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El silencio de los torturados

Por José Rodríguez Elizondo
Escritor chileno, profesor de Relaciones Internacionales
Publicado en La Vanguardia. España. 13 de diciembre de 2004


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Durante los dos primeros meses de 1974, en Grünheide, cerca de Berlín Este, los exiliados chilenos dispusimos de una casona digna, un bosque umbroso y un lago con cisnes para templar la tristeza. Sin embargo, en el comedor común, el tema de las torturas rompía cualquier intento de acomodo con la vida nueva. Las cartas, radio Moscú y los nuevos huéspedes nos traían el tormento de cada día y eso tensaba los nervios.

Cuando había sobrecarga de horror, el más impresionable del grupo salía a caminar por el cementerio del lugar, recitando las torturas que aplicaría, en reciprocidad, a los miembros de la Junta Militar. El suyo era un monólogo escalofriante y me dio la impresión de que se sentía culpable por no haber compartido el espanto de los otros.

En marzo ayudé a seleccionar los testigos que declararían ante la comisión internacional de investigación de los crímenes de la Junta Militar, constituida por juristas europeos. Entonces accedí en directo al relato de torturados y aprendí que contar sus experiencias era un picanazo adicional. En las sesiones públicas, en Helsinki, muchos se quebraron y algunos se arrepintieron antes de declarar. Uno me contó que esperaba volver pronto a Chile y recién entendía que su testimonio se lo impediría. Aunque en ese momento traté de que recapacitara, el tiempo me enseñó que había analizado el contexto mejor que yo. Él pudo volver al año, mientras yo quedaba congelado por catorce, entre los extremistas que habían colaborado con esa comisión.

Poco después –¿efecto de actividades como la señalada?– los chilenos de afuera comenzamos a sentirnos amenazados por la mano larga de Pinochet. Se decía que la verdadera misión de las misiones militares era rastrearnos, con especial mención para la que operaba en España. Algunos exiliados fueron sospechados como agentes de la DINA. El ministro del Interior, Sergio Fernández, prohibió que los embajadores se ocuparan del exilio –era un tema de seguridad interior–, pero los diplomáticos debían informar sobre nuestros pasos. Los asesinatos de Carlos Prats, Orlando Letelier y el atentado contra Bernardo Leighton probaron que había método en esa paranoia. En efecto, los torturadores consiguieron acallar a los torturados del exilio y éstos optaron por encerrarse dentro de sus heridas y traumas. Las excepciones fueron literarias. Hernán Valdés produjo Tejas verdes y dos dirigentes comunistas, Jorge Montes y Rodrigo Rojas, escribieron impresionantes testimonios sobre su relación con los torturadores. Años después –ya en Chile–, cuando escribía su espléndida novela Una casa vacía, Carlos Cerda compartió conmigo su reflexión sobre el tema: “Hay cosas que se pierden para siempre”.

Por lo señalado, el silencio de los torturados –correlativo a la sordera de los chilenos residentes– fue un larguísimo paréntesis entre dos denuncias. El reciente informe de la comisión Valech llega cuando nada material puede compensar décadas de tortura enquistada en el alma. Cuando los ejecutores ya se habían ex culpado con sus mandantes. Cuando el ex ministro Fernández trata de probar, con documentos propios, que él no era partidario de asesinar o torturar. Cuando el propio Pinochet se ha convertido en el exitoso inversionista Daniel López, que era su alias para ocultar dólares en el Banco Riggs. Cuando nosotros, los de entonces –salud, poeta–, ya no somos los mismos.

Aceptemos, por tanto, que el actual informe sobre torturas es más importante para Chile que para los torturados. Éstos han probado que su verdad silenciada es la verdad real. Que no es poca cosa, cuando sus contrapartes fueron agentes del Estado. Pero el país entero sabe, hoy, porqué la dictadura nos tuvo con el alma extraviada y qué queremos decir cuando decimos ¡nunca más!... Y eso queda en la historia.

En definitiva, el informe Valech me hizo recordar el impacto que me produjo el filme de Mel Gibson sobre Jesús. Ahí entendí que la victoria irrevocable del nazareno torturado fue su superioridad moral frente a los torturadores... aunque éstos representaran a un imperio.



 

 

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El silencio de los torturados
Por José Rodríguez Elizondo
Escritor chileno, profesor de Relaciones Internacionales
Publicado en La Vanguardia. España. 13 de diciembre de 2004 S