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Columna:
TEXTOS INTOXICADOS III

La poesía y el alcohol

Por Jesús Sepúlveda

           
                                                                     

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“El fantasma del delirium tremens desembarca en el puerto de la desesperanza y pulula en la copa de los poetas”. Esta imagen recurrente, que narra el derrotero de los herederos del Misterio y hacedores del lenguaje, se repite una y otra vez en la historia de la literatura como hollejos de lagar. Porque bajo el volcán de la psique literaria que auscultan los gatos negros y los faunos enfermos de la imaginación, han trenzado sus primeros pasos la poesía, el alcohol y el suicidio. Aunque también haya sido un gran espectáculo: neón coqueto que alumbra las vitrinas del mercado mientras Ganimedes llena las copas de las bacantes en la gran bacanal. Es la vid.

El arte de la viticultura se remonta a Armenia a unos 6 mil años a.C. Luego se extendería como una larga parra mediterránea que daría origen al culto báquico. Los griegos celebraban sus fiestas dionisíacas cuatro veces al año para apaciguar al dios del vino; el mismo que hizo que Penteo, tirano de Tebas, fuera devorado crudo por su madre y sus tías en una bacanal del bosque antes de recobrar la “conciencia rutinaria”.

Antonio Escohotado afirma que en las bacanales “no se imponía la promiscuidad a nadie aunque sí se prohibía que se impusiese la castidad a cualquier otro”, fuese cual fuere su sexo. Las fiestas de la vendimia eran verdaderos carnavales que servían de válvula de escape a la presión ejercida por una civilización en ciernes.

Para Nietzsche, tales fiestas eran un fenómeno estético que justificaba la existencia del mundo. En efecto, el marco de interpretación griega de la realidad se fundaba en su sentido trágico que provenía de dos fuentes primordiales: el mundo apolíneo de los sueños y la embriaguez dionisíaca. Ambas fuentes no estaban, sin embargo, separadas, sino que eran potencias artísticas de la naturaleza, fuerzas vitales. Dice el filólogo alemán que “la ebriedad es el juego de la naturaleza con el ser humano”. En tal sentido, el exceso destruye el velo del mundo como un acto de redención y transfiguración dionisíacas. La desmesura se muestra entonces como verdad, desbordando el conocimiento de sí mismo para que el individuo no sólo sea artista sino que se transforme en obra de arte. Para Blake, éste era el camino al palacio de la sabiduría, aunque no siempre estuviese libre ni despejado de maleza.

Después de la Guerra del Peloponeso, la hegemonía del Mediterráneo tuvo su capital en Roma. Los ocho siglos de pax romana no dejaron de ser ambiguos en relación al culto báquico, aunque los patricios disfrutaran a destajo del néctar de los dioses. En muchas ocasiones el senadoconsulto contra las bacanales se utilizó como arma política contra los enemigos del Imperio. En 186 a.C., el cónsul Espurio Postumio intentó reprimir a los seguidores de los Misterios de Baco, sin sospechar que la “peste dionisíaca” duraría tanto como su prohibición y que, como lo asevera Escohotado, sólo terminaría una vez que Baco fuera asimilado oficialmente al dios romano Líber. Más tarde, la cristiandad levantaría el cáliz de la comunión que se extendería per secula seculorum.

Las primeras vides llegaron al Nuevo Mundo con los conquistadores. Los sarmientos ibéricos treparon a los parrones americanos transfigurando la dieta y el paisaje. En 1524 Cortés ordenó a los encomenderos plantar viñas españolas y autóctonas para acelerar la hibridación. Esta práctica pronto prendió en el resto del continente. De acuerdo a Claudio Gay, los primeros viñedos chilenos fueron plantados antes de 1548, introduciéndose más tarde nuevas cepas y novedosas técnicas de vinificación.

Entre los muchos escritores que han hecho suyo el primer vaso de vino se encuentra el poeta chileno Jorge Teillier (1935-1996), que prefirió “morir de vino antes que de tedio”. Para otros, en cambio, “el alcohol es la luz”, como para el boliviano Jaime Sáenz (1921-1986), quien hizo del cuerpo una transparencia a fin de “mirar el otro lado de la noche”.

El crítico Dwight Heath ha señalado que “la intoxicación [andina] es una especie de ofrenda del cuerpo, tanto como un signo de represión y exceso”. Pero para Sáenz no es ni lo uno ni lo otro, sino un vehículo numinoso de conocimiento, donde “sacarse el cuerpo” es un modo profundo de “penetrar en las tinieblas”. Los títulos de dos de sus poemarios, Las tinieblas (1978) y La noche (1984), ilustran su “poesía que medita la palabra, y la palabra que medita la poesía”, porque al sacarse el cuerpo, el sujeto logra “una unidad esencial con el mundo, donde todo es lo mismo y, a la vez, distinto”. El cuerpo se revela entonces como fuente de conocimiento, quedando traspuesto en la oscuridad de la noche que trasparenta el significado de las cosas y alumbra al individuo que busca el conocimiento; o su metáfora: la piedra imán. Es precisamente ésta la que le da título a su libro póstumo, La piedra imán (1989), obra cúspide de su pensamiento poético.

