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JOSÉ SANTOS GONZÁLEZ VERA: ARISTOCRACIA DEL PUEBLO

Por Ángel Rama

Publicado en Marcha, N°1074, 8 de septiembre de 1961
En: La querella de realidad y realismo. Ensayos sobre literatura chilena
Editor Hugo Herrera Pardo. (Mímesis, 2018)



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Cuando en 1950 el Premio Nacional de Literatura de Chile recayó sobre José Santos González Vera, la sorpresa y la indignación anduvieron metidas en el ambiente intelectual, y los diarios extendieron al gran público la polémica de los consternados. En esa fecha González Vera tenía 53 años y, en treinta años de participación en la literatura, sólo había publicado dos libros, Vidas mínimas y Alhué, ninguno de los cuales superaba las cien páginas, y en diversas revistas tenía disperso un conjunto equivalente de páginas. Para los criterios cuantitativos de nuestra AUDE[1] —y de los áudicos chilenos que también los hay— era un escritor sin derecho a jubilación ni beneficio.

Pero para algún crítico, como Alone, que había seguido su obra desde el comienzo con admirada atención, ese premio distinguía con certeza la calidad más precisa:

Premiar, ahora, en este país, la finura, la elegancia, la discreción, el silencio, un nombre sólido, sin estrépito, una obra escasa, de alta calidad, la prosa más rara, impalpable, imperceptible, aguda, como descuidada. Lo hallo desconcertante… No sólo en Chile, en América es rara su moderación: una Alteza Serenísima a quien nada de lo humano causa extrañeza y que llegó al mundo provisto de una sabiduría inmemorial.[2]

Por una vez al menos habían sido burlados los propagandistas de sí mismos, los que se organizan banquetes, los que coaccionan premios, gestionan artículos laudatorios, y capitanean impúdicamente sus candidaturas, los que necesitan del aplauso en vida porque saben que con la muerte se aventarán tanto sus cenizas como sus escritos. Un hombre silencioso y retraído, que había creado con impecable paciencia una literatura auténtica que no halagaba ni escarnecía al público, se veía proyectado hacia él con una responsabilidad artística de la cual proceden sus siguientes libros: en 1951 Nascimento edita Cuando era muchacho; en 1954 Eutrapelia, colección de ensayos; en 1959 Algunos, una serie de doce biografías de escritores chilenos. Son sus libros más extensos, en su mayor parte compuestos con las páginas sueltas publicadas en revistas, especialmente en Babel a cuya época chilena estuvo estrechamente vinculado. Junto a ellos se reeditan sus dos primeros libros con la pintoresca mención, tan reveladora del afán de precisión lingüística de González Vera: segunda, tercera, quinta edición, “corregida y disminuida”. En esta América palabrera, de altisonante verbigracia hueca, este cauto chileno se ha regido por el criterio de la más estricta economía, aliada a la empecinada búsqueda de la exactitud artística. Es uno de los motivos de su ejemplaridad.


Vidas mínimas

Otro es la espontánea capacidad para concentrarse en lo que, utilizando un título suyo, llamaríamos “vidas mínimas”. La naturaleza, el poblado, el trajinado paisaje de la calle ciudadana son en sus libros un servicial escenario para destacar con un contorno verosímil a los auténticos protagonistas: los seres humanos. Estos no están elegidos por sus rasgos inusitados o por sus acciones desmesuradas, sino, al contrario, por una restricta humanidad, si esta palabra pudiera valer como sinónimo de simple y cotidiano.

Pero, y esa es la exitosa operación del artista, González Vera asume tal contracción atenta por sus criaturas mínimas que consigue la hazaña de que la vida corriente, incluso trivial, de un conventillo donde no pasa nada desmesurado (en Vidas mínimas) llegue a dibujarse ante nosotros como un espectáculo de sostenida seducción; que los personajes de un humilde pueblo chileno (en Alhué) aun faltos de riqueza anecdótica, sostengan nuestro interés; que la vida de un crítico literario (Alone en Algunos) sea atractiva como la de un héroe novelesco.

