Perdido aquí en Maryland, el fin del mundo y su centro,
Estoy muy lejos de la Torre Eiffel, pero el reloj me
obsesiona, como me atormentaba
el segundero electrónico en la pared de otra torre,
bastante menos espectacular que está en México.
El segundero ya no cuenta en instantes cómo se pasa la
vida en invisibles pero invencibles granos de
arena. Lo detuvo, al parecer para siempre,
Un terremoto en el 85. Fue una más entre sus miles de
víctimas. Desde luego el tiempo sigue pasando.
O bien, está inmóvil y quien se aleja soy yo
(se diría).
El calendario de la Torre Eiffel, ya se sabe, cuenta los
días faltantes para que empiece el otro milenio.
Lo que no cuenta, en cambio, es la discusión de si el
próximo siglo empieza el 2001 y 2000 es el año cero
que al concluir la decena es, será, mejor dicho,
el último del nuestro que cargó como cruces el peso
irrepetible de equis más equis.
Tampoco sirve argumentar la artificialidad de estos
números, decir que el orden de los siglos es un
invento ignorante de un monje idiota, en los días
más oscuros de otra edad de tinieblas como la
nuestra.
O que la cuenta regresiva es en última instancia el
artificio de lo artificial: la inventó el gran
Fritz Lang para una película.
2
Lo indiscutible es que ya nos vamos los que tenemos
adentro una gran tajada del siglo xx y en el xxi
seremos
Como extranjeros ilegales que no hablan la lengua ni
encuentran dónde reclinar la cabeza.
Bueno, está bien, qué remedio. Nadie nos prometió
que
seríamos eternos,
Y la inmortalidad --pero ¿en dónde? : ¿Condenados
a
cadena perpetua en un inmenso campo de concentración
para ancianos?-- es más aterradora que la muerte.
Así pues, adiós, muchas gracias. Ya es hora. Nos
vamos
y de nosotros no quedarán ni cenizas.
Tenía que suceder. No lo lamento. Mi permanencia y
mi continuidad no están en mis "obras" (qué
pomposo llamar "mis obras" a un montoncito
de papeles dispersos),
Sino en los otros, en los demás, en los que llegan y de
una vez por todas están escribiendo lo que no pude
hacer y prosiguen
El poema perpetuo comenzado antes de Gilgamesh y en mil
lenguas distintas, pero siempre con las mismas
palabras.
3
Y ahora --como Gonzalo Rojas dijo de Enrique Lihn hace
tiempo-- Jesús Sepúlveda tiene la palabra.
Quién sabe por cuál cadena de azares me encontré
con
él no en Santiago --donde tal vez no nos hubiéramos
visto-- sino en Eugene, Oregon, al amparo cordial
de David Curland y en el jardín de los Epple,
Bajo el calor de un verano y la amistad y el vino tinto
chileno. Y Jesús Sepúlveda me dio a leer sus poemas.
Nada me cuesta admitir mi parcialidad a este respecto:
me maravilla la poesía chilena de hoy y de ayer
y pueden creerme: hablo sólo como lector (qué más
quieren): no tengo nada que perder o ganar en ese
país. De él
Sólo espero una recompensa: leer más libros de poemas,
casi invariablemente de hombres y mujeres que
no conozco y no veré nunca. Jesús Sepúlveda
Me da en sus poemas la palabra que no fue mía, la vida
que no viví y la experiencia que no tuve (sólo nos
toca una de cada una). Y ahora,
Gracias a signos negros en fondo blanco, por un momento
soy él. Sus versos
Se desdoblan en mi interior cuando les doy en un silencio
hablado la voz que suena en nuestro interior y
nadie escucha nunca, pues sólo existe allá adentro.
4
Santiago / Eugene, Oregon. En medio el mar y las
cordilleras. Así es, todo nos separa. Y los
años entre él y yo son el Darién que no admite
atajo ni brecha. Aunque esa voz
Recorre el continente de extremo a extremo. Esa voz
punzante, ácida -- y poética siempre.
No sé en dónde están el Hotel Marconi del
título
ni la calle del mismo nombre en Santiago.
Y sin embargo pienso en que hace un siglo Marconi logró
llenar el aire de palabras que
encuentra siempre puerto de arribo.
Mensajes inalámbricos, marconigramas como llamaron
entonces a esta gran maravilla del Dios Progreso.
Hoy es tan vieja como la Torre Eiffel porque en la
era de la Internet y del fax ya nadie envía
telegramas.
Pero, como la torre misma, se sostiene la imagen: en
Santiago y Eugene Jesús Sepúlveda echa a volar sus
poemas y en medio
De la Babel inmensurable que atesta las ondas con una
algarabía de fin de mundo y comienzo
Los poemas de Jesús Sepúlveda se abren camino, dan
en el blanco, saben llegar
Hasta quien los merece y los hace suyos.
Me pasó con Hotel Marconi. Recibí, nunca es tarde,
el mensaje inalámbrico.
Quisiera echarlo a volar nuevamente
Para que otros compartan ante este libro la dicha de
admirar y el asombro.
— En Revista "La nuez", año 2, Nº 14, Monterrey, México, agosto de 2002 —