El alcohol, sin embargo, también puede ser un líquido que mate a los vivos, aunque conserve a los muertos, tal como lo señala el boliviano Humberto Quino (1950) en su Diccionario herético de 1994. A fin de cuentas: omnia in vineam Domini est.

Además del vino, la poesía sobre el alcohol también ha abordado otras bebidas espirituosas y su repertorio es amplio. El salvadoreño Roque Dalton (1935-1975) escribió su largo poema Taberna al compás de las rondas de cerveza una primavera en Praga antes que los indignados de entonces salieran a las calles. Y aunque en su poema la palabra pivo no aparezca en ninguna parte, la espuma de la cebada parece ser el agua donde navega el conversatorio daltoniano. Cuenta Dalton en uno de sus poemas una anécdota con el poeta chileno Enrique Lihn (1929-1988) en la calle Bandera de Santiago de Chile. En aquella ocasión la mesera se negó a venderle otra cerveza porque “ya estaba demasiado borracho”, y la prueba de ello era que insistía en hablar raro, haciéndose el extranjero “cuando evidentemente era más chileno que los porotos”.

Tal conversacionalismo alcanza su punto máximo en Taberna, donde se escenifican múltiples voces reunidas en la cervecería U Fleků. Allí, la bebida medieval –fabricada de mosto de cebada y flores de lúpulo- aromatiza el contexto del poema: la Guerra Fría. Y mientras las distintas voces polemizan sobre poesía, arte, política, filosofía, estética, sexualidad, socialismo, capitalismo, budismo zen y cultura popular, van surgiendo referencias a Churchill, Marx, Neruda, Proust, Ginsberg, Dostoievsky y Shakespeare, colándose de paso Vietnam, Cuba, África, Pelé, Walt Disney y Mandrake el Mago. Guirigay del siglo XX con una pequeña dosis extra: Lucy, que ha partido con otro, y “ese libro de Trotsky en la mesa de noche”, con el que da miedo dormir sin compañía. Crítica encubierta que no impidió que el jurado del Premio Casa de las Américas fallara a favor del manuscrito en 1969. Hay quienes creen, no obstante, que tanta libertad de pensamiento catapultó la temprana muerte de Dalton a manos de sus propios camaradas de armas. Paradojas de la guerrilla, y paradojas de un poeta aventurero que, luego de haber burlado la pena de muerte saliendo de la prisión durante el terremoto de 1965, sería ejecutado en forma canallesca por los gatilleros del fanatismo. ¡Oh, Roque! Dimitte illis, quia nesciunt, quid faciun.

Otro borracho ilustre fue el cubano Severo Sarduy (1937-1993), poeta y escritor neobarroco, muerto de sida en París durante su exilio. En su breve texto Bloody-Mary (jugo de tomate con vodka), Sarduy narra sus distintas etapas etílicas: “Primero bebí por festejar”, luego “para obturar…la realidad” y, “finalmente, por aburrimiento, para atrapar un adjetivo huidizo, por repetición”. Esta noción de repetición es un movimiento de sustracción por cuanto arroja al ser humano a su interior abstracto y vacío. “El alcohol atenúa o suscita una constatación: la vacuidad de todo”. Pero si la repetición es, en términos de Kierkegaard, la concreción de lo pensado, su materialización presente, el acto de beber es la puesta en escena de un pensamiento en libertad. Por eso la moderación etílica es un asunto de dosis más que de voluntad o abstinencia y un ritual antes que “teatralidad y desmesura histérica”.

La pulsión de la repetición es además escritura: potencia de la conciencia que restaura la integridad perdida en la separación del ser consigo mismo y con el cosmos. “La repetición del alcohol”, en cambio, es un ritual de “compulsión apacible”, una lenta intoxicación.

Walter Benjamin señala que la intoxicación es una iluminación profana, un desplazamiento que reemplaza la vigilia racional con la agencia de lo maravilloso, aunque todo tenga un límite: la dosis que no debe ser exacerbada. De otro modo, el exceso provoca el “desajuste social y orgánico” que -para Sarduy- borra el “protocolo del cuerpo”. 

Y como ya dijimos una vez: “el vehículo de la alteridad que transporta a ese estado alterado de conciencia es el cuerpo. Sin su ayuda, la mente se estrella contra el vacío. Y se multila”. Entonces la oscuridad lumínica se vuelve sombra y el alcohol pierde su espíritu, haciendo que el sátiro cabruno caiga en la depresión y olvide la alegría de vivir.




 

 

 

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