La gama habitual que recorre es la que va del proletariado o del “roto” a una pequeña clase media; sus aventuras son consabidas de la lucha por la vida, de los problemas conyugales, del mucho conversar y opinar sobre el mundo, de los oficios y las amistades. Al hacer de esta materia algo tan preciso y gustoso, González Vera demuestra que el problema previo del escritor está en el punto de vista que asume ante el mundo exterior, y que el valor o la riqueza de las criaturas que transitan sus páginas deriva de la dimensión con que el ojo del escritor las mira: un humilde sastre, un pescador, una encargada de conventillo pueden adquirir así la dimensión interesante de un Rostov o de un Sorel.

Son seres reales, son seres que han sido compañeros de vida y que González Vera apresa en el estricto lapso en que lo acompañaron, pero son los hombres que, aunque sin pertenecer a una sola clase social, explican una importante transformación de la sociedad chilena de este siglo.


La generación del 20

En la vida de todo escritor hay elecciones juveniles que determinan los rumbos de vida futura y de arte. A veces, como en el caso de González Vera, a esas elecciones los conduce fatalmente una línea de entendimiento de las cosas que arranca de la infancia, del medio familiar y social. En este chileno el suceso orientador fue el movimiento progresista del año 20 en el que convencidamente militó, como su otro gran compañero generacional, Manuel Rojas, y del que salió la experiencia política renovadora del primer Alessandri, tan comparable a la de nuestro José Batlle y Ordóñez.

Este movimiento, que sacudió a Chile y al que concurrieron los sectores proletarios, la exigente clase media que buscaba desplazar al patriciado, la peleadora Federación de Estudiantes, abre una coyuntura progresista que alcanzará su expresión política con el gobierno de Alessandri. “¿Qué fuimos? —pregunta uno de sus actores, Santiago Labarca en su artículo “La generación del año 1920”— Un heterogéneo conglomerado de hombres de todas las edades venidos de todas partes y a los que impulsaban los sueños… A él pertenecían obreros, artesanos, estudiantes, profesores, filósofos, políticos y artistas; unos pocos diletantes y ningún usufructuador… ¿Qué hicimos? Las Fiestas de la Primavera y la Asamblea Obrera de Alimentación Nacional; el Club de Estudiantes, instalado en un palacio, y las grandes huelgas del carbón; la Revista Juventud y el incendio de la Escuela de Farmacia. En síntesis: desertar la conciencia de la masa y el alma de los universitarios. ¿Qué destruimos? Infinitos prejuicios”.

Carlos Vicuña por su parte (en “El año veinte”)[3] reconoce “la aspiración creciente, enardecida y casi angustiosa de la clase media por conquistar las posiciones administrativas, políticas, sociales y económicas que los “siúticos” desdeñados creían merecer, sobre todo si consideramos su cultura superior y mayoría indiscutible”: aspiración justificada que produce la ascensión de la clase media. Y González Vera diagnostica con exactitud las consecuencias del movimiento reformista, al analizar la obra de Alessandri (en Cuando era muchacho):

fue un gran reformador, sin otro paralelo que Balmaceda, pero superó a éste en que supo y sabía, en cada momento, cuál era el punto de acuerdo entre los intereses contrarios, y esa sabiduría le permitió, con un mínimo de oponentes, crear la nueva Constitución, separa la Iglesia del Estado y forjar las leyes sociales, con lo cual evitó la revolución, salvó la vida y fortuna de las clases altas, abrió camino al proletariado para conquistar lo suyo y fortaleció hasta límites increíbles a la naciente clase media, fuerza de equilibrio. Es casi imposible imaginar lo que era el pueblo a comienzos de este siglo, pero los que a comienzos de este siglo, pero lo que en esa época eran jóvenes pueden recordar algo retrotraerían aquella realidad si mirasen, ahora, el paso de un desfile obrero atendiendo sólo a cómo van vestidos.[4]

