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Columna:
TEXTOS INTOXICADOS I

“Cuando por ti quemo la Pipa de Kif”
Valle Inclán y la dama de la cabellera ardiente

Jesús Sepúlveda

 


 

 


“La cucaracha, la cucaracha / ya no puede caminar / porque le falta, porque no tiene / marihuana pa’ fumar”, cantaban los revolucionarios mexicanos en las tardes de sosiego. La relación entre sustancias espirituosas y la vida social no es nueva, aunque sí soterrada. Es quizás solo en momentos de revolución cuando su ocultamiento se devela. O cuando las mentes atentas de aquellos escritores inclasificables la ponen de manifiesto.

El cáñamo (cannabis sativa) es, sin lugar a dudas, una de las plantas domésticas más antiguas de la civilización. Sus usos eran múltiples: se utilizaba para confeccionar cuerdas y ropa, alimentos y medicina, velas y aceite. Es probable que su cultivo tenga una data de hace más de 7 000 años y que se haya iniciado en las faldas cordilleranas del Himalaya chino. Poco a poco su cultivo se extendió a otras regiones del mundo. A la India llegó aproximadamente en el siglo VIII a.C. En el siglo V a.C. la planta fue introducida en Europa. A América fue traída en las bodegas de las primeras carabelas de Colón.

Su primera clasificación se la debemos al botánico sueco Carolus Linnaeus, quien diferenció la planta en 1735. Dos siglos más tarde, el norteamericano Richard Evan Schultes distinguió tres especies: sativa, índica y ruderalis. En el mundo árabe se utiliza la palabra hachís para referirse a la hierba y kif –que tiene la misma raíz etimológica de placer (kayf)- para el derivado sólido de TCH concentrado. Los hindúes le dicen ananda para indicar “que produce vida”.     

En el siglo XV a.C. ya se hablaba del cáñamo en el Rhyya, tratado chino de botánica. Hacia fines de la Edad Antigua se lo menciona en el libro sagrado de los judíos: el Talmud. En el siglo XI surge en Persia la leyenda del Viejo de la Montaña, Hassan el Sabbah, antiguo condiscípulo del poeta Omar Kheyyam y de Nizam al Mulk, con quienes siguió las enseñanzas del sabio imán Novassak antes de caer en desgracia y retirarse al sur del Caspio al frente de un sanguinario ejército: los hassanssines (seguidores de Hassan y fumadores de haschisch) y de cuyo nombre proviene la palabra “asesino”. Más tarde, en 1423, Enrique de Villena menciona la alhaxixa (hachís), y en 1499, Fernando de Rojas usa la expresión “yerva paxarera” para referirse a uno de los ungüentos que la alcahueta Celestina aplica para aceitar las caras de las gentes. Rabelais habla de la fibra de cáñamo en el segundo libro de Gargantúa y Pantagruel publicado en 1534, mientras que en 1831, Andrés Bello resalta “la superior calidad del producto” como uno de los principales géneros de exportación y cuyos beneficios podrían influir “en el bienestar de la clase más numerosa del pueblo".

Aunque los hindúes consideraban la planta de cáñamo como una hierba sagrada que representaba la metamorfosis de los pelos de la espalda de Visnú y los escitas realizaban ceremonias embriagantes al esparcir semillas de cannabis sobre piedras incandescentes puestas en un hoyo en una choza completamente cerrada o los árabes la usaban como hierba recreativa, no fue sino hasta el siglo XIX que la literatura comenzó a hacer alusión a sus propiedades psicoactivas.

En París hubo dos círculos de fumadores de hachís. Uno fundado por el doctor Moreau de Tours quien escribió en 1845 un tratado sobre el hachís y la alienación mental, y otro frecuentado por los principales poetas, escritores, artistas y bohemios de la época: el “Club des Haschischins”. A este círculo solían acudir Balzac, Víctor Hugo, Dumas, Nerval, Gautier y Baudelaire que, en sus Paraísos artificiales, inscribe su preferencia por el opio antes que por el hachís. 

El tema también se hizo sentir en nuestro modernismo finisecular. José Martí escribió en 1875 un poema dedicado en su totalidad al cáñamo: “Haschisch”. En 1888, Rubén Darío publicó el cuento “El humo de la pipa”, y en 1903, Horacio Quiroga asumió el tema desde una perspectiva realista publicando un cuento homónimo al poema martiano. Sin embargo, no fue sino el peculiar escritor gallego, Ramón del Valle-Inclán (1866-1936), quien mejor retrató el efecto psicoactivo del cannabis en su extraño y lúdico poema de dieciocho claves líricas, La pipa de kif, publicado en 1919. Y aunque las referencias directas al kif sólo aparezcan en tres claves, “el poema en su totalidad –tal como lo señala Jorge García-Robles- huele a cáñamo y parece estar envuelto en grandes y arremolinadas volutas de humo azul kifqueano”.

