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A 50 años del golpe de Estado

Jesús Sepúlveda
Publicado en Simpson 7  (nro. 10, septiembre 2023)


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El fascismo es instintivo. No es programático ni racional: es visceral. Surge de un malestar generalizado que se manifiesta con violencia para satisfacer las ideaciones que maquina el poder político. El poder político desestabiliza, destruye, bombardea. Produce descontento. Erige una torre, o varias, en medio del caos, que ha perdido su esencia carnavalesca y comunitaria. Desde la azotea de esas torres el poder político observa con afán de control absoluto. El totalitarismo político se sirve del miedo para extender su manto oscuro como noche en toque de queda. El miedo es una jaula sin rejas, una prisión mental, cuyos barrotes invisibles son tan férreos como si de verdad existieran. Son los muros de un cuarto sin ventanas que acortan la vista.

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Cuando el corral del miedo cerca la imaginación, los territorios se calman. El período del Terror fue la vacuna que puso fin a la Revolución francesa y le allanó el camino a Napoleón. La dictadura fue esa larga noche que truncó la vía chilena al socialismo. La pandemia, o su efecto, apagó el estallido que también fue malestar y desasosiego. El poder tiene siglos de experiencia mientras que los sojuzgados que se han sublevado solo tienen una o dos generaciones de aprendizaje y memoria. Por eso recordar es crucial. Y conmemorar, aún más. Cuando nos acordamos en conjunto, se afianzan los lazos y se profundiza la conexión. Hay unidad.

El enclaustramiento, en cambio, fomenta el temor. Así como el niño que sufre de terror nocturno y pide que alguien lo proteja, los pueblos domiciliados y sitiados aspiran con angustia a la seguridad y las certezas. No más cambios, opinan. Solo una vereda limpia donde poder caminar.   

Difícil es alumbrar la conciencia cuando ha sido bloqueada, apagada, amedrentada, traumatizada. Difícil encender la conciencia de otro, u otra, a menos que sea instruyendo y educando. Discernir es un acto de seres libres. Nadie puede forzar a otros a liberarse. Aquello sería un oxímoron. La libertad es un acto de conciencia, y la conciencia, un estado psíquico, emocional, intelectual y espiritual. Una conciencia libre es autónoma porque vibra y piensa con independencia. No hay nada más bello en el anarquismo que una conciencia liberada del corral.

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El alcohol y las drogas que se consumieron a destajo en época de dictadura y en los primeros años de la transición no ayudaron a esclarecer la conciencia. Por el contrario, desarticularon el tejido social y deprimieron drásticamente a una generación que tuvo que resignarse a las migajas de la medida de lo posible.

Las plantas maestras enseñan el camino del corazón, que alumbra la conciencia. Las drogas sintéticas y sus derivados, en cambio, apagan la luz interna, que poco a poco se inunda de lagunas insondables. Antes de construir una vivienda, el ser humano habitó en su conciencia. Los griegos le llamaron oikos a esa morada antigua, en cuya casa se organiza la (eco)nomía y se respeta la (eco)logía. Sin conciencia la economía no es satisfactoria y la ecología es una crisis. Chile ha mal construido una economía exclusiva e injusta, cuya matriz productiva es profundamente antiecológica. Esto es síntoma de una conciencia dañada en forma transversal.

Los chilenos seguimos en un proceso de sanación. Ante el exceso de realidad y el sufrimiento insoportable, un gran número de personas ha preferido aturdirse. Otros optamos por marcharnos. Ante el trauma, se implora el olvido. Es una forma de sobrevivencia. Hoy esa droga se llama tecnología, pantallas, luminiscencia que activa la dopamina. En los años noventa se llamó consumo y mall.


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La pregunta es: ¿cómo cultivaremos un país donde prevalezca el derecho de vivir en paz?