González Vera, originariamente anarquista como Manuel Rojas, participa colateralmente de este movimiento y a su espíritu es fiel cuando otros, empezando por Alessandri, lo traicionan. Su ideología social y política tiene exacta equivalencia en su literatura, quizás con más rigor individualista, con mayor nitidez que en su amigo Rojas. En muchos momentos de la historia chilena y de la política internacional, se le encontrará, sin palabrería ni demagogia, en la misma terca posición, la de un hombre de izquierda, lúcido y seguro, y es así que integra la redacción de Babel donde Enrique Espinoza congrega a Ciro Alegría, Luis Franco, Martínez Estrada, Juvencio Valle, Ernesto Montenegro. Puede resultar ejemplar esta confesión de Alone:

En el espíritu de González Vera coexisten curiosamente las ideas agitadas (empezó anarquista y se ha detenido en el límite del comunismo) y una forma impasible, una actitud imperturbable. Revolucionario teórico, llevado al terreno de la acción, probablemente se paralizaría si fuera preciso lanzar palabras vanas, frases declamatorias, como es preciso hacerlo en una revolución. Ante todo el buen gusto, y como el buen gusto es medida, proporción, equilibrio, yo no le tendría miedo a un movimiento revolucionario dirigido por González Vera. Al contrario. Me gustaría verlo, participaría en el.

Los personajes de González Vera son los que reclamaron el movimiento del año 20. Sin ser la suya literatura proletaria, está movida por su espíritu, en lo que el proletariado de formación anarquista, a principios de siglo, tuvo ejemplarmente: una orgullosa conciencia de clase, una aspiración de justicia, un sentido polémico de la vida, un fervor individualista que puede llegar a la extravagancia, una teoría sana y seria del hombre. No es raro que la admiración literaria mayor de su adolescencia fuera Máximo Gorki, al punto de juntar dinero para encargarse un sobretodo “a lo Gorki”: “Al principio estuve muy orgulloso y consideraba que llevándole, parecía ese hombre superior que uno anhela ser”[5]. La independencia viril de Gorki, su mundo proletario, su atención humana y la multifacética galería de personajes que descubre, resultan una comprensiva incitación para que el muchacho González Vera, que viene de la calle, de ocupar decenas de oficios muy distintos todos, de los ambientes ácratas, del espíritu revolucionario, descubra la posibilidad de expresarlo en la narrativa.


Presente histórico

Su literatura es, básicamente, realista. González Vera siempre ha contado seres que ha visto u oído, y sólo concedió fe al testimonio propio, ateniéndose a dos virtudes personales que es raro encontrar juntas: la precisión para observar y el rigor para registrar en la memoria.

Hay en él una afinadísima acuidad para registrar los hechos en su perfil seguro, como recortados limpiamente de la realidad donde se producen. Esta limpieza y aprehensión exactas corresponden, en literatura, a una operación mental mucho más difícil de lo que su sencilla apariencia autoriza a creer: es previo un balance de los hechos, una estimativa imparcial, una valoración jerarquizada de sus elementos y la selección rigurosa de un mínimo de aspectos importantes.

Así se forma la precisión observadora de González Vera, cuyos efectos artísticos no deben confundirse con los de las técnicas naturalistas de la narración, de las cuales lo alejó una instintiva parquedad, incluso esa sequedad propia que él estimó rasgo típico del hombre chileno. Ningún afán de registrar la complejidad caótica del mundo apegándose para eso a sus violencias: por el contrario, su prosa se sostiene sobre una urdimbre racional, a veces revela una sutil organización geométrica, de tal modo que lo real se despoja de sus adherencias informes y, sin perder su veracidad intrínseca y su vivacidad, funciona en un plano de absoluta limpidez intelectual. A pesar de ser tan ajeno al arte europeo de la vanguardia, parecería que de él ha recogido la confianza en el juego ordenador de la inteligencia, como a veces sentimos en nuestro Morosoli o en el primer Hernández.

A la precisión se agrega una memoria pulcra. Toda la obra de González Vera está hecha de recuerdos, con una preferente inclinación por el periodo que va de sus seis a veinticinco años. Podría llamársela literatura de evocación, pero ocurre que en ella no funciona el elemento distorsionador, por vaporoso, que llamamos “tiempo”. Estos libros se instalan cómodamente en el régimen del presente histórico, y los sucesos son registrados como si acabaran de producirse.