El poemario en sí recoge formalmente el espíritu rubendariano: “Darío me alarga en la sombra / Una mano, y a Poe me nombra…Cantor de Vida y Esperanza, / Para ti toda mi loanza”. La rima y el lenguaje tienen un tono juguetón con melopeyas gratuitas que le dan ligereza al texto: “Llevo mi verso a la Farándula: / Anímula, Vágula, Blándula”. A veces, un eco creacionista resuena en el poemario: “Hay que crear eternamente / Y dar al viento la simiente”. El contraste entre la vida rural decimonónica y la modernidad química del siglo XX -motivo latente de la generación del 98- surge con claridad al comparar “La tienda del herbolario” (clave XVII), donde se halla un “Embalsamado breviario, abierto / Sobre las sombras de un hondo huerto”; y la “La rosa del sanatorio” (clave XVIII), donde “Bajo la sensación del cloroformo / Me hacen temblar con alarido interno, / La luz de acuario de un jardín moderno. / Y el amarillo olor del yodoformo”. Con gracia, este poemario tampoco deja fuera la yuxtaposición verbal vanguardista: “Yo anuncio la era argentina / de socialismo y cocaína”. Interesante es el texto entre las claves VII y XVI donde se narra una historia, un crimen y la vida diaria de Medinica, mostrando las dotes de dramaturgo del creador de los esperpentos. Pareciera que hay un alma nacional que Valle-Inclán quisiera retratar: “Y saluda una voz netamente española: / -He d’ir a Medinica cuando te den piola”. Y es precisamente allí donde hacen su aparición una moza castellana, un jaque baladrón, doña Estefaldina “la infanzona”, el caserón de los Vargas, los chulos con navaja y las daifas cariñosas, mientras al fondo se ven los tricornios en “los monolitos / Del camino, [donde] fuma la Guardia civil”. Hay, por cierto, un aire a romancero que no deja de evocar el cántico garcialorquiano, inscribiendo este peculiar libro como bisagra entre el modernismo y la generación del 27. 

Dan cuenta también de una visión orientalista imágenes como “Cabellos de oro” y “aromas y gemas de un cuento oriental”, entretejidas con repetidas referencias al Viejo de la Montaña: “Divino penacho de la frente triste, / En mi pipa de humo da su grito azul, / Mi sangre gozosa claridad asiste / Si quemo la Verde Yerba de Estambul”. O: “Yerba del Hombre de la Montaña, / El Santo Oficio te halló en España. // Cáñamos verdes son de alumbrados, / Monjas que vuelan, y excomulgados”. 

Ramón Gómez de la Serna asegura que Valle-Inclán “presumía de faquir no sólo porque apenas comía, sino porque fumaba hachís”. “Yerba que inicias a los fakires, / Llena de goces y Dies Ires. // (Kif-yerba verde del persa-es / El achisino bhang bengalés,” rezan dos dísticos de la penúltima clave. En su segundo viaje a México, invitado por el gobierno de Álvaro Obregón en 1921 a dictar charlas organizadas por el entonces secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, Valle-Inclán emprende viaje a Guadalajara para visitar al poeta colombiano y asiduo usuario de cannabis, Porfirio Barba Jacob. Cuenta Fernando Vallejo que en aquella ocasión ambos autores le rindieron culto a la “dama de la cabellera ardiente” -tal como se le decía entonces a la planta de cannabis- y que a su partida, Valle-Inclán embarcó “una silla de obispo con el respaldar y el asiento rellenos de marihuana”. Genio y figura de exquisita imaginería, cuyo discurrir descentrado hace depender la escritura de su pipa: “Se apagó el fuego de mi cachimba, / Y no consigo ver una letra”.

Fortuna es que Valle-Inclán no haya publicado su texto intoxicado en su viaje a México, puesto que casi inmediatamente después del término de la Revolución en 1920, la venta de marihuana fue penalizada, siguiendo el ejemplo de las leyes dictadas en California en 1913: preámbulo a la guerra contra las drogas iniciada en 1930. Las leyes, sin embargo, pasan; la poesía queda:

¡Verdes venenos! ¡Yerbas letales
De Paraísos Artificiales!

A todos vence la marihuana,
Que da la ciencia de Ramayana.

¡Oh! marihuana, verde neumónica,
Cannabis índica et babilónica.

Abres el sésamo de la alegría,
Cáñamo verde, kif de Turquía.



 

 

 

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