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Columna: 
TEXTOS INTOXICADOS II

Rodrigo Lira y la presencia obsesiva del ego

Jesús Sepúlveda

 


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Del latín textum (tela, tejido, armazón, trama) proviene la palabra texto; o sea, escrito que trama un sentido y que, con suerte, logra entretejer nuevos sentidos, otros textos. Su forma es la carcasa hecha de palabras dispuestas en un armazón o estructura. A veces dicha estructura funciona como una camisa de fuerza. Así se domestica el lenguaje, alejándolo de su estado primigenio: la glosolalia y la sinestesia, que confunde los sentidos. Como resultado se alumbra el significado: tejido de sentidos -multívoco o literal- que fija la textura del mundo comprometida en la intención del que habla. Intoxicar el lenguaje es, entonces, desordenar su sentido, contaminar la organización de la sintaxis; o de la sintaxis su organización contaminar, como rezaría un gongorismo.

Rimbaud proponía el desarreglo de todos los sentidos para devenir en vidente. A veces, sin embargo, cuesta ver, sobre todo cuando el mundo es un asfalto gris que ha clausurado los puntos cardinales y las palabras se han transformado en mascotas que estrechan la realidad. En Chile ese asfalto se llamó dictadura, como bien se podría haber llamado Auschwitz o Guantánamo. Pero se llamó dictadura. Y fue un puñado de rebeldes que a saltos de paradoja recuperó el sentido perdido para escribir un nuevo texto con palabras chúcaras que abrieran la realidad.

Uno de esos rebeldes fue Rodrigo Lira (1949-1981), el poeta con más por venir (Nicanor Parra dixit). Viviendo a sobresaltos, escribiendo cual lira destemplada y anunciando su partida, Lira aguantó con dignidad y decoro el huracán de prepotencia de aquellos que se creían con la sartén por el mango. Tanta fue su lucidez que no dejó títere con cabeza. Hasta Enrique Lihn, que lo reconoció como uno de sus pares y prologó con verdades valiosas su libro póstumo Proyecto de obras completas (1984), recibió la crítica implacable y seria de su burla obsesa. Y si bien la paradoja fue el arma lírica que Lira utilizó para resistir el angosto país repleto de “subvivientes”, el grisáceo del paisaje sesentero lo terminó amurallando. No pudo sino suicidarse. Pero como toda existencia en el mundo se justifica por sus actos de belleza, Lira proyectó su partida con estambre de estilista: se suicidó a la misma hora de su nacimiento el día de su cumpleaños treinta y dos. Fue un 26 de diciembre. Y no fue un acto gratuito. Como Mishima, su suicidio también cumplió un fin estético: concluir su poética de la autodestrucción.

Jaime Blume ha descrito el escepticismo radical de Rodrigo Lira como “furia autopunitiva”, cuya vocación suicida solo se resuelve por la vía del autoexterminio. Enrique Lihn, por su parte, se ha referido a la “presencia obsesiva del emisor”, cuyas alocuciones monomaníacas no son sino la confrontación especular del sujeto que dirige su propia libido sobre sí mismo en un sentido descendente y descalificador. Este movimiento descendente convierte el proyecto liriano en una poética de la verticalidad. Al fondo de ese descenso, la marginalidad, la pobreza, la droga, el sexo y el suicidio conforman las obsesiones de un sujeto en el borde que escribe de manera exasperada para aludir en forma directa a la realidad. Lira no era elusivo. Al contrario, el mundo gris y descolorido “como ripio cubierto de cemento” que sirvió de contexto al apagón cultural se materializa en su lenguaje como una presencia concreta. Solo la literatura se escapa, representando –quizás- la oportunidad de reorganizar el mundo, aunque Lira descreyese desde un comienzo de los “menesteres y quehaceres del mester literárico”.

Cierto es que la figuración centralizante del yo liriano es tóxica. Su escritura está saturada de retruécanos, trabalenguas, aliteraciones y dilogías que transforman los escritos de Lira en textos híperliterarios, como si se tratase de una parodia de la literatura que a su vez parodia la realidad. El poema “Investigación sobre el uso, el abuso, la función -y la omisión- del adjetivo” da cuenta de ello:

ALGUNOS ATARDECERS MEDUSA LAMUSSA FUMABA -sobre todo en los otoños- macoña peposa. Con paciencias infinitas, minuciosas, -sin premura- desgranaba los cogollos coruscantes con sus dedos nacarados, separaba con esmero los capullos pegajosos que envolvían las negruzcas semillitas, chiquititas y copiosas, de prosapia jamaiquina, nigeriana o colombiana -no se sabe con certeza- y, recostada en un diván de arpillera, bordada con lana cruda por sus manos artesanas, los fumaba en una pipa pequeña que parecía botella y recordaba.  La yerba era buena, por ende no se arranaba.  Se volaba hasta la cresta, se inspiraba y facía en esos trances sus poemas más alados; sonetos resinosos, odas crujientes, versos olorosos y alquitranados…

El carácter intoxicante de este fragmento se condice con un texto publicado póstumamente en 1989 en la legendaria revista Número quebrado. Allí, Lira hace una parodia social a través de un relato escrito a modo de declaración judicial, contando las circunstancias en las que es cuasi detenido en una multicancha de la Villa Olímpica en Santiago de Chile por los agentes de la época, mientras -al parecer- fumaba un pito de marihuana. Los agentes son descritos como “asustados, como explorando un “territorio desconocido” reputado como potencialmente “peligroso”, y sin “controlar plenamente la situación”, debiendo recurrir a un mecanismo de defensa (en términos de Freud) que resulta difícil de describir y al cual los muchachos de la Villa denominan “echar la prepo”, y que se podría tal vez conceptualizar como la capacidad de actuar en forma no sólo potencial, sino que posiblemente o probablemente violenta y agresiva para aquel o aquellos a los cuales la “prepo” se les echa…”. Esta manera irónica de describir la represión busca su desmontaje por medio de la parodia.

Lira, sin embargo, no es un poeta prometeico. Evita el paradigma de la confrontación. Al contrario, prefiere autoexaltarse y autodescalificarse al mismo tiempo, situándose en el cenit y el nadir de su ego bipolar.

La verticalidad de tal sobrevaloración y simultánea degradación es sobrellevada “en forma sostenida y continuada / y, a pesar de todo, / hasta ahora no decreciente…/ con agujitas hechas en papel de arroz / en lo posible marca Smoking…” Esta curiosa manera “de dejar de ver todo gris” es el “Testimonio de circunstancias” de Rodrigo Lira, uno de los poemas más notables de la poesía chilena en dictadura. 

Quizás Harry Anslinger, el llamado zar contra las drogas, nunca se imaginó que la prohibición de 1930 en EE.UU. catapultaría en Chile la escritura de una obra como la de Rodrigo Lira cincuenta años más tarde. Y digo esto porque Lira hace una defensa abierta de su hábito de “soplar hacia dentro pitos / hechos en cualquier papel / de biblia a veces, incluso / en hojas de Biblias o de libros editados por Aguilar”.  

Lira fue un rebelde y un poeta paródico. Y aunque con el tiempo se ha ido transformando en un mito literario-urbano y “su imagen se ha ido ajustando –a decir de Cristián Beroiza- al prototipo de poeta maldito (joven, loco y suicida)”, su escritura sigue incomodando en el país de la prepotencia.

Es hora entonces de volver a leer lo que incomoda para abrir nuevas posibilidades de significación allí donde todo quiere volverse gris nuevamente.



 


 

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