Incluso la distancia que se percibe entre el narrador y la cosa narrada, no obedece al largo viaje que debe recorrerse hacia el pasado, sino a un constitutivo alejamiento espacial —no temporal— al que recurre González Vera para escribir. Las cosas del pasado están frente a él cuando las cuenta, fijas, precisas en la pulcritud de la memoria, como elementos vivos. Si el tiempo ha laborado sobre ellas, ha sido sólo en el sentido de intensificar su prístina concisión y la claridad de su perfil y de su funcionamiento.


Humorismo

La deducción es fácil: este escritor carece de imaginación. Así es. No encuentro una sola coyuntura que me permita sospechar una elaboración imaginativa. Si por acaso aparece alguna, se transforma de inmediato en humorismo, constituyéndose en un juego de refracción de lo real. Esta carencia se hace más sensible en sus estructuras narrativas, permanentemente abiertas, faltas del remate habitual que robustece los desenlaces, de tal modo que sus cuentos son, en definitiva, prosas fragmentarias. El autor las interrumpe en un determinado momento porque ya ha logrado contagiarnos la sensación de vida que busca; también podría continuarlas o, como ha hecho, acortarlas.

Sus libros, Vidas mínimas, Alhué, Cuando era muchacho, sus cuentos dispersos (sobre todo en las páginas de Babel), integran en definitiva un solo volumen que no tiene comienzo ni fin. Como que son el discurso de la vida de González Vera y no pueden aceptar otro comienzo que el de su memoria ni otro fin que el de su muerte. La continuidad de los temas queda subrayada por la similitud tonal y de técnica narrativa, engañándonos con la sugestión de que es un stendhaliano espejo que se pasea impávido a lo largo de un camino.

La falta de imaginación es compensada, y con bastante generosidad, por el cauto humorismo que mueve un signo crítico constante. Porque González Vera no es un ejemplo anticipado de los objetivistas actuales, sino que se introduce en esa realidad que retrata con un esguince rápido, oportuno. Véanse algunos ejemplos de Cuando era muchacho:

Miguel requebraba a las muchachas. Alguna le sonreía. Su preocupación era ser muy hombre. Por eso fumaba con frenesí. Para acentuar su hombría empezó a beber. ¡Si no fuera por el vino no cabría la gente en Chile!.[6]

Mi profesor de castellano fue don Clemente Barahona Vega. Era alto, lleno de protuberancias, con mejillas sonrosadas y unos anteojos que daban lejanía a su mirar. Deteníase en la esquina inmediata y comía una empanadita. Luego entraba al Liceo como si recién bajara del cielo.[7]

Otro amigo entrañable fue Pineda, cuya familia vivió en una pasaje próximo a Dávila. Escribía versos sobre el arrabal. De noche los recitaba. Recuerdo uno: “Los profundos sollozos del piano…”. Encontré sublime la composición en que figuraba. Pineda estaba convirtiéndose en tuberculoso. Era cordial y callado. Murió pronto. A veces me espanta recordar la infinidad de jóvenes que conocí y fueron muriendo muriendo entre los quince y los veinticinco. Un chileno pobre que llega a la madurez debería ser pensionado.[8]

Y si el humorismo propio no fue suficiente, ahí está la imaginación loca de que es capaz la realidad, con esa larga serie de tipos humanos, sastres, lustrabotas, carniceros, taberneros, hasta hacer creer de Chile un mítico país lleno de extravagantes, sin contar las posibilidades que ofrecen los extranjeros en un cuento ejemplar: “El rabino Benjamín” (Babel 57).

Pero humorismo o variedad real no pueden impedir el aire seco que rodea estas páginas. No la frialdad que le atribuye Alone y que yo no encuentro porque lo hallo sensible y piadoso, sino la sequedad que se produce cuando los procesos asociativos libres se paralizan o son severamente controlados; cuando el envolvente impulso lírico, distorsionador e inventivo, está retenido. Esta sequedad es exterior, actúa como una película que recubre y salvaguarda los materiales vivientes, los salva del corrosivo del tiempo.


