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Fragmentos del prólogo escrito por Luis E. Cárcamo –Huechante para el libro
Poemas de un bárbaro de Jesús Sepúlveda
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Un deseo y un afán de permanencia a través de la escritura, aunque también su inestabilidad y desasosiego, animan y agitan la persona—como persōna: máscara—que emerge en estas páginas. Los “poemas” de Jesús Sepúlveda dan cuenta de una poesía que se cuida de su acontecer en el lenguaje escrito. Cada poema es aquí, en esta poesía, gramática y a la vez rito. En la medida que avanzamos en su lectura, que pasa el tiempo cronólogico e imaginario de estos textos, su lenguaje se va dotando de mayor pulcritud y complejidad. Más aún, Sepúlveda va haciendo más y más patente su elaboración del poema como una marcada tensión entre desborde y medida, delirio y equilibrio, en el tramado tenso y contradictorio del lenguaje. Así, cada poema se halla urdido en el paso a paso de los signos, donde se sincronizan sus efectos simbólicos y literales, sus voceos, pausas y silencios. Esto es lo que se condensa en el título de este volumen, Poemas de un bárbaro: un libro que se sitúa en la tradición del poema al tiempo que invoca un sujeto auto-figurado como “bárbaro”. Es como si la civilidad literaria del poema contuviera—para enmarcar y liberar a la vez—a un sujeto que, por efectos metáforicos y simbólicos, se sale de dicho marco.
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A medida que avanzamos en la lectura de este volumen, Sepúlveda expande y amplifica su exploración en las posibilidades metafóricas y simbólicas del lenguaje poético. Poesía de transiciones y trances constantes. A contrapelo de los coloquialismos y exteriorismos reinantes en el posvanguardismo de la poesía latinoamericana de la segunda mitad del siglo veinte, aquí hay un retorno a una ruta simbólica de lenguaje.[1] De esta manera, Sepúlveda revive el culto y el cultivo del poema como posibilidad de constituir planos simbólicos de representación que se sobreponen a la cotidianeidad, recuperando el diálogo con el simbolismo a lo Baudelaire. En otro nivel, su laborioso trabajo en la imagen da cuenta de una bien asimilada lectura de la poesía moderna y contemporánea, al igual que de la incorporación de los modos de representación presentes en la riqueza imagística y a la vez simbólica de determinada pintura (por ejemplo, Hieronymus Bosch). Al mismo tiempo, en estas páginas, el sujeto deposita su confianza en el numen de la poesía, en su capacidad de incitar imágenes y realidades, en una especie de revival romántico en pleno fines del siglo veinte e inicios del veintiuno, acaso recuperando algo de ese pathos sesentero legado por las poéticas impulsadas por la generación beat en los 50 y 60 en Estados Unidos. De hecho, la residencia de Sepúlveda en Eugene, Oregon, acrecienta esta fe filial: un town del noroeste americano que, en medio del mall de la globalización y la entraña imperial, no deja de tener una atmósfera residual del “latido” contracultural de los ya lejanos 60. Es así que también lecturas políticas como la de los escritos del anarquismo verde de John Zerzan marcan su desasosiego con el orden “civilizatorio”. Sin embargo, estos diálogos poéticos, estéticos y políticos se complejizan bajo la mediación de su creativa asimilación de registros de una contemporaneidad más escéptica que utópica, desde la poesía de Enrique Lihn y Gonzalo Millán en Chile hasta John Ashbery o los “objetivistas” en Norteamérica.
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Poesía en que las experiencias de los viajes se vuelven omnipresentes, sean viajes literales o figurados. En esta dimensión, en los textos de Sepúlveda de los ’80 e inicios del ’90 se registra una frecuente referencia a la circulación barrial y urbana de las drogas, como desafío juvenil y tribal a la ley y a la policía.[2] Sin embargo, progresivamente desde mitad de los ’90 en adelante, su poesía va transitando desde dicha referencialidad sociológica, e incluso autobiográfica de las mismas, a una incorporación de los alucinógenos como imaginario y medio de emprender otros “viajes” en la esfera subjetiva, discursiva y representacional. De allí que, al leer estos textos, transitamos desde la referencialidad a las posibilidades estéticas y epistémicas de las drogas alucinógenas. Estas constituyen recursos poéticos y epistémicos para “transportar” la subjetividad y el lenguaje a otros estratos de (re)presentación. Se nos presentan imágenes intensas que se pliegan sobre su propio efecto alucinatorio, trastocando sentidos—en lo semántico y lo sensorial. Es como si viéramos un film de estirpe alucinógena del tipo Naked Lunch (1991) de David Cronenberg, película inspirada en la novela del mismo título de William Burroughs. En la escritura de Sepúlveda, estos trances hacen que su lenguaje se vaya volviendo cifradamente simbólico. Lectores o lectoras nos vamos sumiendo en estos “viajes” del sujeto escritural bajo el efecto de complejas construcciones, flujos y superposiciones de imágenes.