La raíz indoeuropea de la palabra paz es peg, que significa coagular. Chile no ha dejado de sangrar ni ha frenado su hemorragia. Ha habido demasiados muertos y mutilados, gente cegada y torturada. Desaparecidos. Detenidos y vejados. Relegados, marginados y exiliados. La lista de atrocidades es larga. Es un prolongado etcétera que afecta a todos en mayor o menor medida. La herida abierta que sigue sangrando es, sin lugar a dudas, el golpe de Estado. Es indiscutible que bombardear el Palacio de Gobierno y provocar la muerte del presidente fue un crimen: raíz de nuestra herida.

Falta mucho para dejar ser y aprender a coexistir. Y esto no es un juicio de criminólogo. Hay nombres y apellidos que quisiera olvidar porque encarnan el dolor y catapultan el estrés oculto que genera el trauma colectivo. El país tiene una herida que no ha cicatrizado.

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Todos reunidos en torno a una radio que emite bandos militares. Imagen del Golpe o recuerdo grabado como si fuese memoria ajena porque muchos que entonces éramos niños se acuerdan de lo mismo.

Yo solo sé que hubo una bandera a media asta y una corbata negra. Me acuerdo del helicóptero sobrevolando el parrón de la casa y un murmullo que se extendía por el pasillo en penumbra. Al fondo hay una puerta que no se abre y se tranca. Incertidumbre. Tal vez terror.

Tengo casi seis años. Me enfermo de nefrosis y paso otros siete hinchándome y deshinchándome como médium poseído por una jauría de demonios que cada cierto tiempo debo exorcizar. ¿Qué pasó? No tengo palabras: solo sensaciones.

Internalizo el miedo, el nerviosismo, la depresión de los adultos. Algo pasa, o pasó algo. Y eso que ha pasado se pega como lapa a una roca, que ni la espuma de la indiferencia ni la violencia que se hereda pueden soltar. Con el tiempo, y sea como fuere que eso que pasó se pegó a nuestra alma, desarrollaremos una opinión. Tendremos un punto de vista, una interpretación y quizás hasta una postura política.

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Milité en la mayoría de las juventudes políticas de izquierda. Era adolescente y mientras crecía se multiplicaban las protestas. Mi madre se quedaba con el corazón en la mano cuando me veía partir. No era para menos. En esas noches de toque de queda y apagones, salían disparos de autos con vidrios polarizados. Una noche llegaron tres camiones militares. La fragilidad deja de ser un concepto cuando la violencia mediatiza lo real. En unos años habría un intento de magnicidio. Aunque desigual, las esquirlas de la violencia saltan en todas direcciones.

Pronto adquirí una perspectiva y construí una narrativa: un locus de enunciación. Me imagino que todos lo hacemos, ¿o no?

Una mañana tuve que huir despavorido porque una horda de nacionalistas furiosos me persiguió por el patio del colegio. Querían lincharme. Me acusaban de ser intelectual.

El liceo fue, sin embargo, una experiencia paradójicamente esplendorosa: reuniones clandestinas, enamoramientos, panfletos en el baño. Y también una gesta histórica: la toma de un liceo que le costó el puesto al ministro de Educación de la época. También fue la primera de varias detenciones que sufriría.

Pronto me llamarían a control de cuadros y me expulsarían de las filas de las juventudes políticas. Mi energía rebelde estaba puesta en la poesía. Me di cuenta entonces de que cuando algo nuevo se crea, el mundo antiguo comienza a reaccionar.   


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La historia se inscribe en el ser de los individuos. Somos -aunque muchos no estén de acuerdo y arguyan estados de pureza- la acumulación de todos los eventos y la suma de todo lo ocurrido: desde el origen del universo, hasta esta mera palabra que tú, honesto lector, lectora, estás leyendo en este mismo momento.

En el mundo de los chamanes no hay coincidencias. Quizás en el mundo de la literatura tampoco. Todo es un tejido de significaciones: un textum. Lo que hacemos es una narrativa de lo que nos pasa, o pasó: una interpretación. A veces lo que nos pasa se esconde. Es un trauma. Otras, es un bulto que se ha hecho desaparecer. La tragedia no es la narrativa que desaparece, sino la ausencia del narrador. Y sin una narración que incluya las voces de todos, todas y todes, la mesa del comedor se vacía y sus habitantes se entristecen en una casa muerta.