Mundo de evidencias

Por lo mismo la parte importante que en la literatura ocupan los sentimientos, las subjetividades, las creencias religiosas, en la de González Vera es sustituida, puntualmente, por la enunciación de las cosas visibles y tocables del mundo, por este mismo mundo exterior bien contemplado.

Es la suya una literatura de evidencias, que le son proporcionadas por una realidad que es cierta, tanto en sus planos material como espiritual. En un capítulo (“Muerte de mis hermanos”) dedica tres páginas casi sin adjetivos a contar esta serie de calamidades: la enfermedad de sus cuatro hermanos, la muerte de tres de ellos, la pérdida del empleo por parte del padre, su posterior alejamiento, su regreso, su postración y muerte. Concluye diciendo:

Cuesta hacerse hombre sin más sustento que el de los pies. No cabe gritar. El católico, el budista, o el musulmán, tiene un dios a su disposición y puede componer el paso muy luego. Eso de creer quizás sea un don. Hogaño podía recuperarnos una religión más remozada. Sin embargo, algo muy escondido en mí, algo que no fenece, me dice que el hombre no habrá encontrado su camino sino cuando aviente todas las creencias, y tenga en valor de atenerse a los hechos. Hay que formar una sociedad a base de evidencias. Más, si de mi dependiera, no empujaría a nadie por este camino. Preferiría esperarlos en él.[9]

Lo mismo podría aplicarse a su literatura realista. No es de creencias, sino de evidencias, y testimonia un valor tranquilo para atenerse a los hechos, considerándolos con iguales dosis neutralizadoras de afecto y enjuiciamiento. Su obra es evidencia de mundo a través de hechos innumerables y de un jardín de criaturas contrarias, pero no es la pasión sino la razón de esa realidad lo que centra al escritor. Y a falta de una fe cualquiera, González Vera es ejemplo de lo que Sartre hubiera llamado “la buena fe”.


Un hombre entre otros

Toda su obra, tanto la confesadamente autobiográfica (Cuando era muchacho) como la que sigue siendo bajo el embozo de la ficción (Alhué, donde este pueblo suplanta al natal Talagante) está escrita en primera persona. Pero es motivo de perplejidad saber cómo ha hecho González Vera para que ese “yo” resulte tan elusivo y distante. Enrique Espinoza, refiriéndose a la publicación de Cuando era muchacho, recuerda esta anécdota significativa:

Alguien, por temor a la propia confusión tal vez, echó de menos el yo en la tapa, y se lo agregó generosamente al ocuparse de sí mismo con relación a aquél. En verdad, no hace ninguna falta en nuestro idioma. En el caso de González Vera está especialmente tácito, porque habla siempre de sí mismo como de otro que llevara su nombre. Nunca le atribuye un papel heroico y nunca, tampoco, uno villano.[10]

Le atribuye, sin embargo, un papel central: el de espectador siempre interesado, para quien no hay oficio más gustoso que el de ver vivir a los humanos.

Ese es el misterio estilístico primero de estas obras: no sólo habla en primera persona, sino que además, habla de cosas que vivió personalmente, pero ese “yo” que usa es el menos cargante de los “yoes” posibles, y de poco vale apelar al patrocinio flaubertiano, porque tampoco se esconde en ningún personaje. Aquí se prueba la buena fe que anotábamos: el “yo” que maneja González Vera es el de un hombre entre los demás hombres, y nada más. Ni se estima, románticamente, en más, ni se disminuye con esa peligrosa humillación de signo contrario que se asemeja mucho al orgullo. Ha conseguido un equilibrio de implantación en el mundo de ardua dificultad. Como si dijera: “el mundo es, yo soy, ellos también”. Picón Salas observaba que su actitud es “la del hombre que cuando ya se revelaba demasiado, reacciona y se trata con la objetividad de un personaje novelesco”[11] y ya establecía una vinculación con el pudor general, sobre todo en temas eróticos, que respiran sus libros.

