeras obras, publicadas hace cuarenta años, pasaron sin pena ni gloria para la crítica, y con razón mayor para los lectores, si es que los hubo. Solo algunos amigos muy personales vieron en su escritura algo nada de común en nuestro medio literario, algo que brillaba con luz propia.
Casi no hay datos biográficos y fotográficos. Su vida puede reconstruirse a imagen y semejanza de los personajes de su obra (en la medida que los personajes de una obra se parecen a sus autores): alucinados, pensativos, analíticos. Pablo Neruda cuenta, en sus memorias, que Juan Emar “es un escritor poderoso y secreto, silencioso y gentil pero pobre, así murió. Sus muchos libro están aún sin publicarse, pero su germinación es segura. Fuimos amigos toda la vida”. Y Braulio Arenas, a quien se debe el buen prólogo de esta reciente edición (Umbral, Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1977), esos prólogos que hablan tanto del personaje como del libro con fascinación y erudición, dice que Emar “es una órbita excéntrica como la de un cometa conscientemente vagabundo”.
Entre 1935 y 1937, Juan Emar publicó Ayer, Un año, Miltín, Diez. Títulos bien reveladores de su obsesionante motivación: el tiempo calendario, y el otro que recuerda conciencia y memoria. Había estado largos años en París. Se descasaba y se volvía a casar, con chilenas o francesas. Vivía la vida, dilapidaba su fortuna, respiraba todos los aires, aun el o aire. Un día cualquiera desapareció de los medios literarios y sociales. Hasta se le creyó muerto, mucho antes de su muerte real a los setenta años de edad.
Pero Juan Emar se había encerrado en su torre o en su bóveda. Era como estar en el cielo y en la tierra, en la luz y en la oscuridad, en el recogimiento y en la tentación. Tiempos del auge del surrealismo y a todo vapor (con la llama viva del movimiento Mandrágora en Chile), de la segunda guerra mundial en su inicio fatal, de los días triunfales y finales de Vicente Huidobro. Y Juan Emar en su mejor, continuo y permanente momento creador. En su torre y/o bóveda este extraño escritor llenaba diez, cien, mil carillas, sin exagerar: sus tres pilares, su globo de cristal, su umbral. Una obra toda que Braulio Arenas llama acertadamente su opera omnia.
Encerrado en una habitación, leyendo libros, quemando incienso, mirando estampas, este autor vivió su tiempo para una obra que los chilenos recién comenzamos a reivindicar y a leer de verdad.
Todo cabe en esta umbral obra de páginas sorprendentes, la experiencia y la imaginación, lo real y lo irreal, el sueño, la memoria, lo mágico. De repente pareciera que se estuviera leyendo a Kafka, a Proust, a Dostoievski, sin dejar de leer a Juan Emar, por cierto: el opiómano, el recuerdo, el contrasentido. Es un goce este libro página a página: sensorial y estético, no ajeno a las realidades lógicas y conceptuales. También amores y pasiones, juegos y garitos, fumadores de opio con toda la hondura humana posible. Lenguaje que tiene aquí un tratamiento digno de ser leído, una y otra vez, por su vibración vital.
A la manera de cartas —¡pero qué cartas!— está escrito Umbral, al menos el tomo que hoy conocemos. Relatos, fragmentos de novela, cuentos, anotaciones, conceptos filosofales y metafísicos. Un libro todo, con el desaliento y el aliento de quien escribe una obra magna, clarividente, y quizá, a veces, hasta de “locura” en la expresión dostoievskiana. Una racionalidad llevada a la categoría de lo ético: bienes y belleza, males y fealdades. Las artes divinas y las artes diabólicas.
Puede ser también una obra dramática este libro. Escenificada, representada, dialogada. Y aun sus personajes —Lorenzo Angol, Rosendo Paine, Guni Pirque, Baldomero Lonquimay— son vívidos y reales, de hueso y carne y soplo vital. No fantasmas, aunque fantasmas en el relato: aparecen y desaparecen y vuelven a aparecer con un aura d alucinación casi poética, casi luminosa: la luz, el tiempo, la conciencia. Significativa, por su trascendencia de visión mágica y de fuerza misteriosa, resulta aquella escena del personaje que ilumina su habitación con una flor —una cineraria de pétalos carmesí—, tal si fuera una linterna.
Juan Emar escribió su obra, de seguro, sin prisa y sin atormentarse que tarde o temprano llegara a ser leída por otros hombres con fantasmas semejantes. Lo que aquí vitaliza es una fuerza subterránea, un problema metafísico, un desgarramiento continuo en las trescientas páginas de su armónico, lúcido y valioso libro. Mucho antes que Borges escribiera sus Ficciones, por ejemplo, el autor de Umbral, por regocijo o sufrimiento personal, fantaseaba con una literatura imaginativa y simbólica, ficciones que no dejan de tener sus realidades.
Cosas del pasado y también del presente y del futuro. Alusiones a términos boxeriles y botánicos, letrillas de canciones, versos de tangos. Minuciosos detalles, “acaso dato superfluo pero, en fin, viene de mi pluma”. Referencias a fechas e hitos históricos importantes. Concepciones musicales y asombrosa relación a artistas plásticos medievales: la anunciación divinizada de un Fra Angélico (presencia de algo que no se ve pero se siente) o as tentaciones que no oculta un cuadro de Jerónimo Bosch. Una obra luz, una obra tiniebla esta novela-diálogo-fragmento. El pensamiento clarifica y dimensiona una obra que no otorga concesiones.
Hay que agradecerle al editor Carlos Lohlé este primer pilar para una obra chilena de solidez como pocas, pues “lo que ocurre durante el día, no se borra el día siguiente, queda como base, como experiencia vivida”. Es la suma, la adición de un Umbral con los signos perdurables.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com «UMBRAL»: LA RESURRECCIÓN DE JUAN EMAR
Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1977
Por Jaime Quezada
Publicado en Revista Ercilla, Santiago de Chile, 12 de octubre, 1977