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“Hombres de poca fe, piensen en el cántico”
Semblanza de Gonzalo Rojas
Jesús Sepúlveda
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Gonzalo Rojas bordeó la muerte, con ella y contra ella. Sintió ese borde dentado bajo la noche fría del sur, en la soledad del mundo, en la niebla. G. Rojas era sur, olía a sur: voz hecha de adverbios como puentes extendidos sobre el abismo al que se enfrenta la existencia. Ser y existencia eran los pilares sobre los que se fundó su poesía, aunque quizás sean los pilares sobre los que se funda toda poesía. ¿Que hubo metafísica en él? La hubo ¿Y pensamiento alemán? También. Además de Rimbaud: ese joven colérico a quien veía como un justiciero dando puntapiés en el hocico de los blandengues.
Una tarde, la única que pasé junto a G. Rojas, caminamos y conversamos. Yo lo escuchaba. G. Rojas era bajo de estatura y de paso cansino. Su figura no desentonaba con el paisaje de Puerto Varas de principios de los años noventa. Más bien le daba coherencia. Lo habitaba. Entonces me dijo, o creo que me dijo, mira: las palabras montaña rusa no deben figurar en poesía. Era su modo de ser, de hacer crítica y poética.
Yo me había enterado de G. Rojas por un documental en alemán que a mediados de los ochenta mostraron en el Cine Normandie de la Alameda. Era una de esas sinopsis que antecedían la nueva cartelera pública de Chile, como si el pasillo oscuro comenzara poco a poco a ser alumbrado.
G. Rojas fue un poeta poco leído en los años ochenta. Poco importaba entonces que jugara en las ligas extranjeras, por decirlo en términos futboleros. Pero su presencia era discreta entre los poetas de mi generación. Vivió catorce años en Estados Unidos. Pasó una temporada en Cuba. Estuvo en el exilio en Alemania. Viajó becado a París. Fue consejero cultural del gobierno de Allende en China. Estuvo más de tres décadas fuera de Chile. Cuando retornó, tal como le ocurre a todos los que regresan del destierro, encontró un país ajeno. Tenía, como muchos, tarjeta de extranjería y matasellos de forastero.
Entre las palabras que forman el universo simbólico de G. Rojas resuenan los vocablos fornicio, letrado, relámpago, alumbrado; además de ese sol furioso que tanto se le mienta. Quizás por eso la palabra ataúd no aparezca por ninguna parte en su inventario verbal. Lo que es una gracia. Por eso decía de Nicanor y de él que ellos no importaban porque ya eran unos viejos vetustos, aunque Nicanor Parra lo siga sobreviviendo.
G. Rojas tenía un corte surrealista del que pronto se desprendió. Algo mandragórico había en su forma de labiar el castellano. Muy distinto a Huidobro, aunque el poeta aéreo fuera uno de los santos a los que G. Rojas le encendiera velas.
Recuerdo claramente su lectura en el Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana organizado en Santiago por Carmen Berenguer y otras escritoras. Tengo una imagen grabada: Pedro Lemebel, que entonces firmaba con el apellido Mardones, estaba con zapatillas y de frac escuchando de pie a G. Rojas, que leía en el escenario con ese tono tan peculiar suyo que hacía de sus versos eróticos un dios alado disperso en los muros del anfiteatro del congreso. Era 1987: el año que emergió mi generación.
G. Rojas tenía muy claro a qué generación pertenecía él: la del 38, decía. Y recordaba los encuentros mundiales de poesía que organizó en Concepción como profesor de literatura en los años sesenta. Divertido es jugar con los números antojadizos de las generaciones. Son metodológicos e históricos. Permiten la crónica y el recuerdo. Pero también la anécdota.
Una de esas historietas bárbaras fue una conversación con G. Rojas grabada bajo cuerda por Francisco Véjar en una pensión de Puerto Varas donde varios poetas invitados a la feria municipal del libro nos alojamos. Alexis Figueroa y yo viajamos en tren desde Santiago. Véjar venía desde Valdivia, donde visitaba a unos amigos. Todos nos encontramos en Puerto Varas. Allí, en una noche de juerga, planeamos el delito. G. Rojas pedía sábanas nuevas para su cama alegando que tenía pulgas. Nosotros lo queríamos hacer hablar. Era otro Chile. Quizás más precario pero más vital. Vivíamos con la ilusión de venir saliendo de lo oscuro: ese túnel violento donde Sebastián Acevedo rompió el silencio para hacerse presente en un poema rojiano.
La grabación en cuestión pronto apareció publicada en Piel de Leopardo. Fue Enrique Lafourcade quien hizo referencia a ella en sus crónicas domingueras del Mercurio, provocando la ira de G. Rojas. Claro: lo tildó de esto y de lo otro. O por lo menos eso quiso hacer. Por supuesto, hubo risillas y cotilleo. Mofa y mala leche. G. Rojas, que venía llegando a Chile, pisó el palito. Cortó con Piel de Leopardo y conmigo, tal como le dijo a Álvaro Leiva en Miami: “no quiero oír hablar de ese sujeto”. Más que mal yo era el responsable de esa entrevista aparecida casi sin editar en las páginas de nuestra revista. Linda época en todo caso. Había pasión, viveza y polémica. Así como muchos, G. Rojas regresó a alimentar el fuego y a hurgar en el espíritu, lo que ya era mucho para nuestra pálida transición.
Con todo, creo agradecerle a G. Rojas, o más bien a su poesía, bellos momentos incubados en el embrión del tiempo. Recuerdo estar sentado, por ejemplo, en el césped de los jardines del Pedagógico con un poema suyo y enamorado, capeando el tedio y la inercia. Vaya época aquella de pañoletas hindúes y pachulí en el cuello: tiempo de revueltas y utopía.
Los poetas -y los poemas- marcan los años, catapultan el recuerdo y avivan el ánimo. Nunca sabré si finalmente le devolví esa edición autografiada de Las hermosas a Carlos Decap, o si la extravié en los jardines del Pedagógico, o en mi mente, haciendo invisible lo visible, “en la urdimbre de lo fugaz”.
Cinco años después de su muerte, Rodrigo Verdugo organiza un tributo a Gonzalo Rojas. Me pide un texto. Se lo agradezco.
Y no: esto no es un gesto contra la muerte. Gonzalo Rojas fue un poeta premiado en vida. Quizás solo sea la manera de mantener la memoria y volver al bosque de la poesía, donde Rimbaud todavía da puntapiés y los “hombres de poca fe” se acuerdan del cántico de la vida.