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Para no seguir cansados de este mundo, es necesario hacer memoria y darse cuenta de que no podemos eliminar al que piensa distinto. Hay que aceptar la diferencia. Hacerlo es una gracia y un don. En el budismo el desapego mayor es desprenderse del propio punto de vista. Solo así se logra escuchar al que es distinto y diferente.

Somos una constelación de peculiaridades, no una masa amorfa, maleable e instrumentalizable. Y en nuestra peculiaridad, cada uno es único e irrepetible. Ergo: no es posible esperar que los otros sean o se comporten como uno quiera. Pensar así crea neurosis, aunque el neurótico no sea necesariamente un asesino. Solo cuando se aniquila al otro estamos frente a un crimen. Y para eso están los Tribunales de Justicia (aunque no siempre sean imparciales ni competentes). Los discursos que justifican la aniquilación del otro son una provocación y promueven el odio. Quizás son la antesala del crimen. La mente asesina piensa en aniquilar al que es diferente y opina distinto. Su objetivo es su destrucción.

El derrumbe de Occidente surge de su pulsión aniquiladora, que también es autodestructiva. Cuando la solución a los desacuerdos es la muerte significa que jamás hubo solución.

El psicópata narcisista no siente empatía ni se conmueve ante el sufrimiento. Reduce el mundo a sus instintos tanáticos y su ambición de poder. No hay dictador que no haya conjugado violencia y poder. Y no hay dictador que no haya pensado que estaba en lo correcto. Somos una multiplicidad de sueños y deseos que florecen en forma aleatoria en el jardín planetario. Eso es algo que el megalómano no puede soportar porque quiere que todo esté bajo su control. Ni flores, ni abejas ni moscardones. Nada multicolor. Su mundo es grisáceo y solemne como un funeral. Todos en fila y uniformados. Sin embargo, en su sanación, que no es exculparlo, se nos va la vida y el sueño de un mundo nuevo.

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Los individuos traumados actúan por miedo o simple instinto de sobrevivencia. El malestar transformado en herramienta política por los sistemas de poder es el arma del totalitarismo. La frustración perturba el alma y genera lasitud. Un individuo brutalizado y malamente educado no tiene capacidad de discernimiento. El ideal iluminista ha sido reemplazado por la colonización de la conciencia.

La estandarización ha barrido con la reflexión y el pensamiento crítico. El espectáculo de las pantallas que mediatizan el ser interno no solo cosifica al individuo, sino que lo consume. Vivir en ese espectáculo significa entrar en un mundo unidimensional donde rige la intolerancia y nadie se escucha.

Pero escuchar no significa tolerar lo inaceptable.

Los años de dictadura estuvieron marcados por la violencia estructural y sistémica de un modelo de vida. Hubo víctimas y victimarios. El despliegue de la dictadura fue la aniquilación del oponente político. La dictadura se instaló en la conciencia a través de un televisor en blanco y negro con un hombre de bigote hitleriano hablando sin interlocutor. Las dictaduras no dialogan. Marginan al que quiera preguntar y exterminan al que quiera contestar. Son unívocas y buscan su perpetuación.

El neoliberalismo, encumbrado hoy a modelo corporativo global, no estimula la democracia, al contrario, la asfixia y la ahoga. Su imposición en Chile fue un experimento y los chilenos, los conejillos de Indias de ese laboratorio social.

No fue sino con una gran revuelta que comenzó en 1983 y duró cinco años que ese hombre de bigote hitleriano aceptó llamar a un Plebiscito para apaciguar las conciencias que empezaban a despertar. Fue una forma de salvar su cabeza (digo: es un decir). Cuando partió, o hizo que partía, dejó intacto el modelo de vida. El resto de la historia ya la conocemos. 

