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Jesús Sepúlveda. HOTEL MARCONI
Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 1998, 58 pp.

Por Jacqueline Cruz
Universidad de Oregon
Atenea. (Universidad de Concepción), número 479 (1999): 223-224.

 

Hotel Marconi es la tercera entrega poética de Jesús Sepúlveda, después de Lugar de origen (1987) y Reinos del príncipe caído (1991). En ella encontramos, con un lenguaje más depurado y mayor profundidad, muchas de las preocupaciones temáticas y rasgos estilísticos de las anteriores, que son también los de la "generación post 1987", según la caracteriza el mismo Sepúlveda en un reciente artículo: "urbanidad degradada", escisión del sujeto, que deviene a menudo en ventriloquía; afán de transgresión; relato de "experiencias límites individuales (locura, alcoholismo, drogadicción, tráfico sexual, etc)", en contraste con "la representatividad política o moral de la colectividad" que se arrogaban los poetas de la generación precedente; tono autobiográfico, narrativo y coloquial; y abundantes referencias culturales, pertenecientes en su mayor parte al cine made in Hollywood, la generación Beat y la tradición "maldita" francesa (Verlaine, Rimbaud, Aratud). (1)

El poemario consta de dos partes bien definidas. En la primera, que llamaremos hablante principal especie de alter ego del autor (es identificado como "Jesús" en el poema "Seattle"), recoge sus vivencias, reflexiones y alucinaciones mientras se desplaza por la ciudad de Santiago y, posteriormente, de Santiago a Eugene (Oregon, EE.UU.), del extremo sur al extremo norte del continente, de la ciudad latinoamericana, bulliciosa y noctámbula, marcada por el exceso, a la provincia gringa donde "los días pasan sin que ocurra nada" y no hay "Ningún exceso" pero tampoco "Nada que exorcizar" (28). Y digo que el hablante se desplaza, porque en realidad no se mueve. Y no se mueve porque todos los escenarios son el mismo para quien está absolutamente desarraigado y desesperanzado: "pero qué importa / cuando uno está en ningún lado / y el silencio es un mal diálogo consigo mismo // Cuando has arruinado tu vida en una ciudad / ya la has arruinado en todas" (37). "[F]énix enredado / en sábanas de hotel que siempre se abandonan" (26), el hablante renace una y otra vez de sus cenizas pero su vuelo no lo lleva más allá de la próxima habitación de hotel, donde deberá nuevamente renacerse, en un ciclo sin fin.

Por eso, aunque el título de este libro parece ubicarnos en un espacio mucho más concreto que los sugeridos por los títulos anteriores de Sepúlveda, el Hotel Marconi es igualmente abstracto. Tiene nombre, pero no características definidas, y no se sabe siquiera cuál de los muchos hoteles en los que recala el hablante se llama Marconi. Más que un espacio físico, el hotel del título es un "lugar" mental que metaforiza el profundo desarraigo del protagonista: "Volveré a una habitación en cualquier ciudad / y derramaré los ceniceros // El pasajero ignora el nombre de la próxima estación" (27). Es, además, un lugar sociológico, que alude a la creciente homogeneización de países y culturas en la mal llamada "sociedad global" (esa sociedad diseñada por los medios audiovisuales y las transnacionales a imagen y semejanza de EE.UU.), y de la que el hotel es un emblema privilegiado: un Hilton de Santiago es idéntico a un Hilton de Nueva York e idéntico a un Hilton de El Cairo. De todos modos, Sepúlveda nos muestra que por debajo del barniz de (pos)modernidad, pervive inmutable el pasado, y ello no sólo, como sería de esperar, en América Latina, sino también, irónicamente, en el país del cambio por antonomasia, de tal modo que si en Santiago "las señoras van de compra / a ese mismo almacén que lleva abierto más de 50 años", en Eugene "los vaqueros continúan escupiendo / igual que hace 20 años en la TV blanco y negro" (50, 28).

En la segunda parte se pasa de esta voz fragmentaria y vacilante, pero al fin unitaria, a un "manicomio de voces", en que el autor cede la palabra, ensayando con maestría diferentes registros poéticos, a ocho figuras pertenecientes a diversas épocas y geografías, pero todas igual de marginales y enajenadas –si no más- que el hablante principal. Quizá porque en definitiva no son voces autónomas, sino las voces que lo habitan y a través de las cuales proyecta sus extremos, a menudo sórdidos, de desamparo (el feto abortado de "Sucia de moscas"), agresividad (el Cholo asesino, y caníbal de "Tango desnudo") y locura (el epiléptico de "Lula & Sailor").

La incomunicación es uno de los temas recurrentes del poemario, que se resume en una rotunda declaración de estirpe existencialista: "Siempre estaremos solos" (19). A lo largo de sus desplazamientos de bar a hotel y de hotel a café, el hablante principal (como también las voces del "manicomonio") intenta desesperadamente comunicarse, pero "un teléfono enmudecido es mi única fe" (26). Los contactos humanos escasean y cuando surgen, se limitan a órdenes ("Hoy me han expulsado / del único bar que nunca cierra" (38), cartas en cuyo destinatario no se reconoce (el "Yo es otro" de Rimbaud) y "Olores de mujer que se desvanecen" (39). En el asfixiante mundo del Hotel Marconi la amistad no existe y el amor no existe. Existe el sexo, pero teñido siempre de elementos grotescos (la "hembra [que] huele a leche de cachorros" y el "quiltro flaco y joven" que, contra toda lógica y conveniencia, "sin embargo se aparean" [10]) o maléficos (el encuentro del hablante con una "demonia imposesa sino en idioma extranjero" [15]). A falta de comunicación interpersonal, intenta comunicar a través de la escritura o evadirse de la realidad mediante el alcohol y las drogas, pero también infructuosamente: sus poemas son "Postales sin dirección que nadie recibirá" (27) y los "paraísos artificiales" se revelan como ineficaces infiernos artificiales, de tal modo que, por mucho que "El dipsómano / se ampar[e] en su propia mitología [,] // La realidad se filtra por un postigo inseguro" (25).

En la mejor tradición de las vanguardias, el libro está lleno de declaraciones metaliterarias sobre la inutilidad de la escritura y la imposibilidad de la comunicación poética: "Las palabras son un rito inservible", "Manuscritos ilegibles se apoderan del cuaderno", "Esta es una escritura maltrecha, malsana / que vuelve una y otra vez sobre sí misma / para no decir nada" (23, 27, 41; subrayado mío). Y sin embargo, estos marconigramas (según acertadísima metáfora de José Emilio Pacheco recogida en la solapa del libro) que nos lanza Jesús Sepúlveda desde su impreciso Hoel Marconi dicen mucho sobre el dolor, la soledad y el tedio vital, sobre la experiencia urbana (pos)moderna y el desencanto de una generación formada en la dictadura, que se siente incapaz de participar del discurso triunfalista de los artífices de la "transición" pero, a la vez, carece de referentes utópicos para canalizar su rebeldía que trascienda lo puramente individual, y no se agote a sí misma en un círculo vicioso y autodestructivo. Con lo cual, en última instancia, Hotel Marconi adquiere la "representatividad política o moral de la colectividad" que el autor se propone en principio evitar.    

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(1) "Poesía chilena de fin de siglo: la generación post 1987". Licantropía 8 (1998): 18-23.


 

 

 

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