Creo que responde a una espontánea curiosidad por los otros, que le ha hecho fijar obstinadamente la mirada, más que en sus personalidades recónditas, en su quehacer objetivo, en sus palabras. Muchacho callejero aprendiz de mil oficios distintos, aprendiz de hombre —como ha titulado su antología Espinoza—, su presencia no ha pesado sobre los demás que, al ignorarlo, debieron comportarse libremente, como sin testigo. No es casualidad que la mayor frescura narrativa se encuentre en la descripción que un muchacho hace de los mayores entre los que circula, más que de sus camaradas. Tal actitud postula obligadamente un mundo de libertad y un mundo de solidaridad. Ignoro la convicción político-social presente de González Vera, pero sé por su literatura que el mundo que necesita respiración propia, deseada, es aquel de la libre convivencia, del respeto constante de la persona humana, y, a la vez, aquél donde haya desaparecido la atonía disgregadora de nuestras sociedades y funcione una comunidad solidaria, donde el apoyo mutuo no sea sólo el título de un libro de nuestra adolescencia.

En semejante ámbito el ser humano adquiere una dignidad que nos hemos acostumbrado a llamar nobiliaria y que ya podríamos llamar después de esta obra, proletaria. Porque sus criaturas humildes, sus linotipistas y sus pintores, destellan en esta general grisura literaria, por la originalidad de sus personalidades, y no cuesta mucho reconocer, bajo sus disfraces proletarios, a una nueva raza de aristócratas.[12]

 

 

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Notas

[1] Ángel Rama alude a la Asociación Uruguaya de Escritores (AUDE), fundada el 28 de abril de 1949. Su primera directiva establecida estuvo integrada por Juana de Ibarbourou en el cargo de Presidenta, Carlos Sabat Ercasty ocupando el cargo de Primer Vicepresidente, Montiel Ballesteros en el puesto de Segundo Vicepresidente, Paulina Medeiros en el cargo de Secretaria General, Daniel D. Vidart como Prosecretario, Arsinoe Moratorio en el cargo de Secretaria de Actas y Luis A. Caputi como Tesorero.
[2] Cita extraída del texto de Alone “González Vera”, publicado en Repertorio Americano. Cuadernos de Cultura Hispana Nº 1117 (págs. 275-276), aparecido el día 30 de septiembre de 1950. El texto presenta como fecha de composición “Santiago, 15 de junio de 1950”.
[3] Tanto este texto de Carlos Vicuña, como el anterior citado de Santiago Labarca, aparecieron en el Nº 28 de Babel. Revista de Arte y Crítica (julio-agosto de 1945).
[4] En la edición de Cuando era muchacho considerada en las Obras Completas. Tomo I (Santiago: Cociña, Soria editores, 2013), esta cita se encuentra en el numeral 91 (p. 353).
[5] En Obras Completas. Tomo I, numeral 64, p. 275.
[6] En Obras Completas. Tomo I, numeral 29, p. 21.
[7] En Obras Completas. Tomo I, numeral 36, p. 223.
[8] En Obras Completas. Tomo I, numeral 41, p. 231.
[9] En Obras Completas. Tomo I, numeral 47, p. 245.
[10] En el “Prólogo” a la antología de José Santos González Vera preparada por Enrique Espinoza, titulada El aprendiz de hombre (Santiago: Zig-zag, 1960, p. 15).
[11] En “Vida literaria de Chile (crónica del mes)” (p. 176), aparecido en Revista Chilena Nº 105-106 (Enero- Febrero de 1929).
[12] El texto culmina, en su versión original, con el siguiente comentario: Se han manejado para esta nota, los siguientes libros: Alhué (quinta ed. revisada y disminuida), Nascimento, 1955; Vidas mínimas (tercera ed. corregida y disminuida), Ercilla, 1950; Cuando era muchacho, Nascimento, 1951; Algunos, Nascimento, 1959; Aprendiz de hombre (Selección y prólogo de Enrique Espinoza), Zig-Zag, 1960; y una colección, incompleta, de la revista Babel. No he podido ver el volumen de ensayos Eutrapelia.

 



 

 

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JOSÉ SANTOS GONZÁLEZ VERA: ARISTOCRACIA DEL PUEBLO
Por Ángel Rama
Publicado en Marcha, N°1074, 8 de septiembre de 1961