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Cierto es que la Unidad Popular fue un carnaval caótico de ideas, proyectos políticos, polémicas, debates y utopías. También hubo marchas, linchacos, cordones industriales, paros, poder popular, federaciones, colas y polarización. El símbolo de la araña de Patria y Libertad y el puño con el martillo y la hoz se desplegaron en el imaginario colectivo. Los murales, la poesía, la música fueron la expresión cultural de un pueblo que no solo se sublevaba, sino que también se empoderaba para que los poderosos de siempre, esa oligarquía enquistada desde el siglo XIX, aceptara desprenderse de algunos de sus privilegios y prebendas.

La lucha simbólica antecede a la agresión física. Entre medio de tantas consignas, hubo una gama variopinta de símbolos que fueron más allá de sus propios límites. Y en ese teatro de símbolos y declaraciones, hubo atentados, se habló de fusiles, salieron los tanques, se fue allanando el terreno para imponer un solo punto de vista. El mundo estaba dividido. Eso hizo fácil jugar a la teoría del empate: ojo por ojo, diente por diente. Claro que hubo instigadores y dinero. También hubo una escuela abierta en Panamá donde se graduaron los oficiales más destacados y sanguinarios de las Américas. La desaparición del otro fue su política institucional.

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“Al fin estás cansado de este mundo antiguo” escribió Apollinaire en 1912. Un nuevo lenguaje puede construir un nuevo mundo. Es tiempo de dejar partir el rencor que enferma y envenena, de recordar juntos y escuchar sin levantar la voz ni golpear la mesa. Se dice que los verdaderos maestros hablan bajito y que las mujeres sabias escrutan a su gente.

No hay razón para cancelar al que piensa diferente, degradar al que se viste de otro modo, deshumanizar al que ama de una manera poco convencional. Todos tenemos un color de ojos, una estatura y una catadura. Incluso las hermanas gemelas tienen algo que las distingue.

El que arroja la primera piedra está sin duda henchido de una profunda convicción que lo hace peligroso. El que gatilla primero siente que su rabia es merecedora de compasión. El tribalismo es el cántico de los regimientos, de los escuadrones de la muerte, de las patotas donde el cobarde esconde su cara. Ni la segregación ni las reducciones de los pueblos, ni los barrios marginales que afloraron durante esos diecisiete años, cuyo desastre económico dejó a más del 40 por ciento de la población bajo el nivel de pobreza, son el sueño de un país sano.      

Aunque no se haga desaparecer de manera física al rival, segregarlo, apartarlo o demonizarlo es otra forma de eliminación del que piensa diferente. Denostar al oponente, ningunear al adversario, burlarse del que es distinto es vivir en la polis de la exclusión y el aislamiento. Chile ha dado muchos pasos adelante y muchos otros atrás. ¿De qué nos sirve construir un mundo de enemigos? Quedarse encerrado en su propio rancho no es la forma de vivir, menos de coexistir.

Han pasado 50 años desde que se cerró el telón del teatro nacional. Todo ocurrió en un día, que pronto fueron meses y años de sangre y prisiones y campos de concentración. ¿Podemos hablar de un holocausto chileno? ¿Fue esa barbarie el silencio de la poesía?

Tratar de imponer el propio punto de vista por todos los medios posibles, incluyendo la tortura, el daño y la desaparición del oponente, es un crimen. Por lo menos, pongámonos de acuerdo en eso. Conmemorar es acordar y recordar.

La plenitud es la nulidad del ego: trascender de la cáscara interna a lo sagrado que está afuera. Eso es dar la mano, abrazar, volver a conversar con el hermano y la hermana, comprender al padre. No todo pasa por uno. “Antes de que los dioses estuvieran allí, los bosques ya eran sagrados”, escribió Gastón Bachelard. Las aguas, las montañas, los árboles, son personas ancestrales. Esto es algo que también debemos recordar.

El totalitarismo y el dogmatismo son las dos banderas del mundo antiguo que avalaron los crímenes del siglo XX. Ya estamos cansados de lo mismo. La casa es grande y larga como un Quijote enamorado. Construir una economía que dignifique y una ecología sostenible no es un deseo terco. Es tolerancia y es amor. 


12 de junio de 2023


 

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