En tal discurrir, la realidad misma se vuelve tránsfuga. Lugares, realidades, escenas, se van trasponiendo. El poema es alucinación. Y quienes leemos (o escuchamos) somos invitados o invitadas a leer estos poemas como si fueran alucinógenos de la mente. En este cauce, el campo semántico ligado a la naturaleza se vuelve omnipresente en varios pasajes/poemas. Particularmente, en los textos que Sepúlveda ha escrito en la última década, las plantas se hacen parte del ánima de su (ir)realidad. Se trata de una naturaleza de poderes alucinatorios, de alcance surreal y metafísico. Acaso por la omnipresencia de un mundo vegetal y matérico de dichos alcances, al leer muchos de los poemas de Sepúlveda uno no puede dejar de pensar en la narrativa de la escritora chilena María Luisa Bombal o la poeta argentina Alejandra Pizarnik. Sin embargo, en un afán que no se limita a una búsqueda literaria sino cognitiva, el mundo alucinógeno lleva a Sepúlveda a invocar las posibilidades liberatorias del ritual. En esta fascinación chamánica de Sepúlveda, no cabe duda la importancia de sus lecturas de autores como el poeta Néstor Perlongher o el antropólogo Carlos Castaneda, pero sobre todo un deseo propio que ya estaba presente en el submundo “drogo” de su primer libro, Lugar de origen. Lo que ocurre es que en su etapa más reciente de escritura, Sepúlveda ha transformado dicho interés en un deseo personal, epistémico y cultural de mayor complejidad. Ha optado así por un más radicalizado “darse a” experiencias fuera de la racionalidad occidental, viajando a través de otras culturas y lugares. Esto le ha permitido aproximarse y valorizar otros saberes, particularmente experiencias rituales y cognitivas nativas basadas en el vínculo ceremonial, corporal y psíquico con plantas, materias y espíritus. Así, a partir de poemas como “Wirikuta”, el autor registra su traducción poética del contacto con variadas experiencias de este tipo.[3]
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Así, esta compilación poética registra una voluntad del sujeto por constituir su memoria en el tiempo. Memoria tribal pero también personal; introspectiva y psíquica pero también carnal y sensorial. La memoria humana que se recuerda a sí su cuerpo animal. De allí que significativos tramos de esta poesía dan cuenta de los pasajes del sujeto y la subjetividad por su corporalidad erótica y sexual; y también por su sensorium, registrado en múltiples memorias auditivas y visuales que se acumulan en su devenir, desde citas de la música popular hasta abundantes referencias fílmicas, despertando oídos y ojos en quienes leemos.[4] Junto a ello, se van registrando memorias afectivas, escenas familiares, viajes y aventuras de distinto signo. Se trata de un discurrir sobredeterminado por el “tictac” de una temporalidad que resuena entre sombras y fantasmas. En este devenir, Sepúlveda ha ido asentando una práctica de escritura como memoria y memorial, en la constatación de que sus poemas—en variados niveles—constituyen registros de una “poesía de paso”. Por lo mismo, en su producción poética más reciente, el ego fuerte de la primera etapa de la poesía de Sepúlveda se va también resquebrajando, hasta su crisis y desmontaje. De este modo, Poemas de un bárbaro nos invita a leer a un poeta que, en sus múltiples residencias y resistencias, persiste lúcida y creativamente en el periplo de escribir.
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Notas
[1] Para una mirada crítica sobre este período de las poéticas de la segunda mitad del siglo veinte en América Latina, ver: “Los dislocamientos de la poesía latinoamericana en la era global” de Luis Cárcamo-Huechante y José Antonio Mazzotti, en Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 58 (2003): 9-21.
[2] A este respecto, los versos finales de su poema “Interdicto”—parte de Hotel Marconi—resultan más que decidores: “El Estado y la policía / siempre serán mis enemigos naturales”.
[3] Algunas de estas experiencias registradas en la poesía de Sepúlveda son la de Wirikuta—que da título al poema aludido—, lugar de peregrinación sagrado de los huicholes donde se realiza la danza del peyote en México. También, entre otras de las referencias explícitas o implícitas en su poesía, cabe mencionar el templo de Dambulla y el festival budista de Kandy en Serendib (antiguo nombre de la isla de Sri Lanka), el yagé o ayahuasca de la región amazónica, o la salvia divinorum que fuman los mazatecos.
[4] Sobre esta singular relación de poesía y sentidos, ver: Poetry and the Fate of the Senses de Susan Stewart (Chicago: The University of Chicago Press, 2002).